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María Elba González, lideresa campesina de El Salvador: “Sobreviví a la guerra, pero perdí el sentimiento de llorar”

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Las Bravas | Con la referente campesina de San Marcos Lempa, departamento de Usulután, voz de la Asociación Agropecuaria “Mujeres Produciendo en la Tierra”.

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La tapa de la última edición de la icónica revista Time, del 29 de agosto, es sobre El Salvador, o no: sobre su presidente. El presidente que tiene un tributo, su foto y su imagen ni bien se llega al aeropuerto de un país que no formaba parte de las tapas de los diarios y revistas más importantes del mundo y que hoy se nombra, se cuenta –se idolatra o se crítica– no tanto por El Salvador, sino porque se exporta la idea de líderes autoritarios que puedan mantener el control con mano dura, democracias irregulares y apoyo popular.

“Cómo el ‘Puño de Hierro’ de Nayib Bukele ha transformado a El Salvador” es el título de la tapa que el presidente tuitero comparte en X junto a un análisis de por qué su imagen impone poder y liderazgo. Es la época del gobierno de los egos y de las constituciones encajadas a gusto. El Salvador es un país en el que se paga en dólares, se transpira en sudor y los aviones europeos lo promocionan como un sitio turístico que ya está vacante para gentrificarse. Hay playas en zonas olvidadas en donde el agua se vende en las ventanas con envase de sachet y la basura tapona la llegada al mar entre casas que parecen derrumbarse y en las que no llega la mano dura que alce las paredes y endurezca los techos. Hay otras playas en donde se ofrece menú de huevos y aguacate y zona liberada de pandillas.

En la primera línea, Time lo define como “el jefe de Estado más popular del mundo”. Las periodistas salvadoreñas no le agradecerían el favor a la revista norteamericana cuyos periodistas no podrían trabajar si vivieran en El Salvador, y no en Estados Unidos, por las amenazas, expulsiones, espionaje clandestino y posibilidad de encarcelamiento sin juicio previo. La revista cuenta que Bukele era publicista y que se define como “el dictador más cool del mundo”. Bukele dice que es el país más seguro del mundo. Y seguramente es mucho decir.

Pero en América Central, donde la gente no podía salir a la puerta de su casa por miedo a los tiroteos, moverse sin que un narco lo apunte para que lleve o traiga lo que le digan o caminar sin sentirse entregado, el cambio le dio respaldo en un sector de la sociedad y ya va por su segundo mandato.

El machismo no es sólo presidencial, también es periodístico: “El Salvador ahora se promociona como la ‘tierra del surf, los volcanes y el café’, alberga eventos internacionales como el certamen de Miss Universo y atrae a turistas y entusiastas de las criptomonedas a enclaves costeros como ‘Bitcoin Beach’”, describe Time como en un folleto de promoción. No son Miss Universo, ni cripto-bro, ni surfistas gringos los que van a dar la talla con la libertad de las mujeres. Menos con un presidente que prohibió lo que llama “ideología de género” en las escuelas y que es, simplemente, educación sexual.

El Salvador no es Bukele, aunque sea su presidente; está lleno de mujeres campesinas que luchan hace décadas por la tierra de esa tierra de café, mar con piedras negras y comida sabrosa entre murales que respiran colores a contraluz de las sombras. Pero sin entender la historia de El Salvador, sin ir más allá del cuadro y la publicidad de las redes sociales, es incomprensible leer –desde las profundidades de la tierra en donde se desayuna plátano, huevos, arroz, para cosechar el cacao, amasar el maíz o rellenar pupusas– una tierra que está atravesada por la guerra y por el machismo de todos los bandos.

Por eso, fuera de trajes, del marco, de los titulares y de las redes sociales, María Elba González, lideresa campesina de San Marcos Lempa, en Usulután, y voz de la organización Asociación Agropecuaria Mujeres Produciendo en la Tierra, habla desde un sol que no da tregua, con una experiencia que la cobija y una historia que la resquebraja, habla y escuchándola a ella salen de la tumba los cuerpos del entierro de las reivindicaciones y el dolor que deriva en sociedades asfixiadas que eligen sin elección, pero que pueden cultivar otras formas de reconstruirse.

“En El Salvador somos, sobre todo, de maíz y frijol. Es nuestra cultura”, grafica. Y detalla también que hay maicilo o sorgo (para darles de comer a las gallinas o a los cerdos) y que es un maicito muy finito. La cosa se pone poética y al maíz se le dice mazorca y al maicillo bellota. La tierra no es de las que la trabajan, pero 27,3% de los hogares rurales está a cargo de mujeres, mujeres y madres como ella, que crio a tres hijos con una tragedia a cuestas. Elba no sabía leer ni escribir –aprendió a los 30 años y hoy tiene 65– y tampoco sabía llorar porque el dolor por los arrebatos se le multiplicaba tanto que no podía volcar en lágrimas todo lo que le faltaba. “Me tocó sufrir la lucha amarga de la guerra”, anuncia. Y escucharla es esencial si el presente no se quiere leer sólo desde la cáscara.

