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Enseñar a leer y a escribir

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Reflexiones al salir de una ceremonia de graduación (tercera parte)

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Dos cuadernos de cien hojas / un lápiz con la punta afilada / una mochila de consejos / un niño en el camino. (Abbas Kiarostami)

1.

La filósofa francesa Simone Weil viajó a España, con sus padres y una amiga, en el verano de 1933. En Barcelona asistió a un espectáculo de cabaré donde hombres travestidos de mujeres cantaban y bailaban. Al salir del local, ya de madrugada, fue con su amiga a dar un paseo en uno de esos barquitos que dan la vuelta al puerto.

El barquero, un viejo anarquista, les contó de la insurrección de 1909 contra la guerra de Marruecos (la famosa Semana Trágica), de las quemas de iglesias, de los curas y los frailes “huyendo y escondiéndose como ratas”, mientras miraban a las ratas de verdad que corrían por las escolleras. Cuando Simone Weil preguntó qué es lo que tenían en contra de los curas, para perseguirlos de esa manera, el barquero contestó: “No nos enseñaron a leer, como era su obligación”.

La iglesia se había arrogado la tutela de los niños y de los jóvenes, pero el reproche no fue la represión moral o sexual, que enseñara el conformismo social y político, o que fuera una escuela disciplinaria, autoritaria, opresora, sexista o clasista. El reproche fue que no hubiera enseñado a leer, y por eso sus representantes merecían castigo.

Es posible que el barquero después les contara de la represión que siguió a la revuelta, del fusilamiento del pedagogo Francisco Ferrer y Guardia, del cierre de las pocas escuelas no religiosas que había en la ciudad; de que había sido necesaria una revolución para que las escuelas, por fin laicas y republicanas, comenzaran a cumplir con su obligación.

Como si el enseñar a leer y a escribir hubiera sido, quizá desde la invención misma de la escuela, uno de los criterios fundamentales para determinar si una escuela lo es de verdad. Hija como es, según Jacques Rancière, de la igualdad y del tiempo libre; pero hija también, o hermana, del alfabeto y de la alfabetización.

Y tal vez no esté de más recordarlo ahora, en estos tiempos de confusión pedagógica, porque una institución necesita saber lo que es para serlo y, de cuando en cuando, tiene que recordarse a sí misma cuál es su razón de ser, para que no se olvide de sí misma o, al menos, para que no deje de pensar, una y otra vez en cuáles son sus principios o sus fundamentos.

Porque a lo mejor la escuela que dimite de la obligación de enseñar a leer y a escribir, o la que subordina la alfabetización a otra cosa, lo que hace es traicionar el corazón mismo de la escuela (pública, laica y democrática), su identidad, una de las cosas que hacen que sea lo que es.

2.

Días después de esa ceremonia de graduación cuyos efectos contamos en anteriores entregas (ver “Hacerlo lo mejor posible” y “Lecciones escolares de igualdad”), y todavía bajo el influjo de la experiencia de escolarización de Ngugi wa Thiong’o, pensamos que lo que el escritor keniata desarrolla en sus memorias no es otra cosa que su paso por una escuela, por un liceo y por una universidad que sí le enseñaron a leer (y a escribir), que sí que cumplieron con su obligación, aunque fueran la escuela, el liceo y la universidad coloniales, y sólo por eso ya les está agradecido.

De hecho, para Thiong’o, escuela y alfabetización son todavía indistinguibles. La escuela a la que le da las gracias significa la escuela “que me enseñó a leer” y, en alguna ocasión, “la que me abrió los ojos”. Como si haber ido a una escuela que enseña a leer y escribir implicara una manera distinta de estar en el lenguaje y, al mismo tiempo, una manera diferente de percibir el mundo y de estar en el mundo.

3.

Recordando su escolarización primaria, esa que le exigía correr cada día 10 kilómetros, sin parar, para no llegar tarde a clase, y en la que muchos días no podía almorzar, cuenta Thiong’o del primer libro que pudo leer por su propia cuenta. Estaba escrito en Kikuyu, compuesto de “pasajes largos y exentos de ilustraciones”, y en él descubrió la musicalidad de la lengua, independientemente de su contenido o, como él mismo dice, que “las palabras escritas también pueden cantar”. Siempre, naturalmente, que les prestemos nuestra propia voz, aunque sea esa voz silenciosa que suena dentro de nosotros cuando leemos, es decir, cuando nos afinamos o nos sintonizamos con una voz ajena y seguimos su ritmo y su melodía.

