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Ilustración: Ramiro Alonso

Los límites morales del mercado: el libertarismo y el cuerpo humano

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Sobre la propuesta de Javier Milei de establecer un mercado de órganos. “Una persona podría vender un brazo si así lo quiere, porque es libre de hacer lo que quiera con su cuerpo”

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Gary Becker y la ciencia del comportamiento humano que todo lo comprende

La defensa de los mercados puede fundarse sobre una base utilitarista argumentando que son el mejor vehículo para incrementar la utilidad social, en tanto permiten que dos personas intercambien cosas voluntariamente. Asumiendo que si dos personas alcanzan un acuerdo es porque ambas se beneficiarán, y suponiendo que no perjudican a nadie más, el intercambio habrá incrementado el bienestar promedio de la sociedad. Si estoy dispuesto a intercambiar mi riñón por dinero y encuentro a alguien que esté dispuesto a intercambiar su dinero por mi riñón, la transacción contribuirá a maximizar la felicidad para el mayor número. Esta sería la defensa utilitarista de los mercados como mecanismo para aumentar el bienestar social.

Con el convencimiento de que “el enfoque económico es un enfoque comprehensivo que puede aplicarse a todo el comportamiento humano”,1 Gary Becker hizo un alegato en favor de establecer un mercado de órganos para expandir su oferta. “Encontrar una manera de aumentar el suministro de órganos reduciría los tiempos de espera y las muertes, y aliviaría en gran medida el sufrimiento que ahora soportan muchas personas enfermas mientras esperan un trasplante”.2

Como somos seres racionales que actúan para maximizar su bienestar, toda situación humana encierra un precio implícito y toda relación es en última instancia una relación mercantil. Por eso es que los incentivos monetarios funcionan inequívocamente. Quienes perciban las señales de los precios descubrirán que todo nuestro comportamiento, incluso fuera del ámbito material, puede explicarse como el resultado de un cálculo racional entre costos y beneficios. Esto vale para el matrimonio, las drogas, el crimen y también para lo que nos ocupa, que son los órganos humanos.

Un mercado de órganos puede parecer “inmoral y repugnante”, reconocía Becker, pero esa inmoralidad debe sopesarse frente a la moralidad de evitar miles de muertes cada año y mejorar la calidad de vida de quienes esperan órganos; “¿cómo puede ser más inmoral pagar por órganos para aumentar su suministro que la injusticia del sistema actual?”. Con las salvaguardas correspondientes, establecer un incentivo monetario aumentaría el suministro de órganos y estrecharía la brecha estructural entre demanda y oferta. Pese a que es más probable que los pobres vendan sus riñones y otros órganos, también son los pobres quienes sufren más la escasez, advertía el economista de Chicago.

“Eventualmente, las ventajas de permitir el pago de órganos se volverían obvias. En ese momento, la gente se preguntará por qué se tardó tanto en adoptar una solución tan obvia y sensata a la escasez de órganos para trasplantes”. Desde esta perspectiva, la creación de un mercado de órganos supondría una mejora bajo el prisma utilitarista, pese a la complejidad moral que es inherente a esta problemática.

Yo soy mi propio dueño y puedo venderme por partes

La justificación libertaria de Milei para establecer un mercado de órganos transita por otro carril. En el fondo, lo que importa es que se respete que soy el amo de mi cuerpo y puedo hacer con él lo que me plazca, independientemente de cuál sea el propósito. Desde su perspectiva, lo que importa no es la maximización de esa entelequia que llamamos bienestar colectivo, ni la eficiencia de los mercados para asignar recursos. Para él lo que importa es que el funcionamiento irrestricto del mercado respeta el derecho natural de ser dueños de nosotros mismos; los mercados son buenos porque respetan la libertad individual. Yo soy dueño de mi cuerpo y tengo libertad para hacer con él lo que quiera, incluso venderlo fraccionadamente.

En sus palabras: “Mi primera propiedad es mi cuerpo. ¿Por qué no voy a poder disponer de mi cuerpo? ¿Acaso el Estado no dispone de mi cuerpo, cuando en realidad me roba más del 50% de lo que genero? O sea, hay un doble estándar: para que el Estado me esclavice, entonces sí, pero si yo quiero disponer de una parte de mi cuerpo por el motivo que fuera, ¿cuál es el problema?”.3

Con lo primero se refería a los impuestos, argumentando que el Estado les “roba” a los ciudadanos más del 50% de lo que generan (“como que te hubiera cortado la mitad del cuerpo”, agrega). Para el libertario, la intervención redistributiva socava la legitimidad de las transacciones voluntarias y viola el derecho de los individuos. En ese sentido, gravar las rentas es una violación de la libertad equivalente al trabajo forzoso. Este es justamente el fundamento moral del libertarismo: yo soy mi propio dueño, y si eso es así, soy el dueño de mi trabajo, y si soy el dueño de mi trabajo, tengo el derecho a quedarme con sus frutos. Como escribió Robert Nozick, al requisar esos frutos el Estado se convierte parcialmente en nuestro “amo”, lo que le da un “derecho de propiedad” sobre nosotros.4