¿Cómo empieza tu lucha?

La lucha surge a partir del conflicto armado: cuando los grupos, que se denominaban Fuerzas Populares de Liberación Farabundo Martí y el Frente de Acción Popular Unificada, distintas guerrillas, comenzaron a organizarse, de 1976 en adelante.

¿Cómo fue la guerra para las mujeres?

Lo más duro de la guerra fue del 80 al 90, hasta que se firmaron los acuerdos de paz. Pero fue una vida dura para las mujeres porque nos quedamos en las casas cuidando a los hijos, a los adultos mayores, a las personas que no se podían valer por sí mismas, y cuando se agravó más la situación nos quedamos solas. A mí me tocó perder a mi compañero de vida, José Santiago Nieto, de 20 años, a mi hermano, Juan Gilberto González, de 12, y a mi hermana, Francisca Milagro González, de 15. Me quedaron dos hijos, una niña de seis años y un niño de cinco meses. El sufrimiento era estar dentro del régimen, que es muy parecido al de ahora, sólo que, en ese tiempo, era bien duro perder los sentimientos porque hay un momento decisivo, cuando se hacían las matanzas y caía un familiar, que tuve que reconocer a mi compañero de vida, a un hermano, a una hermana, hechos pedazos en el suelo, y no podía llorar, no podía decir “es mi familia”, porque en ese momento una toma la decisión de vivir o morir. Mueres por los muertos o vives por los vivos. Yo tenía a mis hijos y tuve que hacer un corazón duro como de piedra y no llorar. Absorbí todo ese pesar, ese luto, y mi familia quedó enterrada en el campo, en el monte directamente, como animales. Sobreviví a la guerra, pero perdí el sentimiento de llorar.

Yo tenía 20 años y todo duele. El silencio duele. El grito duele. El parto duele. Todo duele. Pero el mayor dolor es perder la familia. Las cosas materiales se vuelven a hacer. Pero la familia no se recupera nunca. No se me borra ni la hora en la que murieron ni el día: era un martes a las cinco de la tarde. Está grabado en el disco duro.

¿Cómo fue sobrevivir con ese dolor?

Quedé como un despojo humano: no me importaba la vida, no me importaba nada, como un vegetal. Pero me ayudó la organización de la Confederación de Federaciones de la Reforma Agraria de El Salvador, que invitó a las mujeres a organizarse dentro de la cooperativa con talleres de formación. Se formó un comité nacional de mujeres cooperativistas desde el 94 hasta 2007. Luego nosotras formamos la idea con las demás [de] si queríamos ser legales como mujeres y sometimos a consulta territorial y tuvimos 99% de repuestas por el sí. Y nos pusimos el nombre de Asociación Agropecuaria. A mí me dieron una beca y estuve diez semanas en Panamá, en 2005: eso fue como ir al psicólogo, porque me devolvieron el sentimiento de llorar. Me hicieron entender que no había sido mi culpa perder a mi familia. No había sido mi culpa quedar viuda. Yo me sentía responsable. Desde 2005 me despojé de todo y cambié mi forma de pensar, de vestir, de peinarme. Llegué a bailar con un vestido típico, que para mí es un logro. Yo hoy lo digo en son de broma, pero es cierto, porque mi corazón lo siente, que a los 65 años me siento mucho más joven que cuando tenía 20.

¿Cómo asesinaron a tu familia?

Le quitó la vida el Ejército, pero no andaban en la guerrilla. O sea, eran la masa, por decirlo así, eso que no está ni en la derecha ni en la izquierda, si no al centro. Entonces en un encontrón entre la guerrilla y el Ejército, mi hermano y mi marido quedaron en el centro y allí murieron, el 19 de agosto de 1980, a las cinco de la tarde, en el Cantón Bolívar, en la montaña, cuando iban de un río para la casa. En esos años íbamos al río a lavarnos la cabeza. Hubo un fuego cruzado y murieron como 100 personas. Mi hermana murió a los pocos días, el 5 de setiembre, ametrallada por el Ejército. Ese día le pusieron fuego a la casa y la quemaron con todo adentro. Ese día no estábamos adentro, si no nos hubiéramos quemado. Si sabían que usted tenía un familiar militar, la guerrilla lo mataba. Si tenía familia en la guerrilla, el Ejército la mataba aunque usted no lo fuera. Es igual hoy. El régimen [se refiere al gobierno actual], sea o no culpable, te manda guardado. Pero ¿cuándo se demuestra la inocencia si no hay las posibilidades de hacerlo? No permiten.

¿La juventud quedó marcada por la masacre?

