En sociedades modernas el esfuerzo importa para el crecimiento y el desarrollo personal y social, a menudo vía inventos o innovaciones en formas de hacer las cosas. Sin embargo, existen estructuras de valores y creencias que desincentivan el esfuerzo, reducen el progreso e inhiben la realización de nuestro potencial.
Hablando de estas cosas con un café de por medio, un amigo me preguntó si conocía el síndrome de la amapola alta. Le dije que no, sin saber que en realidad lo conocía, pero no con ese nombre. Resulta que es una versión de muchas de esas normas sociales: hay que castigar al que sobresale del promedio, al que aspira a más y se esfuerza por ello, a la amapola alta. A nivel personal esta creencia puede resultar aislante, pero lo interesante es que tiene repercusiones que trascienden al individuo, dado que afectan qué tan dispuestos estamos como sociedad a esforzarnos por un futuro mejor. ¿Por qué, si el esfuerzo individual ayuda al progreso y al desarrollo, persisten todavía normas y creencias sociales de este tipo?
Esta es una pregunta que ha interesado a pensadores durante mucho tiempo. Un ejemplo es el antropólogo George Foster, que desarrolló la teoría del bien limitado. Bajo este marco, si todo lo bueno en este mundo se percibe como escaso y objeto de competencia (lo que yo gano lo pierde otro); las amapolas que crecen alto, nutridas por logros y oportunidades que se perciben escasas, deben ser segadas.
Esta creencia influye en cómo se interpreta la competencia en la sociedad: por ejemplo, el World Values Survey (WVS; una encuesta global que releva las creencias sobre múltiples temas) muestra que en Estados Unidos sólo un 2% de la población entiende la competencia como negativa, mientras que en Uruguay esa proporción es del 12%. La competencia a menudo lleva también a mayor esfuerzo (competir por un puesto mejor o tratar de ser un mejor almacén que el de enfrente), y eso puede conducir a mayores ingresos a nivel individual y de la sociedad.
Así, mientras que en Estados Unidos se trabajan 1.765 horas en promedio anualmente, con un retorno de 74 dólares por hora, en Uruguay se trabajan 1.533 horas en promedio, que valen 28 dólares. No siempre los países donde la gente trabaja más son más ricos, y también podría suceder que la gente trabaje más porque las horas se pagan más en promedio. Pero, más allá de eso, la comparación ilustra cómo estas diferencias en las creencias pueden conducir a resultados distintos en materia de esfuerzo y, por esa vía, en la órbita de los ingresos.
Foster propuso entonces que, en entornos caracterizados por una lógica en la que se percibe que lo que uno gana otro necesariamente lo pierde, suelen surgir y propagarse “creencias desmotivantes” que suprimen la ambición, la competencia y el esfuerzo que necesitamos para progresar. Estos entornos y creencias son típicos en comunidades pequeñas y tradicionales donde la finitud de la tierra, los trabajos y las oportunidades hacen que sea socialmente óptimo esforzarse menos (pues obtendrían los mismos resultados con menos esfuerzo).
Por el contrario, en economías desarrolladas esto no es así, dado que el progreso genera valor e impulsa la innovación constante. Sabemos que el petróleo, por ejemplo, es un recurso escaso y objeto de competencia, pero ¿por qué aprendimos a creer que el éxito, los logros y las oportunidades también son de carácter finito en economías con abundancia? ¿Por qué se mantienen o perpetúan esas creencias? El impacto de estas estructuras mentales trasciende a la persona que las sostiene y ha llamado la atención de varios economistas.
De hecho, una investigación económica reciente1 modela matemáticamente ambientes de suma cero à la Foster para evaluar la profundidad de estas creencias desmotivantes y sus efectos sobre el desarrollo económico y sobre el bienestar emocional de la gente. Pero ¿cómo se puede entender la relación entre estas variables en entornos donde lo que uno gana lo pierde otro? Los autores tomaron como ejemplo de un entorno de esas características a la ciudad de Kananga, situada en Congo. La ciudad tiene 1,8 millones de habitantes y es considerada una de las ciudades más grandes que carece de electricidad y agua corriente; su economía exhibe características preindustriales, con calles sin pavimentar y propiedades urbanas con actividades agrícolas y ganaderas.
Esta forma de organizarse económicamente se asocia a entornos de suma cero donde más tierra para el vecino implica menos tierra para uno, donde siempre existe la posibilidad de que te roben la vaca y donde no tiene mucho sentido preocuparse por el futuro. Según la teoría de Foster, las narrativas desmotivantes, como que el éxito no depende del esfuerzo y que la suerte acompaña sólo a individuos selectos, florecen en ambientes como este, es decir, de suma cero.
