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Ilustración: Ramiro Alonso

La economía del comportamiento y el “paternalismo libertario”

7 minutos de lectura
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La insoportable irracionalidad del ser: la economía en el diván.

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La teoría económica clásica supone que nuestro cerebro funciona como una computadora, que somos plenamente racionales y que tenemos la capacidad de procesar un montón de información para maximizar nuestro bienestar sujeto a restricciones que entendemos perfectamente. En el otro extremo, suponer que somos completamente irracionales no serviría de mucho, porque no podríamos modelizar, explicar o predecir nada. Sin embargo, en el medio hay un espacio habitable en el que podemos relajar esos supuestos poco realistas e internalizar que muchas veces cometemos errores al tomar decisiones porque enfrentamos múltiples sesgos. Calculamos mal, no sabemos lo que queremos, no procesamos bien la información, somos manipulables y nos afectan las emociones y lo que le pasa al resto. Lamentablemente, en muchas ocasiones, compartimos más características con Homero Simpson que con un procesador Core i7. La buena noticia es que esos errores no son completamente aleatorios. Por ende, se pueden entender, modelizar y revertir. En efecto, nos apartamos de la racionalidad de forma consistente y previsible. Acá es donde se inscribe la economía del comportamiento, como un puente entre la psicología y la economía. Formalmente, la economía del comportamiento es el intento por adoptar supuestos más creíbles sobre nuestro comportamiento. Se apoya principalmente en la experimentación y tiene como hito fundacional los trabajos de Daniel Kahneman, Amos Tversky y Richard Thaler durante los años 70.

Mi primer contacto con el tema fue a través de Dan Ariely, un catedrático de psicología cuyos dotes comunicacionales llevaron estos temas al catálogo de Netflix. Para él, es útil pensar en las ilusiones ópticas como primera aproximación a la problemática. Ver es una de las cosas que hacemos bien. Lo hacemos todo el tiempo y tenemos una parte del cerebro que evolutivamente fue perfeccionándose para ello. Sin embargo, las ilusiones ópticas nos siguen engañando, incluso cuando sabemos de antemano lo que deberíamos ver. Entonces, si nos equivocamos de forma sistemática y predecible al ver, ¿cuántos errores podríamos estar cometiendo al hacer cosas para las cuales no tenemos una parte específica del cerebro y que no hacemos habitualmente? Tomar decisiones financieras, por decir algo. A continuación, algunos ejemplos de experimentos sociales que nos van a hacer sentir un poco peor con nosotros mismos.

La pandemia, la vacuna y los ministros

Hace más de tres décadas, Tversky y Kahneman plantearon el siguiente experimento:3 cuando una persona asume como ministro de Salud irrumpe en el país una rara enfermedad respiratoria que se espera mate a 600 personas. Hay dos programas alternativos para encarar el problema:

  • El programa A salvaría a 200 personas con certeza.
  • El programa B salvaría, con 33% de probabilidad, a 600 personas. Sin embargo, con 67% de probabilidad no salvaría a nadie.

72% de los potenciales ministros que enfrentaron esta hipotética situación optó por el programa A. En otras palabras, la gran mayoría prefirió salvar 200 vidas con certeza en lugar de arriesgar las 600 yendo por el incierto camino de la probabilidad. Ahora bien, ¿qué pasa si cambiamos el encuadre introduciendo dos programas más?

  • Con el programa C morirían 400 personas con certeza.
  • Con el programa D la probabilidad de que no muera nadie es de 33% y la probabilidad de que mueran todos, de 67%.

En este caso, 22% de los potenciales ministros prefirió el programa C y 78% se inclinó por el otro. ¿Cuál es el problema? Tenemos pésimos candidatos a ministro. El programa A es exactamente el mismo que el programa C, pero con una variante clave. En el caso del programa A el planteo es positivo, porque refiere a vidas salvadas. En contraposición, el programa C lo plantea negativamente al hablar de muertes. Al margen de eso, elegir el programa A o el programa C nos conduce a la muerte de la misma cantidad de personas (400). Lo mismo pasa con los programas B y D. Cambia la forma del planteo, entre vida y muerte, pero son exactamente las mismas probabilidades. Conclusión: un cambio en el encuadre revela que no siempre estamos en control de nuestras decisiones.

