Los fines de semana de pesadilla empezaron cuando Elisa* tenía diez años. Los viernes, recorría en autobús 90 kilómetros entre su pueblo rural y la pensión de Montevideo en la que vivía Manuel, un peón naviero peruano de 35 años que había sido novio de su madre. Los domingos, Manuel la mandaba de regreso con alimentos o ropa nueva. Ella lloraba.
“Le dije a mi madre que abusaba de mí, pero ella me obligaba”, contó Elisa a dos psicólogas de la Policía en 2017, cuando ya tenía 17.
Para entonces, hacía años que se acumulaban indicios de violencia, abuso o explotación de Elisa y sus hermanas en un expediente judicial abierto en 2007 y con más de 3.000 páginas de denuncias, pericias psicológicas, informes de trabajadoras sociales, derivaciones de las niñas a hogares de amparo, intervenciones policiales y resoluciones judiciales.
Pero el vetusto engranaje judicial uruguayo sólo empezó a moverse en dirección a los explotadores en 2017, cuando una vecina denunció que Elisa era entregada por su madre, Paola, a Manuel y a otros hombres que frecuentaban su casa a cambio de alimentos, ropa, cervezas o dinero, y que su hermana Camila, seis años menor, sufría abusos de la pareja de Paola.
La denuncia desató un allanamiento que hizo crujir la puerta de chapa azul de la casa de Paola, una vivienda de bloques con pintura descascarada, sin agua, con una única ventana tapiada y dos habitaciones en las que compartían camas Paola, su pareja y sus cinco hijos: Elisa, Mariana, Camila y otra niña y un niño menores.
La Policía incautó el celular de Paola y la computadora escolar de una de las niñas, y encontró mensajes de Facebook y fotos que confirmaban la sospecha de la vecina.
La investigación terminó con las condenas de Manuel y Paola y fue a engrosar el expediente que condensa 17 años de violencias contra los hijos de Paola, y de abusos y explotación de las tres mayores: Elisa, hoy de 25, Mariana, de 22, y Camila, de 19.
openDemocracy dedicó seis meses a investigar este y otros tipos de explotación sexual en Uruguay, porque múltiples evidencias muestran que es muy frecuente en este país, elogiado como modelo de estabilidad democrática y derechos, pero que concentra las carencias escandalosamente en la infancia.
La pobreza afecta a sólo 6% de los mayores de 65 años, pero a un tercio de niñas, niños y adolescentes. El índice de pobreza multidimensional, que mide educación, vivienda, servicios básicos, seguridad social y empleo, muestra que hay 220.000 niñas, niños y adolescentes en hogares con este tipo de pobreza, en un país de 3,4 millones de habitantes.
Pero la pobreza y la desigualdad no explican por sí solas la explotación sexual infantil.
La causa principal, según fuentes expertas, es la existencia de personas que pagan por sexo con menores, en un contexto machista, en el que predomina la discriminación de mujeres, infancias y personas LBGTI+.
Una de cada cinco niñas y mujeres y uno de cada siete niños y hombres sufrieron alguna forma de violencia sexual en la infancia en todo el mundo, según Unicef. La abrumadora mayoría de los casos se comete en el ámbito familiar. En Uruguay, ocho de cada diez abusos a niñas, niños y adolescentes son cometidos por personas cercanas a las víctimas.
Algo parecido pasa con la explotación sexual. Casi nueve de cada diez víctimas son niñas y adolescentes, y seis de cada diez casos ocurren en el ámbito doméstico, según el informe del Comité Nacional para la Erradicación de la Explotación Sexual Comercial y No Comercial de la Niñez y la Adolescencia (Conapees) de 2023. Ese año, el organismo registró 346 casos, de los cuales 169 eran nuevos.
Pero en su informe de 2024 (con 456 casos, 210 de ellos nuevos) el Conapees dejó de indicar el ámbito donde ocurría la explotación, aparentemente por un problema técnico.