Con lo segundo se refería a la venta de órganos. “Una persona podría vender un brazo si así lo quiere, porque es libre de hacer lo que quiera con su cuerpo”. Y como libertario se quedó corto. Podría haber ido incluso más lejos, como hizo el alemán Bernd-Jurgen Brandes hace más de veinte años cuando accedió a ser devorado por Armin Meiwes, el “caníbal de Rotenburgo”. Según el filósofo estadounidense Michael Sandel, “el canibalismo entre adultos que consienten en practicarlo y padecerlo somete a la más rigurosa de las pruebas el principio libertario de ser el dueño de uno mismo y la idea de justicia que se deriva de él”.5 En definitiva, si quiero vender mi riñón para que un excéntrico coleccionista lo exhiba en la pared, ¿por qué estaría mal? Lo que importa no es el propósito (salvar vidas), es el derecho de disponer de mi propiedad como quiera (la libertad en su sentido negativo). Los impuestos son tan inmorales como las restricciones sobre lo que podemos hacer o dejar de hacer con nuestro cuerpo.

“El problema es por qué todo lo tiene que regular el Estado. Hay estudios de Estados Unidos que dicen que si dejaras esos mercados libres funcionarían muchísimo mejor y tendrías menos problemas”, sentenció Milei.

¿Hay cosas que el dinero no debe comprar? ¿Debe haber mercados para todo?

En el libro Lo que el dinero no puede comprar, Sandel señala que la intromisión de los mercados en todos los aspectos de la vida constituye uno de los hechos más significativos de nuestro tiempo. La expansión de los mercados “hacia esferas de la vida a las que no pertenecen” representa el cambio “más funesto” de las últimas décadas.6 La transición desde una economía de mercado hacia una sociedad de mercado es problemática por al menos dos motivos.

El primer motivo se relaciona con la justicia. En una sociedad desigual, las necesidades y las privaciones de las personas socavan la legitimidad de las transacciones que a priori pueden parecer voluntarias. Por más que los mercados sean libres, los intercambios que promueven pueden no serlo, dado que la necesidad y la pobreza son formas de coerción que erosionan las instituciones basadas en la libre elección. ¿Bajo qué condiciones las relaciones comerciales reflejan libertad de elección y bajo qué condiciones ejercen algún tipo de coacción?

En efecto, la primera objeción a la sociedad de mercado tiene que ver con la desigualdad. Si todo está en venta, si todo tiene un precio, la desigualdad es doblemente trágica para los más desfavorecidos. “No sólo se ha ensanchado la brecha entre ricos y pobres, sino que la mercantilización de todo ha abierto aún más la herida de la desigualdad al hacer que el dinero adquiera más importancia”. ¿Pero qué pasaría en un mundo perfectamente equitativo donde no existieran desigualdades? Según Sandel, aun dentro de esa utopía tendríamos motivos para preocuparnos por la penetración del mercado en todos los ámbitos de la vida.

Es que la segunda preocupación viene de la tendencia corrosiva de los mercados. Cuando le ponemos precio a todo corremos el riesgo de corromper prácticas sociales o bienes que deberían preservarse por su naturaleza superior. Al decidir que algo puede comprarse, argumenta Sandel, decidimos implícitamente si es apropiado tratarlo como mercancía o instrumento de provecho y uso. A diferencia de lo que argumentan muchos economistas, los mercados no son inertes, no sólo asignan recursos escasos a fines múltiples de manera neutra. Por el contrario, los mercados dejan su impronta en las normas sociales, es decir, expresan y promueven actitudes respecto a lo que se intercambia.

Las normas y valores mercantiles pueden desplazar las normas y valores no mercantiles, y los incentivos monetarios pueden desplazar los incentivos intrínsecos, degradando las cosas que son objeto de intercambio. Esta idea introduce una perspectiva adicional a nuestro análisis, que controvierte el abordaje utilitarista y libertario precedente. Siguiendo a Immanuel Kant, debemos distinguir entre lo que tiene precio y lo que tiene dignidad. “Aquello que tiene precio puede ser sustituido por algo equivalente; en cambio, lo que se halla por encima de todo precio y, por tanto, no admite nada equivalente, eso tiene una dignidad”.