La era de la suscripción1

Un ejemplo menos dramático es el de las suscripciones a revistas o diarios. Ahora tenemos tres opciones, que difieren en términos de productos y de precios:

  • Suscripción en línea: 59 dólares
  • Suscripción física: 125 dólares
  • Suscripción en línea más física (combo): 125 dólares

16% de las personas que querían suscribirse a la revista optó por la primera opción, nadie optó por la segunda, y el restante 84% eligió el combo. Como nadie optó por la segunda modalidad, ¿qué sentido tiene ponerla? Saquémosla y preguntemos de nuevo qué opción prefieren.

  • Suscripción en línea: 59 dólares
  • Suscripción en línea más física (combo): 125 dólares

Ahora 68% optó por la primera opción, frente al 16% que la había preferido al enfrentarse a las tres alternativas. En este caso, la alternativa del combo sólo atrajo a 32% de los interesados, frente al 84% que la había elegido antes. El cambio invirtió la popularidad de dos opciones que nunca se modificaron. ¿Por qué? Porque la segunda opción, que originalmente nadie prefirió (suscripción física por 125 dólares), no era tan inútil como parecía. Por el contrario, tenía un rol clave, que era hacer que la tercera opción, el combo, pareciera una ganga. Sí, somos fácilmente manipulables y no conocemos perfectamente nuestras preferencias.

Los dólares no hablan2

Estás buscando una radio para el auto y a una cuadra de tu trabajo venden la que querés a 200 dólares. Sin embargo, esa misma radio también la venden del otro lado de la ciudad, pero a la mitad del precio. Tenés dos opciones: caminás una cuadra y pagás 200 dólares o cruzás la ciudad y ahorrás 50%. Obviamente, el grueso de las personas que se enfrentaron a este planteo se inclinó por esta última opción. Como tus cosas van bien, ahora también querés cambiar el auto. Casualmente, a una cuadra de tu trabajo venden el auto que buscás a 30.000 dólares. Del otro lado de la ciudad, el mismo auto sale 29.900 dólares. De nuevo, ¿caminás una cuadra o atravesás la ciudad? En este caso, la mayoría de la gente no se complicó la vida y pagó los 30.000 dólares que pedían a una cuadra del trabajo. En otras palabras, no estuvo dispuesta a cruzar la ciudad para ahorrarse 100 dólares. Dada la magnitud relativa del ahorro en relación al costo, a priori esto parece lógico. Sin embargo, 100 dólares son 100 dólares independientemente de donde vinieron. El billete no dice “me ahorraste en la compra de una radio” o “me ahorraste en la compra de un auto”. El poder adquisitivo de ese billete no se altera en función del origen del ahorro.