Las periodistas de openDemocracy entrevistaron a trabajadoras sociales y líderes barriales, personal de salud, abogadas, educadoras, fiscales e investigadores, recabaron las escasas estadísticas disponibles y rastrearon una treintena de expedientes judiciales recientes sobre trata y explotación sexual de menores en 22 juzgados en Montevideo y Canelones. Tres exponían esta forma de explotación doméstica, entre ellos el de Elisa y sus hermanas.
Pero casos similares fueron relatados a openDemocracy por casi 30 fuentes en barrios muy diversos de Montevideo –Ciudad Vieja, Centro, Cordón, Sayago, Piedras Blancas, Manga, Casavalle, Malvín Norte, Boix y Merino– y de Canelones –Paso Carrasco, Solymar, Solymar Norte, Colinas de Solymar, Colonia Nicolich, Empalme Olmos, la ciudad de Las Piedras y Salinas–.
Algo más que historias familiares
De ese corpus emerge algo más que historias familiares: un patrón. La explotación doméstica se identifica en hogares empobrecidos, cometida por familiares, vecinos o conocidos con la connivencia materna –los padres, casi siempre ausentes–, y rara vez llega a los tribunales como delito, sino como registro de un drama más de la pobreza.
Uno de los expedientes, abierto en febrero de 2023, retrata el abuso y la explotación de tres niñas y un niño, menores de 15 años, por parte de la expareja de su madre –hoy preso– en un pequeño apartamento en el Centro de Montevideo. El hombre, un peruano de 54 años, sedaba a las niñas y al niño para violarlos, filmarlos y ofrecerlos a otros hombres cercanos a la familia, con la anuencia de la madre, quien vivía en el mismo lugar con una nueva pareja.
Otro expediente reconstruye, desde 2005, casi dos décadas en la vida de una familia numerosa del norte montevideano, marcada por la precariedad: una vivienda de tres piezas, con techo de zinc, goteras y humedad, donde seis personas compartían camas y se turnaban para salir al patio a buscar agua de una única canilla.
En esa casa, niñas y niños asumían roles de personas adultas; vendían estampitas o trabajaban en la calle para sobrevivir, e iban y venían entre su casa y hogares de amparo del Estado.
Mientras tanto, la violencia sexual se reproducía casi como un destino inexorable. El expediente, abierto en un juzgado de familia, registra el presunto abuso de un hermano contra su hermana menor y la supuesta explotación sexual de la misma adolescente y de otra niña de la familia fuera del hogar. Ninguno de estos hechos fue investigado ni tuvo consecuencias penales.
Es que estos expedientes también cuentan la historia de un Estado incapaz de desarmar la maraña que convierte la explotación sexual de menores en una forma de subsistencia familiar, y de reparar el daño.
Paola, la madre de Elisa, Mariana y Camila, es trabajadora sexual. Tuvo a su hija mayor a los 17 años, luego de un embarazo producto de una violación. En una pericia psiquiátrica incluida en el expediente judicial, Paola relató que había sido abusada por su padrastro durante años, pero cuando le contó a su madre recibió un golpe como respuesta.
“Cuando recibimos una derivación que es jodida, vas al expediente judicial y ahí está el relato de todas las vulnerabilidades que atraviesan las gurisas”, dijo a openDemocracy una profesional que trabaja con madres, niñas, niños y adolescentes de familias vulnerables.
Así, esos expedientes se convierten en un registro detallado de violencias que no conduce a la justicia.
“La realidad actual parece estar mostrando cifras alarmantes que no condicen con la existencia de casos judicializados”, advierte la abogada Lucía Fernández en un informe de este año que analiza el acceso a la Justicia de menores que soportaron explotación y trata sexual, con base en 20 casos registrados por la Fiscalía General de la Nación (FGN) entre 2017 y 2024.
