En un mundo en el que es necesario que todos terminen la educación secundaria, se requiere una transformación en el formato, que hasta ahora sigue organizado bajo la lógica del mérito. Que sea compatible estudiar y trabajar, estudiar y ser madre o padre y tener un currículum no asociado estrictamente a asignaturas son algunos de los cambios sobre los que reflexiona Myriam Southwell, investigadora argentina, que asegura que la repetición en secundaria “es un problema universal”.
Southwell es profesora, licenciada en Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de La Plata y doctora de la Universidad de Essex, en Inglaterra. Integra el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas argentino, más conocido como Conicet, y actualmente es la investigadora principal del área Educación de Flacso Argentina. Estuvo esta semana en Montevideo para presentar el libro Historia de la “nueva educación” secundaria en Uruguay (1936-1963). Revistas, docentes y reformas, coordinado por Antonio Romano y publicado por la Comisión Sectorial de Investigación Científica de la Universidad de la República. Sobre la deserción en secundaria, las trayectorias educativas y las formas de apoyarlas conversó con la diaria.
La enseñanza secundaria se creó como preparación para la universidad, pero actualmente es obligatoria para todos, tanto para quienes van a seguir una carrera universitaria como para los que no. ¿La secundaria se transformó para lograr que todos estudien?
Tradicionalmente, la escuela secundaria se constituyó más bien para los sectores que iban a conducir la nación, fuera en el cuerpo público, en el Estado, o en el cuerpo empresarial. Si nos remontamos al siglo XIX, la escuela secundaria fue pensada para los grupos dirigentes. Tanto en Uruguay como en Argentina hay una fuerte presencia de la educación primaria masiva, para el conjunto de la población, pero la educación secundaria estaba más bien destinada para pocos; incluso en sus orígenes estaba centralmente prevista para los varones, y era el circuito que conectaba con la universidad. Ese formato de escuela tuvo una enorme perdurabilidad, y en él fueron cambiando algunas cosas, pero siguió organizado en la lógica de que el mérito ordenaba esa trayectoria: si uno era meritorio continuaba bien la escuela, y si no iba quedando afuera. Eso estaba naturalizado, era como una selección natural que hacía la escuela. Ahora bien, en la medida en que estamos pensando en una educación secundaria que efectivamente sea para todos, que asista a una población mucho mayor, que no es a lo que originariamente estaba destinada, necesariamente tenemos que revisar el formato de la escuela secundaria, que tiene 100 años de vida y que ha ido recibiendo algunos cambios, pero que conserva una matriz que hace que se produzca esa selectividad. Los historiadores de la educación hemos aprendido que la historia de la escuela secundaria es la historia de los sectores medios, no tanto y no sólo porque esas clases medias hayan sido las que mayor provecho sacaron de la escuela, sino porque lograron que la escuela los convirtiera en propios, hiciera universales, convirtiera en sinónimo de escuela la serie de valores, las formas de ver la vida, las formas de posicionarse en el mundo y de concebir la cultura propias de los sectores medios. Entonces, si la escuela va a cubrir a una población más amplia, como debe hacerlo, como lo tiene como imperativo a partir de la obligatoriedad, necesariamente tiene que ser revisada sustantivamente. Que, por ejemplo, ser trabajadores y ser estudiantes no sea incompatible, que ser madre o padre y ser estudiante no sea incompatible, que haya reconocimiento de otras trayectorias culturales por fuera de la escuela...
¿La transformación también tiene que pasar por los contenidos? ¿Por un bachillerato “genérico” que deje de lado los bachilleratos en función de las orientaciones profesionales?
Sí, por lo menos en una forma de flexibilidad. Que un joven, por más que pueda pensar que quiere dedicarse a ser médico en el futuro, además pueda hacer música, arte o acrobacia. Uno circula por un mundo en el que la separación por disciplinas es bastante artificiosa. El mundo no está ordenado así, sino que es el modo que hemos encontrado para conocerlo, pero un ciudadano que circula por distintos mundos, que habla distintos lenguajes y que los conecta sería deseable que pudiera estudiar humanístico y artes, o biológico y algo vinculado con la educación del cuerpo, que pudiera tener esa flexibilidad. Además, algunos países han avanzado en cuestionar esa selección muy temprana de prever a qué me voy a dedicar en la vida adulta. François Dubet, un sociólogo francés, dice que a los jóvenes franceses se los mete en un tubo muy temprano, a los 11 o 12 años, y que una vez que están en el tubo, independientemente de si la decisión fue correcta o no, ya su suerte en algún punto está preestablecida. No hay por qué meterlos en el tubo, sobre todo en una sociedad que ha cambiado tanto. Antes vivíamos en una sociedad que tal vez determinaba más los circuitos y las ocupaciones en las que uno iba a estar. Ahora tenemos una vida que interconecta mundos, profesiones, hay una juventud que vive una vida muy autónoma, que podría tener distintas elecciones en distintos momentos.
El tubo hace más fácil abandonar que volver atrás y empezar de nuevo...