El segundo libro fue un ejemplar del Antiguo Testamento, también en su lengua materna, que no leyó como un libro religioso, sino como una serie de historias extraordinarias y maravillosas. El libro dice:

Es capaz de contarme historias cuando estoy solo, ya sea de día o de noche. No tengo que esperar a las sesiones en casa de Wangari para escuchar un relato. Leo en todas partes, a cualquier hora. Los personajes bíblicos se convierten en mis compañeros.

Las historias que más le interesaron fueron la de David, el guerrero poeta, el que venció al gigante, pero también sabía tocar la flauta y tañer la lira (que le recordó a su hermano guerrillero). O la de Jonás tragado por una ballena y devuelto luego, ileso, a la orilla (que le hace tener esperanzas de que los tiempos pueden cambiar, sin dejar demasiadas heridas). O la de Daniel saliendo indemne del foso de los leones. O la de Josué tocando un cuerno capaz de derribar los muros de Jericó.

También está el recuerdo de su profesor de inglés. Los libros que leían en su clase eran historias de niños que vivían en Oxford y que visitaban los monumentos de Londres, muy alejadas del mundo de Thiong’o. Sin embargo:

El señor Kibicho tenía la virtud de apartarse de aquellos textos para citar numerosos ejemplos de la vida cotidiana de nuestro entorno inmediato. Además, era un excelente profesor de gramática. Gracias a él comprendí la estructura de la lengua inglesa y aprendí a alternar frases sencillas y complejas, así como a construir una frase de complejidad creciente partiendo de otra sencilla. Ir de lo simple a lo complejo, un punto de vista que me acompañaría para siempre.

Además, el profesor tenía una biblioteca personal y le prestaba libros, entre ellos dos que lo acompañaron toda la vida: Grandes esperanzas, de Charles Dickens, y La isla del tesoro, de Robert Louis Stevenson.

4.

¿Qué nos dice Thiong’o de esa escuela primaria que le enseñó a leer? Algunas cosas obvias, mil veces repetidas, pero que no podemos cansarnos de recordar.

La primera, que la oralidad está ligada a un espacio y a un tiempo, pero el libro no. Que las palabras escritas ruedan errantes, de aquí para allá, apareciendo a cualquier hora y en cualquier sitio, siempre que el lector abre las páginas del libro y empieza a leer.

La segunda, que toda lectura es traducción, interpretación, resignificación, y por eso no puede controlarse. Las historias esenciales dicen, cada vez, cosas distintas. La historia de un niño que derrota a un monstruo, por ejemplo, está presente en muchas culturas, como también relatos en que la valentía triunfa a pesar de todo. O cuentos que dicen que los ogros, los dragones, los monstruos y los gigantes existen en formas muy diversas, sí, pero que también dicen que no son invencibles y que pueden ser derrotados.

La tercera, que tanto el alfabeto como la gramática permiten poner la lengua a distancia, oírla en su musicalidad (las letras también cantan) y verla en su estructura (en la gramática). Mirarla y admirarla tanto en su fuerza como en su complejidad. Porque la lengua, en la escuela, no sólo está alfabetizada, sino también gramatizada, es decir, descompuesta en los elementos que la constituyen, y por eso se puede estudiar. La escuela no sólo enseña la lengua, sino que, gracias al alfabeto y a la gramática, la dispone para que sea estudiada.

La cuarta, la relación entre lenguaje y pensamiento. Porque uno de los síntomas de la degradación de la lengua en esta época es la imposibilidad no sólo de escribir, sino también de leer, frases largas. Esto no es cualquier cosa, porque la complejidad de la lengua es reflejo de la complejidad del mundo. Y reflejo también de la complejidad del pensamiento. Todos los profesores saben, desde sus antepasados griegos, que un decir justo es signo de un pensar justo o, dicho de otro modo, que sólo se piensa bien lo que se dice bien. Y saben también que las cosas más complejas sólo se pueden pensar escribiéndolas.

5.

Ya en la escuela secundaria, la primera visita a la biblioteca le dejó clavado en el umbral:

Fascinado ante la visión de un sinfín de estantes repletos de libros en un edificio dedicado única y exclusivamente a la lectura […]. Me costaba creer que pudiera entrar sin más, llevarme varios volúmenes prestados, devolverlos y volver a por más siempre que me apeteciera. Juré leer todos los libros de la biblioteca escolar.

Enseguida descubrió que la mayoría de los libros eran hazañas de soldados imperialistas, en general despectivas ante la población india o africana, y con todos los estereotipos del África salvaje como telón de fondo:

En vano busqué textos con los que pudiera identificarme plenamente. Ya no estaba seguro de querer leer todos los libros de la biblioteca. Me volví más exigente a la hora de elegir. Mi propio despertar, así como los libros que estudiaba en clase, determinaban lo que esperaba encontrar en cuanto a la profundidad y complejidad de los personajes, la temática y el argumento.