Entonces, en un primer paso del estudio se le consultó a una muestra de personas hasta qué punto percibían que más oportunidades, ventas o ingresos para una persona implicaban necesariamente menores oportunidades, ventas e ingresos para otra. También se les preguntó por su ingreso y su nivel de felicidad. En esa muestra las creencias desmotivantes no son tan malas en términos de ingresos: el ingreso se maximiza con un nivel promedio de creencias desmotivantes. No obstante, la felicidad decrece cuanto más profundas son estas percepciones. Sentirse mal porque a otro le va mejor desestimula el esfuerzo, inhibe las ansias de superación personal y suaviza la competitividad.
Esto es interesante, pero no explica cómo cambia el bienestar material y subjetivo de quienes tienen (y perpetúan) estas creencias en sociedades con distintos niveles de desarrollo, donde los entornos no son de suma cero. Para abordar esta interrogante, el estudio analizó el WVS y se fijó cómo se percibe la importancia relativa del trabajar duro, el retorno al esfuerzo y la aceptabilidad de recibir ayuda de otros. Los investigadores encuentran que cuando las personas interpretan que su entorno se caracteriza por comportamientos de suma cero se fortalecen narrativas de que el trabajo arduo no conduce al éxito. A nivel social, esto amenaza la meritocracia y promueve la mediocridad. En cuanto al bienestar material individual, se validan las predicciones del modelo, en tanto sociedades en las que predominan pensamientos de escasez reportan menores ingresos, ahorros y logros académicos.
Quizás uno de los factores que hacen que las creencias limitantes lleven a menor desarrollo personal es que encuentran una relación negativa entre creencias limitantes y el potencial de una persona para desarrollarse en roles cognitivamente desafiantes y ejercer como líder de otros. En cuanto al bienestar subjetivo, los autores encuentran que cuando las personas tienen percepciones desestimulantes del impacto de su esfuerzo en su desarrollo personal, experimentan menor felicidad y satisfacción. Por ende, a medida que una sociedad refleja más comportamientos de suma cero y creencias desmotivantes, se espera que el bienestar objetivo y subjetivo de las personas sea significativamente menor.
Si racionalmente entendemos que estas creencias, además de carecer de fundamento para sociedades modernas, son contraproducentes, ¿por qué las perpetuamos? La investigación explica que estas estructuras mentales se fortalecen al rodearnos de personas que las comparten, algo que en economía se conoce como asociación positiva y en redes sociales se manifiesta como “cajas de resonancia”. Pero ¿qué nos dice esto de nuestra vida en sociedad hoy y hacia el futuro? Esto se conecta con la teoría de Foster, que indica que las creencias desmotivantes son nocivas para la innovación y el crecimiento. Para ilustrar esto, analicé el WVS y noté que, aunque en Uruguay un gran porcentaje de la población afirma que el trabajo es una parte “muy importante” de su vida (63,7% versus 35,6% en Estados Unidos), sólo el 21,8% entiende que enseñarles a los niños el valor del esfuerzo es clave, frente al 66,4% en Estados Unidos.
Aunque en el corto plazo ser menos competitivos pueda percibirse como positivo y generar sociedades más empáticas, en el largo plazo desincentiva la generación y acumulación de conocimiento, anclando la economía en un estado de subdesarrollo. En una sociedad que castiga a las amapolas que sobresalen por llamar la atención, las ideas disruptivas que motorizan el progreso y el desarrollo no tienen campo fértil para florecer.
Hoy estamos constantemente al tanto de la vida, los eventos, los logros y los éxitos ajenos. Somos seres accesibles e influenciables. Pero también somos libres y, por lo tanto, responsables de elegir qué creer y cuánto esforzarnos por lo que nos resulta importante. Creer en la abundancia disuelve las connotaciones negativas de la competencia e impulsa el esfuerzo, entendiendo que lo bueno de esta vida está al alcance de todos. Celebrar y agradecer la fortuna del otro como la de uno mismo habla de la fortaleza y la calidad de los lazos que nos unen y nos permiten trascender nuestra individualidad para contribuir a una sociedad con infinito potencial de desarrollo. Dejemos crecer a las amapolas altas.
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Bergeron, A, Carvalho, J-P, Henrich, J, Nunn, N, y Weigel, J (2024). Zero-sum environments, the evolution of effort-suppressing beliefs, and economic development. National Bureau of Economic Research. ↩