Pasa que en el medio está la vida de los pibes. Unos sociólogos franceses y belgas que solemos seguir trabajan mucho con la idea de que la escuela, en sus orígenes, la skholè griega, fue pensada como un momento para tener tiempo libre. Ese es el significado de skholè, en el sentido de que alguien pueda ser desconectado de su origen para tener un tiempo para estar con otros, en el que producir otros saberes, otros contactos, otras vinculaciones con la cultura que no estén determinadas por su origen, pero que también lo desconecta del después, para que no tenga que estar muy tempranamente conectado con la función del trabajo. Que sea un tiempo en el que conocer de una manera más libre, menos atada a ciertos condicionamientos, y que en definitiva tenga que ver con esa posibilidad de producir tiempo libre para aquellos que no lo tenían. Eso es muy distinto a la lógica de la demanda de la sociedad, de las familias, que quieren inglés cada vez más temprano, informática desde el jardín de infantes, una cosa que condiciona muy rápidamente un aprestamiento para el trabajo. Ser joven es ser otras tantas cosas... dejémoslos también vivir la vida.
¿Qué opinión tenés sobre la tensión entre la enseñanza tradicional en base a disciplinas y los enfoques que apuntan a enseñar en competencias?
La separación por disciplinas suele ser artificiosa, más en el mundo contemporáneo, que ha vuelto a reconectar ciertos saberes para pensar algunos problemas. Poder armar proyectos en torno a problemas y cómo incidir en ellos, y que ahí se conjuguen distintos enfoques, suele ser más productivo que la tendencia a concentrarse en las disciplinas y que haya una compartimentación de saberes que después en la realidad cotidiana no se plasman.
¿Qué pasa con las Tecnologías de la Información y la Comunicación [TIC]? ¿Qué rol podrían cumplir en la educación?
Yo tomo distancia respecto de la idea de que son la panacea; eso también respecto de cualquier saber o metodología. Sin lugar a dudas la tecnología ofrece mejores condiciones para el vínculo pedagógico y para el vínculo con el conocimiento; ahí me parece que está el centro de la cuestión. Efectivamente la mayor posibilidad de acceso a tecnologías y que los jóvenes puedan apropiárselas, que puedan circular más fácilmente, dan inmejorables condiciones para ponerlos a ellos en un lugar de productores de cultura, más que de meramente reproductores. Y eso construye otro vínculo pedagógico: hay un reconocimiento de que ese sujeto no sólo aprende o tiene cosas valiosas adentro de la escuela; se tardó en reconocer que a veces no se leen ciertas cosas en la escuela, pero se están leyendo en otro ámbito por fuera, y allí también hay saberes que se ponen en juego. Reconocerles ese carácter de productores los posiciona de otra manera más activa, más crítica, más autónoma, y eso reconfigura el vínculo pedagógico. Tampoco es una cuestión de adherir casi acríticamente a la idea de nativos digitales; me parece que los adultos tenemos mucho para hacer, no hay que “dejarlos porque saben manejar las tecnologías mejor que nosotros”. Los adultos tenemos allí un lugar para ocupar como guías, para generar alertas, para decir “en la informática los motores de búsqueda no son inocuos, no son neutrales, están atados a redes comerciales, en las que hay intereses económicos de por medio”.
¿Cuál es tu opinión sobre la repetición?
Es un problema universal, y de alguna manera está dando cuenta de que hay que revisar cosas del formato tradicional respecto de que el modo en que la escuela secundaria se organizó supuso que el hecho de que te fuera mal en algunas asignaturas implicaba volver a tener la experiencia –que a veces era volver a repetir la experiencia del fracaso– de todas las disciplinas. Hay un viejo pedagogo argentino, Ernesto Nelson, que era director de una escuela secundaria e inspector, e hizo un plan de reforma para la secundaria en 1915. Y decía: “Es como si al entrar a una biblioteca los pusiéramos a todos frente a un estante y no les permitiéramos pasar al siguiente estante hasta tanto no hubieran terminado la lectura de esos libros de temas inconexos”. Él está diciendo que la escuela hace eso, ya en 1915. Hay un problema del formato que condiciona, ese currículum mosaico que se corresponde en asignaturas. Uno podría prever, ya que todos somos más habilidosos en unas asignaturas que en otras, que podrías hacer énfasis: si yo tengo mayores dificultades en matemática puedo quedarme detenido allí, porque hay saberes que no termino de lograr, pero soy habilidoso en lengua, entonces puedo crecer en ese sentido y no necesariamente quedarme detenido, lo que es vivenciado como una frustración, como una experiencia de fracaso que me hace volver a tener que repetir todo, aun saberes que había logrado de manera satisfactoria. De un tiempo a esta parte, eso está poniendo a casi todos los países a revisar la cuestión de la edad esperable para la escuela, en una determinada cronología igual para todos, y tratando de sostener a quienes tienen mayores dificultades, acompañando esas trayectorias, pudiendo tener un trabajo más enfatizado para algunos alumnos en determinados temas en particular, que tengan un mayor acompañamiento en esos aspectos sin que se descuelguen de la escuela. Eso modifica la temporalidad. A veces hay sobreedad, que es otro de los problemas que suelen estar conectados al de la deserción, pero para prevenir que efectivamente queden fuera se modifican los tiempos previstos, tratando de lograr que el alumno pueda seguir en la escolaridad aun con un tiempo distinto del que estaba previsto inicialmente.