Como si el aprendizaje de lo que valía la pena leer (y por qué) se debiera, por un lado, al despertar de su propia sensibilidad, claro, pero también al rigor con el que los libros se estudiaban en clase. Porque los libros, en la escuela, no sólo se leen, sino que se estudian, se comentan, se analizan y se discuten. Además, enseguida empezó a darse cuenta de que en la biblioteca había otro tipo de libros:

Que trascendían su tiempo e incluso a sus autores […]. Los que compartían una cualidad mágica con los relatos orales con los que me había criado: se renovaban cada vez que alguien los leía o contaba en voz alta.

Hasta que un buen día leyó Infancia, adolescencia y juventud, de León Tolstoi, y sintió:

Un anhelo que nunca hasta entonces había experimentado, o por lo menos no con tanta intensidad: quería escribir sobre mi propia infancia.

Fue así como escribió su primer texto con pretensiones literarias y lo envió a la revista de la escuela. Y resolvió con ello una discusión que tenía con un amigo, desde que eran muy niños, que tenía que ver con si era o no necesario un permiso de las autoridades para escribir. La escritura les parecía también un signo de poder y, como tal, pensaban que estaba reservada a los poderosos o, al menos, a los que tenían el permiso de los poderosos. Pero la escuela, al fin, les había enseñado que cualquiera puede escribir. Siempre, naturalmente, que se esfuerce lo suficiente. Porque la escritura, como la escuela, es generosa, pero también exigente.

6.

El tercer libro de las memorias de Thiong’o, Nace un tejedor de sueños, cuenta su paso por la Universidad de Makerere, en Uganda, filial de la Universidad de Londres, concretamente por el Departamento de Lengua Inglesa, el que “representaba a la lengua del poder en la colonia”.

Nada más llegar, todos los nuevos alumnos tuvieron que hacer un juramento cuya primera frase era “prometo buscar la verdad”. El nuevo estudiante se tomó en serio el juramento, y pensó en cuál podría ser la naturaleza de esa verdad universitaria.

Tiempo después, aún en la universidad, comenzó a entenderla al modo aristotélico, como una tarea colectiva y siempre provisional. No como la verdad colonial, o la verdad religiosa, o la verdad dogmática e imperativa de la escuela primaria, sino como “el derecho de cada uno a formular preguntas y a contribuir a un bagaje común de conocimientos”. Porque la búsqueda de la verdad necesita preguntas y, sobre todo, necesita compañía. También, desde luego, la que se encuentra en los libros.

Thiong’o cuenta de censuras a los libros que criticaban a los funcionarios británicos, de profesores con posiciones claramente supremacistas, de estudios con evidente sesgo colonial, de las ambiciones e hipocresías propias del medio universitario. Sin embargo, algunos profesores, no todos, pero sí los suficientes:

Parecían apoyar la búsqueda de la verdad a la que habíamos prometido consagrarnos. Nos animaban a desarrollar nuestros propios puntos de vista en vez de regurgitar los suyos o reproducir fielmente lo que leíamos en los libros. Esa era la diferencia entre la escuela secundaria y la universidad, argumentaban. En la escuela te lo daban todo masticado; en la facultad tenías que aprender a masticar por tu cuenta. Pero yo no necesitaba esos sermones. Me tomaba en serio el juramento, que influía en mi actitud hacia los libros y las clases. En el fondo, ese juramento no era sino una reformulación de aquella pregunta de mi madre: ¿lo has hecho lo mejor que podías? Pero ahora había jurado perseguir un ideal, buscar la verdad y seguirla allá donde me llevara.

Además, quizás para contrarrestar la mediocridad de muchas de las clases, la universidad fomentaba la creación de grupos de estudio entre los propios alumnos, fuera del horario lectivo, donde se presentaban y se discutían temas partiendo de un texto común. Con todo ello:

El juramento de Makerere me interpelaba de un modo claro e inequívoco: buscar la verdad. Esa era la misión que me había comprometido a cumplir, la razón por la que estaba en la universidad. No podía cambiar a quienes ejercían el poder, pero podía plantarles cara.

7.