Mientras que en 2023 la FGN identificó 165 víctimas de explotación sexual, sólo 20 personas fueron imputadas, según las cifras brindadas por el organismo a openDemocracy. En 2024 hubo 139 víctimas y cuatro imputaciones. En el primer trimestre de 2025 hubo apenas un imputado y 18 víctimas.
Estaba “enamorada”
Elisa estuvo sometida a las dos formas de explotación sexual más comunes en Uruguay, según el Conapees: la comercial –cuando adultos cercanos, como Manuel, pagan con dinero, comida o ropa el sexo con las niñas–, y las parejas arregladas o matrimonios infantiles. Se trata de relaciones que se disfrazan de afecto –y por eso es el delito de explotación más difícil de probar– pero responden a acuerdos económicos o de conveniencia entre adultos.
Elisa, con apenas 14 años, fue entregada por su madre a un panadero de 25 para que conviviera con él, con tolerancia de la Justicia, que había recibido una denuncia de su escuela.
Para la ley, existe presunción de abuso sexual cuando la relación es entre un adulto y una persona menor de 15 años, excepto cuando se trata de una relación consensuada entre dos personas mayores de 13 y con una diferencia de edad no mayor a ocho años.
Además, los delitos de explotación sexual comercial y no comercial de niñas, niños, adolescentes e incapaces están tipificados desde 2004, y desde 2018 se incluyó también el matrimonio forzado, infantil o servil, como las uniones de hecho entre niñas, niños o adolescentes con adultos.
Pero en lo que respecta a Elisa, sólo Manuel y Paola fueron condenados. En junio de 2019, el juez Luis Alberto Sobot Banchero dispuso dos años y 11 meses de prisión para él, como autor de un delito continuado de retribución o promesa de retribución a personas menores de edad para que ejecuten actos sexuales o eróticos de cualquier tipo, y tres años de prisión para ella, como autora de un delito de omisión a los deberes inherentes a la patria potestad en reiteración real con un delito de proxenetismo.
Otros cinco indagados, hombres cercanos a la familia, quedaron impunes. Incluso algunos que habían sido denunciados por la propia Paola o por sus vecinas, o que admitieron haber pagado de alguna forma para abusar de las niñas. “Me dijo para tomar una cerveza, le llevé varias”, dijo ante el juez un hombre sobre lo que pidió Paola por que tuviera sexo con Elisa.
El juez alegó que si bien Elisa “ha mantenido relaciones sexuales con varios hombres desde los 14 años, [ella] señala que lo hizo voluntariamente, que no recibió ninguna retribución a cambio y, a pesar de que su madre estaba enterada, no surge acreditado la obtención de un lucro por su parte”.
El panadero de 25 años, denunciado en 2015 por las maestras de Elisa, que advirtieron a Paola y a la Justicia que la adolescente convivía con él, también se libró de castigo. “Mi hija ahora tiene marido y yo no soy responsable”, contestó Paola a las maestras en aquel momento, según consta en el expediente. “Él viene todas las noches a buscarla, y para que ella no se me escapara la dejé ir a vivir con él”.
La Justicia no reaccionó entonces, ni lo hizo en 2017, cuando volvió a posar los ojos en la familia de Elisa, a raíz de la denuncia de la vecina que condujo a la condena de Manuel y Paola. Para entonces, el propio panadero confirmó la relación en su declaración judicial: “Hace dos años éramos pareja, ella tenía 14 y yo 25. Vivía conmigo”. “Yo fui al juzgado a pedir permiso. Me dijeron que sí, pero que ella tenía que seguir estudiando”. El juez Sobot Banchero observó en su fallo que aquello había sido una “relación estable” y que la adolescente decía estar “enamorada”.
En respuesta a consultas de openDemocracy, el juez dijo que para procesar a otros sospechosos “se requería necesariamente la petición fiscal”. “Si luego de recabada la prueba por el fiscal y/o juez, el fiscal consideraba que dicha prueba no era suficiente, no pedía el procesamiento y el juez no podía disponerlo de oficio y consecuentemente no se podía dictar una sentencia de condena si previamente no se había procesado por esos hechos nuevos”, contestó el juez en un mensaje de correo electrónico.
openDemocracy no pudo comunicarse con la fiscal a cargo de este caso, que se jubiló en 2023.