¿Ahí entran en juego los apoyos?
Claro, enormemente. La posibilidad de que los alumnos puedan prosperar en buena medida está condicionada por los regímenes de enseñanza. ¿En qué medida es taxativo que con determinadas asignaturas que no se lograron bien se pierda todo el ciclo escolar? ¿Cuánto puedo darle de otras oportunidades para que pueda dar cuenta de sus saberes de otra manera? ¿En qué medida puedo reconocer saberes que vienen producidos de afuera? Tal vez con un poco más de tiempo, tal vez con más apoyos, tal vez conectando con otras experiencias, pero que les permitan seguir estando dentro de la escuela y aprendiendo, no simplemente por estar. Pero a algunos les lleva más tiempo, a otros les va bien en algunas disciplinas y en otras requieren mayor énfasis. Lo que hagamos es también una manera de posicionarse frente al problema. Las escuelas tradicionales, las primeras de su origen, propedéuticas para la universidad, tenían una deserción muy alta también. Juan Carlos Tedesco, un historiador de la educación, marcaba que había 68% de deserción; sin embargo, eso no era mirado como un problema, porque estaba previsto que lo natural era el desgranamiento a lo largo de los años. El mérito hacía que algunos continuaran y otros fueran quedando afuera, y eso era considerado como natural. Incluso en términos edilicios uno estaba acostumbrado a ver liceos donde había cinco aulas de primer año, cuatro de segundo, y ya para los últimos años iban quedando un par, y con eso era suficiente, y estaba naturalizado. La deserción en sí no es que sea un problema estrictamente nuevo, sino que el modo en que nos paramos frente a eso es distinto. Antes era considerado consecuencia natural de aquel que era o no meritorio, que se adaptaba bien o no a la escuela, lo cual tenía mucho que ver con si era primera generación, segunda o tercera participando en ese dispositivo cultural, que tiene características peculiares, de cuánto podían acompañar las familias, etcétera. En cambio, en la medida en que tenemos el imperativo de que efectivamente todos y todas estén en la escuela, aquello que es de larga data empieza a ser un problema, y los estados están buscando los modos de intervenir.
¿Cómo se transitan todas estas transformaciones que debe encarar la enseñanza secundaria? Porque también implican cambios en las condiciones laborales para los docentes, su forma de evaluar, su forma de enseñar...
Uno estudia para ser profesor y después de una disciplina específica, pero lo que no se quita nunca de la profesión, ese buscar conectar con ese otro, buscar esa invitación implícita a que el otro se quiera avenir a participar en un patrimonio cultural compartido. Invitar una y mil veces a que pueda reconectarse con esa cultura, en el sentido más amplio que podamos darle, es parte sustantiva del oficio. Yo no soy la matemática, la historia o la geografía, sino que soy profesor de, entonces hay una búsqueda por enlazar a ese otro, tratar de conectarlo; en pedagogía decimos que lo normal es que el otro se resista, porque es un modo de mostrarnos que es un otro, que no es una prolongación de nuestra voluntad. Entonces esa búsqueda por generar un puente, para que el otro considere que algo es valioso, convertirse uno mismo en un ejemplo favorable de estar participando en ese patrimonio cultural, ahí hay un “hacer profesor”, y no tiene que ver con que uno se convierta ahora en psicólogo además de en profesor de Biología; es ponerse en el lugar de profesor: mirar al otro, inventar, tratar de pensar en qué cosas hizo la escuela con nosotros para que siguiéramos participando, qué profesor ahí suscitó un interés especial, hacer esa búsqueda. Ponerse a disposición. A veces puede ser incluso más formativo en el largo plazo, más constructivo del vínculo, correr un poco el contenido estrictamente curricular para ver qué pasa ahí: ¿por qué no te interesa?, ¿por qué no conectás? Y una vez que se puede tramar ese vínculo, tenemos una carrada de contenidos para poner de manera disponible. Incluso, muchas veces, cuando enseñamos nuestros saberes específicos los terminamos cosificando, también por la preocupación disciplinar, y eso les quita potencia. Quiero decir: uno enseña de manera mecanicista la revolución industrial y muchas veces no logra impactar significativamente en quienes escuchan. Ahora, si uno pudiera transmitir que ese proceso generó una transformación que cambió el mundo, que transformó la vida de las personas, que eso generó como consecuencia el armado de otras sociedades... ahí hay algo que estoy poniendo en juego y es el sentido emancipador del conocimiento, porque estoy pudiendo entender cómo la sociedad pasó a organizarse de otra manera. Si no le quito toda posibilidad disruptiva al conocimiento, toda posibilidad transformadora. Cuando transmito un saber, sea de la matemática, de la geografía o de cualquier disciplina, estoy teniendo que poder transmitir cómo las sociedades transformaron el mundo. El conocimiento tiene un carácter transformador que invita a más, que hace sentir que vale la pena entrar en diálogo.