Tal como se recrudecía la guerra colonial, los textos que se discutían en la universidad eran cada vez más insoportables. ¿Cómo plantarles cara? Desde luego, con la búsqueda de la verdad a la que la universidad le había hecho comprometerse, y con las armas que la propia universidad le había dado, la lectura y la escritura:

En gran medida, gracias a mis estudios, podía leer la palabra escrita no como un caballo regalado, sino como uno cuya dentadura pedía a gritos un repaso crítico […]. ¿Cómo se las arregla un estudiante colonial para sobrevivir al bombardeo diario de una visión condescendiente de su propia historia y su propio ser? Por suerte para mí, me encantaba leer. Los libros pueden iluminarnos o sumirnos en la ignorancia, pero al menos nos permiten compararlos entre sí. Makerere me enseñó a valorar aún más la lectura, y su rica biblioteca se convirtió en mi segunda residencia.

La biblioteca le enseñó que el mejor antídoto contra un libro es otro libro. Fue en la “rica biblioteca” de la universidad, y con la ayuda de algunos de sus profesores, donde encontró los argumentos para plantarle cara a su propia educación colonial. Y fueron tres profesores de la universidad “que se tomaban en serio la emergente literatura africana” los que le descubrieron a los escritores antillanos de “Negritud”, cuya poesía le hizo:

Ver mi rostro por primera vez en un espejo en el que hasta entonces sólo había visto reflejados rostros ajenos.

8.

Cuando Thiong’o se preguntó cómo nació el escritor “que llevaba dentro”, y volvió la vista atrás, destacó (y agradeció) varias cosas.

Los relatos escuchados en la choza de su madre.

Las historias leídas en el Antiguo Testamento.

El momento en que descubrió con asombro, en la escuela primaria, “que las marcas de tiza sobre la pizarra, o las marcas del lápiz sobre el papel, eran capaces de evocar imágenes que aunaban el poder de la honda y de la cuerda” (de la honda con la que David derrotó a Goliat, y de la cuerda de la lira con la que consolaba al rey Saúl), como si las líneas de la escritura también fueran hilos tensadas.

Cuando descubrió, también con asombro, leyendo a Stevenson y a Dickens (por recomendación de uno de sus profesores), que “podía viajar a tierras y mares lejanos, a eras pasadas, cómodamente arrellanado en el reducto rural de mi aldea”.

Cuando su abuelo materno le convirtió en escriba, le dictaba cartas “y luego me hacía leerlas en voz alta una y otra vez hasta dar con el tono, las palabras y las metáforas que buscaba”.

Cuando descubrió, en la biblioteca de la escuela secundaria, que los africanos también podían escribir y, además, pudo leer a las Brontë y a Tolstoi, que se convirtieron en sus primeros modelos literarios.

Cuando aprendió, en sus primeros trabajos como animador cultural y como profesor, que escribir era actuar “movido por la llamada de la comunidad”, y no sólo “responder por escrito a un desafío personal”, algo así como la responsabilidad política y social de su escritura.

Cuando prestó juramento en Makerere y se comprometió “a toda una vida de búsqueda”.

Cuando un estudiante de su mismo departamento le contó que uno de los profesores (con ideología colonial más intransigente) había leído sus trabajos en clase para ponerlos como ejemplo.

Cuando un escritor y editor consagrado lo trató de igual a igual, leyó sus borradores y se dispuso a trabajar con él para mejorar el texto.

Cuando vio que la escritura es compromiso, pero también disciplina y esfuerzo, y que toda la historia de su llegar a ser escritor, la que cuenta en los tres tomos de sus memorias, no había sido otra cosa que mantenerse fiel a dos promesas fundamentales, la que le había hecho a su madre, para poder ir a la escuela, de hacerlo lo mejor posible, y la que le había hecho a la universidad, el mismo día de su llegada, de buscar la verdad.

9.

La decisión de escribir una novela y, simultáneamente, la revelación del asunto sobre el que escribir, le vinieron, primero, del recuerdo de una canción, muy parecida a la que recordaba de la escuela primaria:

Padre, madre, / en los tiempos de nuestros ancestros / os pediría vacas y cabras. / Hoy os ruego que me mandéis a la escuela. / Los héroes de antaño pedían lanzas para defender su tierra, / los héroes de hoy reclaman papel y pluma para salvarla, / por eso os ruego que me mandéis a la escuela.

10.

Además, al escuchar una conferencia de un sociólogo africano en la que apareció la palabra “educación”, le vinieron en cascada los recuerdos:

La caminata diaria de varios kilómetros hacia la escuela primaria; los profesores que no podían permitirse vestir mejor que algunos de sus alumnos y que también iban a pie desde su casa hasta la escuela, salvo los escasos y afortunados dueños de una vieja bicicleta; los edificios con goteras en el tejado; los terratenientes que cedían una parte de sus propiedades para levantar una escuela en aras del bien común; y sí, hombres y mujeres corrientes que se rascaban los bolsillos, que donaban gallinas, cabras, vacas, cualquier cosa con tal de pagar a los profesores, sufragar nuevos edificios o comprar material escolar. En algunas escuelas los alumnos fabricaban los escritorios y las sillas en la asignatura de carpintería. Un sacrificio colectivo para crear nuestro espacio del saber.

