Si hay un tema que ha ocupado un lugar central en la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP27) de este año, es el dinero. Los delegados, los activistas por el clima y el número de asistentes del sector privado, que ha aumentado crecientemente, debaten quién debería pagar la cuenta y cómo.
Ya era hora de que la atención se centre en esto. Si bien, en último término, las conversaciones climáticas anuales giran en torno a reducir la polución de los gases de efecto invernadero, se requiere una financiación enorme para hacer la transición hacia una economía de cero emisiones y adaptarse a un mundo con temperaturas y niveles marinos promedio en aumento, condiciones atmosféricas extremas cada vez más frecuentes y graves, y todos los otros costosos efectos de utilizar combustibles fósiles.
Desde la COP15, realizada en 2009 en Copenhague, una cifra clave en este debate ha sido los “100.000 millones” [de dólares]. Eso es lo que prometieron las economías más avanzadas del mundo que entregarían cada año a los países en desarrollo hasta el 2020, pero nunca hubo claridad de si se refería sólo a dinero público o sería una combinación de flujos públicos y privados. Mientras la mayor parte del Sur Global pensó que se trataba de lo primero, la mayor parte del Norte Global prefirió la segunda definición. Desde ese punto de vista, en 2011 el mundo rico ya estaba en vías de alcanzar los 97.000 millones de dólares en flujos financieros anuales para el clima, según un estudio ampliamente citado de la Climate Policy Initiative.
Y, no obstante, a 13 años de la promesa formulada en 2009, pocos cometerían el error de combinar fondos públicos y privados, al tiempo que todos reconocen que la transición energética global exigirá no miles de millones, sino billones de dólares al año. En los preparativos para la COP26 de Glasgow, realizada el año pasado, Mark Carney, el enviado especial de la ONU para la acción climática y las finanzas, concluyó que serían necesarios por lo menos 100 billones de dólares de fondos externos “para realizar una campaña energética sostenible a lo largo de las próximas tres décadas, si se desea que sea eficaz”. Y existe un consenso importante entre entidades internacionales, consultoras y bancos en torno a esta cifra. Será necesario redirigir masivas cantidades de gasto privado actualmente destinado a inversiones en combustibles fósiles hacia proyectos de infraestructura, energía y transporte con bajas emisiones de carbono.
Pero eso no resta responsabilidad a los gobiernos. Los dineros públicos son la palanca para recanalizar fondos privados al ritmo y la escala necesarios. Ejemplos de esto son la Ley de Reducción de la Inflación, la Ley Bipartidista de Infraestructura y la Ley “CHIPS and Science” promulgadas recientemente en los Estados Unidos. La idea es que cerca de 500.000 millones de dólares en inversiones gubernamentales estimulen muchos cientos de miles de millones más en flujos privados. Sin embargo, si bien estas sumas (y las políticas similares que se adopten en otras partes del globo) podrían iniciar una carrera energética limpia a nivel global, todas las inversiones públicas y la mayor parte de las privadas se harán dentro de los países, lo que sigue excluyendo al Sur Global.
La escena global sigue un patrón parecido. Puesto que la inversión extranjera directa anual es muy superior a la ayuda para el desarrollo, gran parte de los fondos para reducir la polución de gases como el dióxido de carbono, el metano y otros de efecto invernadero vendrá de fuentes privadas, más allá de lo que acuerden hacer los gobiernos. Para destrabar esos fondos será necesario lo que los negociadores del clima llaman soluciones “creativas”, es decir: “Sabemos cuánto más dinero se necesita, pero no podemos ser quienes lo aporten”.
Así, John Kerry, el enviado climático estadounidense, llegó a la COP27 proponiendo usar créditos de carbono para cerrar al menos parte de la brecha de financiación. Con este enfoque, los países ricos y las empresas obtendrían crédito no sólo por reducir su propia polución, sino por pagar a otros por hacerlo.
La idea no es nueva. Estados Unidos propuso un sistema similar antes de la COP3 de Kioto en 1993. En esa ocasión, gran parte del resto del mundo, incluida la Unión Europea, se opuso al plan. Irónicamente, hoy la Unión Europea posee el mayor mercado de carbono del planeta, mientras que Estados Unidos, aparte de California y una decena de estados del noreste, no lo tiene. Hasta el día de hoy sigue siendo políticamente imposible a nivel nacional hacer que los contaminadores paguen por su polución de carbono. Por eso la administración del presidente Joe Biden ha preferido priorizar destinar el gasto a estimular la transición energética dentro del país y Kerry está proponiendo un sistema de crédito de carbono voluntario.
Los créditos de carbono, especialmente los voluntarios, no reemplazan las iniciativas genuinas de las empresas y países por reducir su propia polución. Por un lado, los sistemas de crédito de carbono tienen multitud de problemas por sí mismos. Si bien el mercado de carbono de California comercia el equivalente a miles de millones en créditos cada año, también ha dejado entrar al sistema cerca de 400 millones de dólares en tratos forestales aparentemente fraudulentos. Si su mercado, que es obligatorio, tiene esas dificultades para hacer cumplir sus condiciones, basta imaginar los problemas que sufriría un sistema global voluntario.
Estados Unidos y otros grandes y ricos actores contaminantes siguen teniendo la responsabilidad de aportar ayuda directa en una escala mucho mayor a la actual. Eso vale tanto para la ayuda sin condiciones para que los países pobres puedan afrontar los efectos del cambio climático como para la asistencia financiera para que reduzcan su propia polución. Alemania y Austria han dado el ejemplo al prometer 170 millones (175 millones de dólares) y 50 millones de euros, respectivamente, en ayudas para los países más vulnerables. Otro buen paso es un nuevo compromiso de Estados Unidos, la Unión Europea y Alemania de invertir 500 millones de dólares en renovables en Egipto (a pesar de que el gas así liberado parece haberse destinado a ser exportado a la Unión Europea). Sin embargo, dado que todas estas cantidades siguen estando en los millones, todavía son sumas absolutamente insuficientes.
Ciertamente, tiene su atractivo la idea de vincular miles de millones de dólares en muy necesarios flujos de ayuda a billones de dólares de flujos financieros privados. La gran prioridad que tendrían los gobiernos sería ayudar a canalizar los billones en inversión privada hacia el Sur Global. Las soluciones “creativas” deberían centrarse en hacer que los préstamos e inversiones sean menos riesgosos para los inversionistas extranjeros, mediante garantías crediticias y otras seguridades por parte de los gobiernos ricos y los fondos multilaterales para ayudar a reducir el riesgo crediticio soberano, entre otros.
De manera similar, los créditos de carbono podrían jugar un papel para impulsar inversiones tremendamente necesarias, siempre y cuando su carácter voluntario se vea como un paso hacia adelante para hacer que los actores contaminantes paguen por su polución. En realidad, lo que de verdad importa es hacer que la revolución de la energía limpia vaya ganando ritmo a nivel global. Si permitir que las empresas ricas se jacten de sus credenciales verdes significa que financiarán más energía limpia en el Sur Global, no hay nada de malo en eso. A menudo, la mejor manera de asegurarse de que se haga el trabajo necesario es no preocuparse demasiado sobre quién se lleva el crédito.
Gernot Wagner es climatólogo de la Escuela de Negocios de Columbia. Su último libro es Geoengineering: The Gamble (Geoingeniería: la apuesta) (Polity, 2021). Traducido del inglés por David Meléndez Tormen. Copyright: Project Syndicate, 2022. www.project-syndicate.org.