Sí, yo no quería saber nada de nada, de nadie. No me importaba yo misma. Me daba pena ponerme el pantalón. Me daba pena usar cartera. Me daba pena todo. Pero a través del proceso de formación pude revertir lo que la sociedad me había inculcado, dar un giro y desaprender lo aprendido. Tuve que cambiar, porque si yo no cambio no puedo ayudar a otras a cambiar, porque tengo que ser ejemplo. Allí comenzó la lucha para organizarnos, conocer nuestros derechos y luchar por nuestros derechos. Pero fue un trabajo muy duro como organización porque había que cabildear con los hombres de las cooperativas, con el esposo, con el papá, con la federación, con la confederación. Eran como tres peldaños que había que sí o sí superar. Nos fuimos aglutinando.

¿Los hombres se resistían a su organización?

Los hombres decían que lo que querían era enseñarnos a hacer bombas y andar con el fusil en el hombro. Costó mucho y fue una lucha contra ellos saltar algunas trancas, como dice el dicho en El Salvador, hasta que logramos legalizarnos. Hoy somos una asociación totalmente legal, inscripta en el Departamento de Asociaciones Agropecuarias del Ministerio de Agricultura y Ganadería, donde nos extendieron nuestra personería jurídica. Somos 720 mujeres organizadas en nueve departamentos, de diferentes municipios y comunidades.

¿Qué te ayudó a salir adelante?

Me pude sacar un gran peso. Renací de nuevo con una nueva visión. He viajado a muchos países y doy gracias a mi organización y a Dios que me han dado la oportunidad de hacerlo con el fin y el afán de ayudar a otras mujeres que están sometidas a creer que sólo servimos para cuidar el marido y tener hijos, y no es cierto. Nosotras tenemos grandes habilidades, nos hacen falta oportunidades de desarrollo. Las mujeres somos las primeras en pagar el crédito, cuando se accede, y los hombres no tanto. Cocinamos 365 días del año para darle de comer a la familia y a todo el mundo. Y nosotras decimos: si les cobráramos por lo menos dos dólares por hora diarios, nuestros esposos quedan embargados y no nos pagan nunca. Nuestro trabajo no se reconoce. Se ha hecho mucho para que las mujeres cambien en su documento de identidad que diga que son “productoras” o “agricultoras” y no que diga “ama de casa” o “doméstica”. Es un gran trabajo sin salario.

¿En qué se parece el régimen de Bukele con lo que viviste?

En que si en una familia hay un miembro dentro de una pandilla, se la agarran con toda la familia, y si no agarran al que realmente buscan se llevan al que encuentran, y eso no es justo. Las mujeres quedan destruidas emocionalmente, con familias separadas y con migración forzada. Es un desastre.

¿Qué es lo que no se cuenta del modelo Bukele?

Yo no estoy en contra de lo que el gobierno hace, pero sí estoy en contra de los procedimientos. La ley no dice que golpeen y dejen morada y toda quebrada a una persona si todavía no han comprobado si es culpable o no. Pero eso se da. El maltrato a la familia de un culpable, porque si agarran al que debe, que la pague. Pero hay presa mucha gente inocente y no se sabe cuándo los van a soltar. Hay personas que tienen dos años de estar detenidas y no les permiten ni abogado, ni les hacen audiencias, ni nada. La familia no los ve, no los escucha, ni saben si están vivos o están muertos.

¿Por qué tiene legitimidad?

Hay mucha gente que está de acuerdo, yo no. ¿Y la investigación? ¿Y los fiscales para qué están? Hay tantos muertos en los penales que no se tiene ni idea. Y las familias yendo a dejar paquetes [a la cárcel] y no les dicen que su familiar está fallecido.

¿Por qué a Bukele hoy se lo muestra como un éxito en el mundo?

No hay que creerse que todo lo que brilla es oro. No hay que creer tanto la publicidad de televisión, porque la cosa es en las comunidades, en el área rural. El problema está en los grandes altos cabecillas de las maras y no en un inocente al que no lo sueltan y no hay vía posible para que le haga una audiencia para ver qué procede porque alargaron el régimen de excepción. ¿Cuándo lo van a quitar? Es una estrategia y tiene mucho que ver con el tinte político y con querer que lo admiren. Yo escucho que muchos países quisieran tener un presidente como este. Me gustaría que lo tuvieran un mes y probaran que las leyes para él no existen. Es un violentador de leyes. Y hablar es tan peligroso que hoy se lo digo y mañana no estoy.

Las Bravas es un espacio de la diaria Feminismos que busca amplificar las voces y experiencias de mujeres feministas que están cambiando la historia en América Latina. Está a cargo de Luciana Peker, periodista argentina especializada en género y autora de Sexteame: amor y sexo en la era de las mujeres deseantes (2020), La revolución de las hijas (2019) y Putita golosa, por un feminismo del goce (2018), entre otros libros.

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