Y un poco más adelante:

De pronto lo vi con toda claridad: la dedicación, la voluntad colectiva. Sobre eso quería escribir. La obsesión colectiva por la educación, el sueño colectivo de un futuro digno. Quería contar cómo empezó todo, cómo nació esa lucha por la escuela. El profesor descalzo ocupaba el centro de ese sueño. Él era el intérprete del mundo, el que lo acercaba a la gente, el profeta del mañana.

Un profesor que imaginó con el nombre de un guerrero legendario, pero sosteniendo una pluma en lugar de una lanza; con lo que completó, con una tercera palabra, el nombre del ejército en el que luchaba su hermano:

Tierra, libertad y educación eran los principales argumentos políticos en el tiempo que siguió a la derrota de los africanos y la llegada de los colonos y misioneros blancos.

11.

Aún en la universidad, cuando comenzó a escribir en la prensa, sus artículos testimoniaban su “fe en la educación, el arte, la literatura y el teatro como pilares fundamentales de la nueva África emergente”; su “compromiso”, que no se avergüenza en llamar “humanista”, con la cultura y con la lengua; y, sobre todo, su preocupación por el que será uno de sus temas fundamentales de militancia y reflexión, la situación minorizada de las lenguas africanas.

Si los escritores africanos se sienten obligados a expresarse en una lengua ajena, no es porque sus lenguas sean inferiores al francés o al inglés, sino porque:

El estudio de las lenguas autóctonas, sobre todo en la enseñanza secundaria, brilla por su ausencia.

Se trata de cultivar las lenguas autóctonas, claro, pero de un modo en que puedan ser estudiadas. No sólo usadas, sino estudiadas, es decir, alfabetizadas y gramatizadas, escritas. Porque:

No creo ni por un segundo que podamos llegar a ser una nación digna de ese nombre sin una lengua propia a través de la cual expresar nuestros anhelos colectivos y nuestro crecimiento espiritual.

Una lengua, además, a la que puedan traducirse, idealmente, todas las demás lenguas. Porque es la traducción la que forma y enriquece la lengua natal, y porque no hay apropiación de lo propio y lo próximo que no pase por lo ajeno y lo distante.

12.

Nuestra conclusión fue que una escuela que enseña a leer y a escribir, tal como la cuenta Thiong’o, es en sí misma emancipadora, aunque no quiera serlo, por la potencia misma del alfabeto.

La escuela alfabetizadora, pensamos, es un medio que desborda cualquier finalidad (y por eso es mucho más que un medio), un instrumento cuyos efectos trascienden siempre sus intenciones (y por eso es mucho más que un instrumento). Algo así como las actividades que son un fin en sí mismas, que son su propia finalidad, y son por eso actividades libres y no esclavas, no serviles, no instrumentales, no subordinadas a otra cosa. Simplemente porque aumentan la potencia de quien las hace. Porque amplían sus posibilidades de ser. Porque enriquecen su mundo. Porque son susceptibles de usos siempre distintos y nuevos. Como si la alfabetización, cuando lo es de verdad, crease sus propios efectos, y los crease indeterminados e innumerables.

Por eso no sólo merecen castigo los que no enseñan a leer, sino también los que instrumentalizan la alfabetización convirtiéndola, por ejemplo, en competencias de comprensión y de expresión o, lo que es lo mismo, los que creen que la escritura no es otra cosa que una herramienta de comunicación.

13.

Y dejamos para otro día, y para otra conversación, que es eso de una alfabetización “de verdad”, aunque seguramente se parecerá mucho a la que cuenta Thiong’o de la escuela colonial, a la que tenía en mente el barquero anarquista que odiaba a los curas por no haber enseñado a leer a los niños de los que eran responsables, a la que se dirige el niño que camina con una mochila en la que hay un cuaderno y un lápiz; y a la que estábamos honrando nosotros con nuestros discursos a sus egresados cuando insistíamos en que ir a la escuela es una exigencia, una responsabilidad y, por qué no decirlo, un regalo y un privilegio de los que, sin embargo, hay que estar a la altura. Por ejemplo: haciéndolo lo mejor posible y orientándose hacia una verdad que no es otra cosa que el empecinamiento en las preguntas y el esfuerzo por el conocimiento compartido.

Jorge Larrosa y Soledad Poggio Bousses son profesores.

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