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En Puerto Anapra (Chihuahua) cerca de la reja que divide México y Estados Unidos. 19 de febrero de 2017. Foto: Yuri Cortez (AFP)

Identidad posmexicana

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Es difícil que haya una verdadera reacción nacional contra las políticas estadounidenses cuando la dirigencia neoliberal busca adaptarse al giro conservador del norte y cuando la propia identidad mexicana parece estar redefiniéndose, dice el escritor y artista visual César Cortés Vega.

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Era posible esperar que en el México de la era Trump comenzaran a aparecer todo tipo de mensajes que estimularan la recuperación de una identidad patria en peligro. Y así fue. Incluso ciertos sectores nacionales —desde universidades, hasta empresas del sector privado— convocaron a una protesta masiva llamada #VibraMéxico en la que la multiplicidad de tendencias nunca pudo concretar una potencia colectiva que no fuese contradictoria. El resultado fue que este alzamiento de voces pareció más un enjuague de culpas caseras que otra cosa, que sugiere ya cierto oportunismo protagónico. En la marcha convocada —a la cual, se dice, asistieron casi 20.000 personas—, a falta de una consigna común, apenas se logró agrupar aquel desconcierto en torno a un tibio canto: “Cielito lindo’”. Como si se entonase una especie de edulcorado presagio, la canción de Quirino Mendoza apareció como un segundo Himno Nacional:

Ese lunar que tienes, cielito lindo, Junto a la boca, no se lo des a nadie, Cielito lindo, que a mí me toca.

Por supuesto, no parece que este tipo de expresiones sean impulsadas para una resistencia generalizada, sino que son estratagemas estatales o partidistas para conseguir filiaciones sectoriales. Porque una protesta masiva legítima implicaría un descontento que pondría el ojo en las políticas locales que han permitido la injerencia estadounidense desde hace décadas. Lo que a casi ninguno de aquellos sectores le convendría del todo. Habrá que aceptar entonces que el desarrollo mexicano no sólo ha sido posible bajo la sombra de las políticas de Estados Unidos, sino de un sinfín de negociaciones locales que han dejado el terreno libre para la corrupción y el saqueo. Sin embargo, lo que antes era un secreto a voces, hoy es una declaración manifiesta que vocifera la intromisión estadounidense en nuestro país. Y este estilo con el que se ha gobernado durante décadas mediante la producción de excesos discursivos con los cuales se coopta la disidencia va de la mano de la vulnerabilidad que ahora mostramos frente al mundo.

Eso mismo que pasó con la institucionalización de la Revolución Mexicana mediante el aparato burocrático priista hoy es uno de los recursos poscoloniales más efectivos para apropiarse de los territorios. Estilos de río revuelto, con los cuales nuestros ilustres “pescadores” han ido entregando el país a pedazos, son la razón por la que industrias estatales como la petrolera Pemex o la Comisión Federal de Electricidad se han ido desmantelando paulatinamente a manos de economías privadas, sin una respuesta contundente de la población. Esto no obedece a que el grueso de los mexicanos seamos pusilánimes frente a ello, sino quizá a que estamos acostumbrados a desconfiar a la menor provocación de las intenciones de quienes nos convocan a la disensión. Se trata de los resultados de aquel estilo personal de gobernar del que ya hablaría Daniel Cosío Villegas en los años 70, multiplicado en el infinito neoliberal. Así, también era previsible que las consignas de un nacionalismo contrahecho, las voces optimistas de locutores y portavoces, e incluso la música de fondo que intenta contextualizar lo que se dice según un imaginario histórico de gallardía nacional a la que muchos se refieren, resulten huecas y prácticamente insoportables. A pesar de que estos llamamientos están hechos desde una parafernalia ya común en nuestra educación patriótico-sentimental, pocas veces habían sido tomadas con tanto escepticismo.

Resultaría impensable que en otras épocas la respuesta a las pretensiones del conservadurismo estadounidense de la naciente era Trump fuera tan tibia, y con declaraciones de una diplomacia tan poco convincente. Por ello las políticas de su gabinete no hacen oídos sordos a nuestras paradojas internas. Ellos mismos las han alimentado, en gran medida. Y tal pareciera que incluso muchos de los operadores del gobierno mexicano trabajaran según la agenda de la Casa Blanca. Las pocas apariciones del secretario de Relaciones Exteriores, Luis Videgaray, son discursivamente torpes o mal intencionadas, tomando en cuenta que deberían hacerles frente a los alegatos atropellados de Trump cada vez que abre la boca para mencionar alguna necedad sobre las relaciones México-Estados Unidos. Habrá que tener presente que Videgaray renunció al cargo como secretario de Hacienda y Crédito Público gracias al escándalo generado dentro del gabinete de Peña Nieto, cuando se filtró que fue promotor de la visita del todavía candidato estadounidense a México muy poco después de que este lanzara declaraciones en contra de los mexicanos. Sin embargo, no pasó mucho tiempo para que fuera reintegrado al gabinete como secretario de Relaciones Exteriores.