Desde este enfoque la moral no pasa por elevar la utilidad social como establecen los utilitaristas, y tampoco pasa únicamente por la libertad irrestricta, como señalan los libertarios; pasa por respetar a las personas como fines en sí mismas. “¿Podemos considerar nuestros cuerpos como propiedades nuestras y usarlos y disponer de ellos como nos plazca, o hay usos de nuestro cuerpo que equivalen a la autodegradación?”, se pregunta el filósofo de Harvard.

Bajo este prisma, hay cosas que se corrompen o degradan al valorarlas como mercancías de cambio y de uso; cosas cuyo valor excede largamente la utilidad que proporcionan a compradores y vendedores. En el fondo, esto es parte de un debate más amplio acerca de los límites morales de los mercados y nos conduce a cuestionarnos sobre las cosas que el dinero no debería poder comprar. Y en este punto debemos hacer una distinción adicional.

Por un lado, hay cosas que el dinero no puede comprar sin destruirlas, sin diluir su esencia. Si el Premio Nobel, que es un galardón honorífico, pudiera comprarse, perdería su valor como recompensa por una contribución científica extraordinaria. Lo mismo pasa con la amistad: no se puede comprar sin diluir su esencia. Como señala Jean Tirole, el economista francés que ganó el Nobel en 2014, la idea de que se pueda comprar una amistad o un premio científico atenta contra las teorías elementales sobre las asimetrías de información: estos bienes “perderían todo su valor si pudieran ser comprados”,7 dado que no podríamos saber si la amistad es real o si el premio honorífico es merecido. En efecto, estas son cosas que el dinero no puede comprar.

Sin embargo, hay cosas que el dinero puede comprar sin destruir su esencia, como un riñón. Por eso hay que distinguir entre las cosas que el dinero puede comprar y las cosas que el dinero puede pero no debería poder comprar. En ese sentido, argumenta Sandel, el mercado podría fomentar un concepto degradante de las personas como un conjunto de partes intercambiables. ¿Existen bienes morales y cívicos que se corrompen al ser objeto de una compraventa? ¿Ponerles precio a las cosas altera su carácter? ¿Los incentivos monetarios son inocuos?

Dos ejemplos: el tiempo y la sangre

Hace un tiempo las guarderías de Israel se enfrentaron con un problema y lo intentaron resolver con la máxima beckeriana de que no hay nada que un buen incentivo económico no pueda solucionar. El problema en cuestión era que los padres llegaban tarde a buscar a sus hijos y eso generaba una molestia para los funcionarios, que debían esperarlos más allá de su horario. La solución, por tanto, fue establecer una multa por las demoras. Pero no fue una solución, porque las demoras aumentaron. ¿Qué fue lo que sucedió? La obligación moral de ser puntual fue sustituida por una relación mercantil, es decir, el incentivo monetario (multa) socavó el incentivo intrínseco (culpa). Establecer un precio cambió las normas.

Un resultado similar se desprende del estudio realizado en los años 70 por el sociólogo Richard Titmuss. Titmuss analizó comparativamente el sistema británico con el sistema utilizado en Estados Unidos para obtener sangre. En el primer caso la sangre provenía enteramente de los donantes voluntarios, mientras que en el segundo una parte procedía de las donaciones gratuitas y otra de los bancos de sangre que la compraban. Según su investigación, el sistema británico funcionaba mejor que el estadounidense. Contrario a la idea de que los mercados son eficientes para solucionar todos los problemas, y que debemos tener fe ciega en los incentivos monetarios, el segundo sistema arrojaba escasez crónica, mayores desperdicios y costos elevados.

Pero ese no era el único problema. El problema mayor era de índole ética y se relacionaba con los dos argumentos que venimos analizando: el de la justicia y el de la corrupción. Primero, el suministro de sangre provenía esencialmente de los más pobres. “De una población humana explotada está surgiendo una nueva clase, la de los suministradores de sangre”, escribió Titmuss. Segundo, hacer de la sangre una mercancía debilitaba el espíritu altruista, erosionaba el sentido de gratuidad y mermaba el sentimiento comunitario. “La comercialización y el lucro han alejado al donante voluntario”, se lamentaba. Y este fenómeno se extendía hacia otras esferas, dado que la “forma en que la sociedad estructura sus instituciones sociales, y particularmente sus sistemas de salud y bienestar, puede alentar o desalentar la parte altruista del ser humano”.

Sobre este tema, Tirole agrega que la perspectiva de una retribución por un acto prosocial (como la donación) “nos hace temer que nuestra aportación sea interpretada como un signo de codicia más que de generosidad”, y que la imagen de comportamiento socialmente responsable que proyectamos a los otros y a nosotros mismos (a través de nuestros actos) quede diluida. En contraste con el postulado económico básico, una recompensa monetaria puede reducir la oferta y una norma mercantil puede desplazar a una no mercantil. En definitiva, ponerle un precio a ciertos bienes o prácticas sociales debilita el altruismo.

