Antes de meternos en el lío que sugiere el título, mejor preguntarnos: ¿qué es la informática? La informática es un campo del conocimiento humano tan apasionante como mal definido. ¿Es la ciencia de la computación? ¿Es una de las ramas de la matemática que más ha cambiado al mundo? ¿Es lo que desarrolla el software que calcula modelos físicos de una vastedad y detalle tal que permite pronosticar el clima con una precisión que desafía a las abuelas y los cuñados más escépticos? ¿Es el conjunto de métodos detrás de la ingeniería de verdaderas catedrales algorítmicas construidas por millones de líneas escritas por miles de artesanos de la programación que mantienen nuestras vidas cotidianas andando? ¿Es la maquinaria dentro de los aparatos que reparten a diestra y siniestra las vidas de miles de millones de personas, incluyendo las de sus gatitos? ¿Incluye, acaso, la informática a la antropología de la interacción entre una persona y su teléfono? Incluye todo eso y, por supuesto, mucho más.
Y, ¿qué implica investigar en eso? En las ciencias biológicas, por ejemplo, pueden darse el lujo de cruzarse con un bicho y preguntarse: “¿Y este cómo funciona?”. Lo atrapan, lo cortan en pedacitos, o lo que sea que hacen esos biólogos, descubren algo que nadie sabía y se lo cuentan a todos. Resultan ellos y nos hacen a todos, a la humanidad, un poco más sabios. En la informática lo normal es que el animal no se nos cruce; lo tenemos que hacer nosotros. El bicho que creamos suele ser un algoritmo, es decir, una secuencia de órdenes que puede ejecutar una máquina y que, por lo general, resuelve un problema (aunque a veces sólo hace algo que nos resulta interesante). Después sí, lo cortamos en pedacitos y nos preguntarnos: ¿y este hace lo que queríamos? ¿Lo hace mejor que los otros que había? ¿Lo hace más rapido? ¿Más barato? En el camino, metódicamente, leímos todo lo que se sabía sobre el asunto, en un golpe de inspiración tuvimos una idea, inventamos un montón de versiones de la idea, creamos la matemática y la tecnología necesarias para ponerlas a prueba y, si tuvimos suerte y algo salió bien, lo escribimos y lo publicamos. Que de eso también se trata, de publicar lo que averiguamos para que cualquiera pueda usar lo que descubrimos. Pero esa no es toda la verdad: a veces no hacemos exactamente un algoritmo, a veces hacemos alguna de esas cosas que decíamos al principio, o modelamos matemáticamente algún problema, o construimos un robot, aunque todas, en el fondo, tienen algo que ver con algún algoritmo. Otras cosas nuevas aparecen todo el tiempo en la ingeniería civil, la logística, la biología, la química, el arte, la robótica, la inteligencia artificial, lo que sea. Es que, además, nuestras soluciones se empecinan en crear problemas que antes no había.
Pero ¿por qué hacemos eso acá? Hace 50 años, la Facultad de Ingeniería se ponía, para mantener la costumbre, a la par de cualquier otra escuela de ingenieros del mundo y formaba a sus primeros “computadores universitarios”, apasionados por las herramientas que les permitían a matemáticos, físicos, e ingenieros hacer las mismas cuentas de siempre a una velocidad absurda, almacenar una cantidad de información impensable y repetir tareas con una parsimonia de vértigo. Bueno, tranquilos, era 1968. Igual se creó el Centro de Computación, se compró la computadora más potente jamás instalada en Latinoamérica y se empezaron a resolver problemas que tenía el país, como los cálculos necesarios para optimizar el sistema hidroeléctrico de la cuenca del río Negro o procesar los datos del Censo Nacional en tiempo récord. Después, de golpe, la oscuridad que ya conocemos. Pero entremedio, hace un poco más de 30 años, los mismos apasionados de antes y otros nuevos, a los que la pasión les ayudó a aguantar cosas horribles, tuvieron la visión de asegurar que Uruguay tenía la capacidad de crear software de calidad industrial, y que para eso era necesaria mucha gente que fuera capaz de hacer todo eso que decíamos antes. Pero no había mucha. Además del puñado de apasionados con ganas de volver (es que se habían tenido que ir), había un ya llamado Instituto de Computación (Inco) con alguna gente brillante que sabía que no sabía muchísimas cosas, y había un programa de Naciones Unidas convenciendo al novel gobierno democrático de que para reconstruir el país era necesario desarrollar su capacidad de investigar en ciencias básicas. En 1986 nació el Programa de Desarrollo de las Ciencias Básicas (Pedeciba) y junto a la biología, la química, la física, la matemática y luego las geociencias, se dedicó a promover la investigación en informática.
Bajo el impulso del Inco, de la Facultad de Ingeniería y del Pedeciba se crearon posgrados en informática, primero maestrías y luego doctorados. Porque se supone que las primeras enseñan a investigar y a dominar un área del conocimiento, y los segundos a usar ese conocimiento para crear otro nuevo, algo que nunca nadie, en ninguna parte, ya supiera. Sin embargo, a los estudiantes de esos posgrados los tienen que orientar personas que hayan pasado por la experiencia, y de esos casi no teníamos, tampoco. Así que el Inco envió a un par de decenas de sus docentes a Canadá, Francia, Suecia, y Alemania a doctorarse en informática. Otros se quedaron aguantando un chaparrón de estudiantes de grado que todavía se amontonan de a cientos en los salones del Parque Rodó. Curiosamente, muchos de aquella veintena volvieron. Ellos, los que quedaron, y los nuevos vínculos que permitieron reclutar para la causa a orientadores de todas partes del mundo, hicieron posible formar más y más estudiantes de posgrado desde aquí mismo, con la confianza de hacerlo tan bien como en cualquier parte.
Resulta que 30 años después ya tenemos una centena de magísteres y casi 50 doctores y doctoras en Informática. Resulta que dictamos más de 40 cursos de posgrado cada año. Resulta que hoy hay cerca de 130 estudiantes de posgrado en Informática del Pedeciba. Resulta que toda esa gente que crea conocimiento en Uruguay con la calidad de cualquier universidad del mundo (si no la tuviera no sería investigación), además, les enseña cosas a quienes trabajarán en la industria del software, en la de las comunicaciones, o en la industria de los servicios basados en tecnologías de la información. Algo así como 1.000 nuevos ingresos por año, en universidades públicas y privadas. Ellos mismos también asesoran a empresas públicas, organismos del Estado, ONG y empresas. Todo eso con cuatro chauchas y dos palitos. ¡Lo que haríamos con un presupuesto decente! Lo que haríamos si los gobernantes descubrieran que el producto más importante de la investigación es gente que sabe hacer cosas muy, pero muy bien.
Ah, por absoluta casualidad, 30 años después esas industrias de las que hablábamos facturan más de 1.000 millones de dólares al año, introducen al país más de 300 millones y generan más de 16.000 puestos de trabajo.
Javier Baliosian | Profesor agregado, Instituto de Computación, Facultad de Ingeniería, Udelar. Coordinador del área informática del Pedeciba.