Los “empujoncitos” de Thaler

Que un hombre orine sentado no debería ser motivo de controversia. Desde el punto de vista de la higiene, los beneficios que ofrece esta estrategia superan ampliamente los costos (que son nulos, salvo por la inseguridad que le puede generar a algunos deconstruir ese aspecto de su cotidianidad). Pese a ello, los hombres seguimos haciendo el número 1 parados, principalmente cuando no estamos en casa. Como resultado, muchas veces termina afuera lo que debería terminar adentro. Eso no representa solamente un problema de higiene, convivencia y educación, sino también un problema de economía. Pero vamos por partes. Desde el punto de vista del diseño de políticas públicas, entender que tenemos más en común con Homero Simpson que con Sheldon Cooper tiene implicancias importantes. Reconocerlo nos ofrece una oportunidad para que las intervenciones de política sean más eficaces y baratas. Pequeños cambios pueden hacer una diferencia enorme, y una reingeniería del entorno en el que tomamos decisiones puede suponer una mejora considerable para nosotros y para el resto. A veces, lo único que necesitamos es un “empujoncito” amigable y disimulado que nos advierta que podemos hacerlo mejor. Por este motivo, Thaler ganó el premio Nobel en 2017. Brevemente, el argumento es que tanto las instituciones públicas como las privadas pueden dar a los individuos pequeños empujones o incentivos en la dirección correcta, manteniendo siempre su libertad de elección. Por eso lo llaman “paternalismo libertario”. Paternalista porque asume que vas a tomar una mala decisión, libertario porque no atenta contra tu libertad de optar por otro camino. De esto nos habló Ana Balsa en la entrevista: los mensajes de texto a las familias, el etiquetado frontal de alimentos y las advertencias en los paquetes de cigarrillos son ejemplos de estos “empujoncitos”. También sacar la sal en los restaurantes, que por defecto ya no está en la mesa. Si la querés, la tenés que pedir. Como sos miope e irresponsable y no podés velar por tu propia salud, te voy a ayudar modificando los elementos del entorno y alterando la arquitectura de tu decisión. Sí, paternalismo libertario.

Volviendo al tema del baño, un ejemplo famoso de estos “empujoncitos” refiere al diseño de una estrategia para mejorar la puntería de los hombres al orinar. Esta estrategia fue implementada en el aeropuerto de Ámsterdam y consistía únicamente en poner una falsa mosca de goma dentro del urinal. En efecto, lo único que se necesitaba para mejorar la puntería y evitar que caiga afuera lo que debe caer adentro era poner un blanco. Salvo por el personal del aeropuerto, podría argumentarse que esto no justifica un premio Nobel. Nada más lejos de la realidad. La potencialidad de este enfoque es enorme y muchos países cuentan con agencias específicas para contribuir a que se tomen mejores decisiones en temas claves como impuestos, ahorro, salud y medioambiente.

Órganos al volante

En Dinamarca, Reino Unido y Alemania el promedio de los choferes que son donantes de órganos no supera el 20%. En contraposición, el promedio de los choferes que son donantes de órganos en Austria, Suiza, Francia, Hungría, Polonia y Bélgica asciende casi al 100%. Pese a que se podrían considerar países similares en los aspectos que hacen a este sensible asunto, son bien marcados los dos patrones que emergen. Un grupo de países europeos dona mucho y otro dona muy poco. ¿Son más egoístas los daneses que los suecos? Pude ser, pero no es eso lo que está detrás de las diferencias, sino el diseño del formulario para sacar la libreta de conducir. En los países que listamos primero, los de los “órgano-egoístas”, una de las tantas casillas que tienen que llenar los candidatos a chofer dice: “Marcá si querés participar en el programa de donación de órganos”.

Por el contrario, en los otros países, esa misma casilla dice: “Marcá si no querés participar en el programa de donación de órganos”. Lo que cambia es la opción que está por defecto en el formulario. En ninguno de los dos casos la gente marca la casilla. Sin embargo, no marcar la casilla tiene distintas implicancias según sea el caso. El poder de decisión no lo tiene el futuro chofer y “dueño” actual de los órganos. Lo tiene el que armó el formulario y eligió cuál iba a ser la opción por defecto.

En breve, lo anterior podría resumirse así: la forma en que se plantean las cosas tiene una gran influencia sobre lo que las personas hacen. Por tonto que parezca, el comportamiento de las personas puede ser muy sensible a temas tales como las opciones por defecto (donación de órganos y sal), el énfasis de los planteos (la enfermedad rara y los programas) o la presentación de la información (cigarrillos, etiquetado, mensajes de texto).


  1. Rational Choice and the Framing of Decisions (1986). 

  2. Dan Ariely: Are We In Control of Our Own Decisions? 

  3. Daniel Gilbert: Why we make bad decisions

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