“Es como mi hija”
Si las víctimas son pobres y la explotación ocurre en ámbitos domésticos o comunitarios, la investigación judicial tiende a centrarse en si ella dijo que sí o que no, aunque la diferencia de edad “no debería dar lugar a dudas” de que hubo delito, dijeron expertas a openDemocracy.
Se confunde aceptación con consentimiento. “Uruguay viene bastante rezagado en incorporar el análisis del contexto de coerción”, dijo Mariela Solari, exdirectora de la Unidad de Víctimas y Testigos de la FGN.
Solari advirtió que en la mayoría de estos casos no hay investigación profunda y se termina condenando con las primeras pruebas disponibles.
El agresor denunciado, explicó la abogada Fernández, intentará reducir el conflicto a un enfrentamiento de “palabra contra palabra”.
Cuando la Policía le preguntó a Manuel por la acusación de abuso a Elisa, contestó: “Me sorprende, yo nunca la tocaría porque es como mi hija”.
La FGN no cuenta con datos sobre la procedencia de las víctimas ni el género de los victimarios. Pero las fuentes consultadas y la literatura advierten que la mayoría de los casos que llegan a tribunales involucran a niñas de familias como la de Elisa, atravesada por la pobreza.
La explotación en circuitos de mayor poder adquisitivo es más opaca y esquiva.
Los explotadores suelen ser varones de edades, niveles socioeconómicos y ocupaciones variables, que se mueven en la intimidad y no se reconocen como victimarios.
“Manuel me dijo que fuera al cuarto [de la pensión] a buscar algo, subió atrás mío y me agarró a la fuerza. Me bajó el pantalón y la bombacha. Y ahí me penetró. Él me decía que quería que fuera su mujer”, atestiguó Elisa sobre la primera vez que Manuel la violó. “Yo siempre le decía que no, pero él me decía que era un ratito”.
El sociólogo Luis Purtscher, que presidió el Conapees por más de 15 años, dijo: “No está mal visto que un señor mayor ‘ayude’ a la familia de la gurisa que vive con él. El intercambio puede ser desde una tarjeta de celular o un pedido de almacén hasta prestarle un lugar para comer y vivir”.
Sobrevivientes
Elisa, Mariana y Camila sobrevivieron. Pasaron por años de “trabajo muy intenso en desaprender cómo relacionarse, cosa que sólo sabían hacer a través del sexo”, relató una psicóloga de los hogares de amparo en los que vivieron las hermanas.
Elisa logró recomponer su vida, trabajar como niñera y en un supermercado en el oeste de Montevideo. “Es la más resiliente, tiene conciencia de lo que pasó y herramientas de cuidado”, dijo la fuente. Elisa no accedió a una entrevista con openDemocracy, pero nos hizo llegar un mensaje: “Después de haberlo superado bastante, todavía duele”.
Mariana tuvo una hija, vive en el interior del país y “está bien”, según la misma fuente.
Camila, de 19 años, está ingresada en una clínica de salud mental y “sufre un daño estructural crónico”, dijo la psicóloga. “Pese a la terapia y al acompañamiento especializado, no pudo revertir el daño que le generó la explotación, que fue brutal”.
Después de la cárcel, Paola tuvo un sexto hijo. Al momento de publicar este artículo, supimos que personal del centro infantil al que concurre el niño, de cinco años, reportó a la Justicia sospechas de que ya está atrapado en la misma rueda de violencia sexual.
* Todos los nombres fueron cambiados para proteger la privacidad de las víctimas.
Este artículo fue publicado originalmente por openDemocracy y es el segundo de una investigación sobre tácticas, redes y perfiles de perpetradores de trata y explotación sexual en los departamentos de Montevideo y Canelones.