El altruismo y otras virtudes: ¿qué economiza el economista?

Esa fue la pregunta que dio título a la conferencia de sir Dennis Robertson, antiguo alumno de Keynes, en 1954. Según él, la economía se ocupa del deseo de obtener ganancias, no de los motivos humanos más nobles. Promover las virtudes, como el altruismo, la benevolencia, la generosidad o la solidaridad “es asunto del predicador, laico o eclesiástico. El papel más humilde y a menudo más ingrato del economista es ayudar hasta donde puede a reducir la tarea del predicador a dimensiones manejables”.

Según esta visión, la noble e ingrata misión del economista es preservar el recurso escaso de la virtud. Al favorecer mecanismos que se apoyen en el interés propio, y no en las consideraciones morales, el economista evita que despilfarremos nuestro escaso reservorio de virtudes. “Si los economistas hacemos bien nuestro trabajo, podemos contribuir enormemente a economizar ese escaso recurso que es el amor”.

Kenneth Arrow, que ganó el Nobel en 1972, se pronunció en un sentido similar. Para él, la comercialización de un bien o una actividad no altera su naturaleza o significado, el dinero no corrompe y las relaciones mercantiles no desplazan a las otras. En otras palabras, comercializar algo que antes no se comercializaba no restringe el rango de opciones, sino que lo amplía. “¿Por qué la creación de un mercado de sangre habría de afectar al altruismo encarnado en la donación de sangre?”, se preguntaba. La sangre es sangre, y servirá para salvar vidas no importa si es donada o vendida.

Pero no sólo eso. La crítica de Arrow iba en línea con la idea de Robertson en el sentido de concebir la virtud desde una perspectiva economicista. El altruismo, la generosidad y el resto de las virtudes son recursos no renovables; el comportamiento ético es una mercancía que debe economizarse. ¿Y qué mejor mecanismo para economizarla que los mercados?

Los mercados, apoyados en el interés propio, nos ayudan a evitar un uso excesivo de ese bien escaso que es la virtud. “Como muchos economistas, no confío demasiado en la sustitución del interés propio por la ética. Pienso que lo mejor para todos es que la exigencia de comportamiento ético se limite a aquellas circunstancias en las que el sistema de precios fracasa. No deseamos derrochar de forma imprudente los recursos escasos de la motivación altruista”.

Y no fue el único. Lawrence Summers, que fue rector de la Universidad de Harvard, argumentó que “la teoría económica puede contribuir al pensamiento sobre cuestiones morales”.8 Todos somos altruistas, pero hasta cierto punto. El altruismo es un bien valioso que hay que preservar, y no hay mejor forma de lograrlo que diseñando un “sistema en el que los deseos de las personas sean satisfechos por individuos que son egoístas y reservar ese altruismo para nuestras familias y amigos, así como para los muchos problemas sociales de este mundo que los mercados no pueden resolver”. Esta concepción económica de la virtud es lo que está detrás del avance de los mercados hacia los ámbitos que tradicionalmente le eran ajenos.

El altruismo y otras virtudes: ¿son músculos o petróleo?

Para cerrar el círculo, y volviendo a Sandel, cabe preguntarse si efectivamente las virtudes son recursos agotables que merman con su uso. Para responder, el filósofo estadounidense recurre a Aristóteles, para quien la virtud es algo que cultivamos con la práctica: “Nos volvemos justos con los actos justos, mesurados con los actos mesurados, valerosos con los actos valerosos”. Las virtudes no son recursos no renovables, como el petróleo. Las virtudes son más bien como los músculos, que se fortalecen con la práctica y languidecen con el sedentarismo. Ese es justamente el problema con una sociedad de mercado: nos achancha. “Para renovar nuestra vida pública necesitamos practicarlas con más energía”.


  1. The Economic Approach to Human Behavior (1976). Gary Becker 

  2. Cash for Kidneys: The Case for a Market for Organs. Gary Becker & Julio J. Elias 

  3. https://www.ambito.com/politica/javier-milei/se-mostro-favor-la-venta-organos-es-un-mercado-mas-n5454111 

  4. https://ladiaria.com.uy/economia/articulo/2021/10/tras-el-velo-de-la-ignorancia-el-liberalismo-de-mercado-el-liberalismo-igualitario-los-paraisos-fiscales-y-los-archivos-de-facebook/ 

  5. Justicia. ¿Hacemos lo que debemos? Michael Sandel (2008) 

  6. Lo que el dinero no puede comprar. Michael Sandel (2012) 

  7. La economía del bien común. Jean Tirole (2016). 

  8. Economics and Moral Questions. Lawrence H. Summers (2003) 

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