La posición del gobierno mexicano

“Tengamos siempre presente: si bien para México, la relación con los Estados Unidos es fundamental, también para Estados Unidos, la relación con México es de altísima importancia”. Así dice una de las directivas respecto de la renegociación del vínculo con el vecino norteño que el presidente de México, Enrique Peña Nieto, señaló a la sociedad mexicana. El gobernante hace hincapié en la importancia del derecho internacional: “Hoy más que nunca prevalece la máxima del Benemérito de las Américas, del presidente Benito Juárez García: ‘Entre los individuos, como entre las naciones, el respeto al derecho ajeno es la paz’”. “Visión constructiva y propositiva. Partimos de que esta debe ser una negociación ganar-ganar. Para ello, nuestra postura será creativa y abierta a soluciones novedosas y pragmáticas; conscientes de la nueva realidad que se enfrenta en Estados Unidos y en el entorno internacional”, dicen las directivas presidenciales. Por otra parte, el gobierno mexicano intentará conducir una negociación integral: “México tratará de manera abierta y completa todos y cada uno de los temas de nuestra relación. Llevaremos a la mesa todos los temas: el comercio sí, pero también la migración y los temas de seguridad; incluyendo la seguridad de la frontera, las amenazas terroristas y el tráfico ilegal de drogas, armas y efectivo”. Durante todo el proceso negociatorio, el gobierno priorizará “la protección de los mexicanos, dentro y fuera del país”. México cuenta con 50 consulados en diferentes ciudades estadounidenses, a cuyos titulares se les ha pedido que “redoblen el esfuerzo de protección y asistencia consular para defender y apoyar a los mexicanos a hacer valer sus derechos, conforme a la ley”. • • Las directivas también aluden a la situación de los centroamericanos que buscan ingresar a Estados Unidos a través de México: “El desarrollo del Hemisferio debe ser una responsabilidad compartida. Los gobiernos de México y de Estados Unidos deben asumir un compromiso concreto para trabajar de manera conjunta, en promover el desarrollo de los países de Centroamérica. Mientras que el número de migrantes mexicanos hacia Estados Unidos disminuye cada año, en los últimos tres años el flujo de migrantes indocumentados, que atraviesan México rumbo a Estados Unidos, creció en más de 100%. México no aceptará el regreso de personas deportadas por Estados Unidos que no sean mexicanos”. El tema del envío de dinero hacia México también es sensible para la administración Peña Nieto, que tiene entre sus objetivos “asegurar el libre flujo de remesas de los connacionales que viven en Estados Unidos, evitando que se dificulte o encarezca su envío”. En noviembre de 2016 esas transferencias representaron más de 24.000 millones de dólares. Por otra parte, el gobierno busca que la idea fundacional del NAFTA —el libre comercio entre Canadá, Estados Unidos y México— se preserve: “Los intercambios comerciales entre los tres países deben estar exentos de cualquier arancel o cuota, como ha ocurrido desde 2008”. “México no cree en los muros. Nuestro país cree en los puentes, en los cruces carreteros y ferroviarios, y en el uso de tecnología como los mejores aliados para impulsar una buena vecindad. Nuestra frontera debe ser nuestro mejor espacio de convivencia; un espacio de seguridad, de prosperidad y de desarrollo compartido”, dice el presidente mexicano.

Este resulta ser el comportamiento general de un neoliberalismo mexicano que ha intentado pactar con los conservadores radicales de Estados Unidos realizando concesiones que no están al nivel del nuevo tipo de negociaciones, debido en parte a que estas han cambiado de un momento a otro. Y la tensión en todo ello es que el tono de Trump y de muchos estadounidenses que lo apoyan es muy similar al que los gobernantes de otras épocas han empleado para justificar invasiones armadas a territorios que saben vulnerables, gracias a su división. ¿Qué hay detrás del mensaje de Trump que exige el control de los bad hombres en la frontera sino el recambio en los flujos del narcocapitalismo, y una posible injerencia militar en la frontera norte?


Por eso cierta nostalgia, a veces, puede ser ciega. Porque aquellos cantares que antes vitoreaban los logros en la conformación de un discurso nacionalista medianamente digno hoy son apenas estertores de ahogado. Y es que en los contrasentidos colectivos de un pasado pos-revolucionario-burocrático al menos era todavía posible cuadrar visiones diversas, desde los discursos de una precariedad aparentemente superada que tenía su punto más elevado en la revivificación de héroes y fechas trascendentales. Las maniobras de aquella “dictadura perfecta” aludida por Vargas Llosa consistían en el recordatorio melancólico de unos relatos configurados según un mito patrio que, si tenía alguna virtud, era la de soportar los pedazos irreconciliables de nuestra joven nacionalidad. Muchos de aquellos hitos se utilizaron como cebos de una ideología que había sido consecuencia de la renuncia a las armas y la violencia a principios del siglo XX, lo cual aportaría a la formación de clases políticas muy corruptas.

De este modo, hoy nos encontramos frente a un desastre nacional que no es posible ocultar. Una crisis de representatividad y la ausencia de un centro que pudiese presentar algún tipo de resistencia sólida. Basten un par de ejemplos para dar cuenta de este desastre. En lo que va del año diversos funcionarios de la Comisión Reguladora de Energía, el Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) y Pemex Exploración y Producción han sido cesados debido a su incapacidad para explicar el origen de millones de pesos, que se presume que son de procedencia ilícita. Otro más: en los primeros días de marzo fue presentado el avance de los informes sobre la narcofosa colectiva de Colinas de Santa Fe en el estado de Veracruz. En él se da cuenta de al menos 240 cadáveres, lo que la ubica entre las más grandes del mundo. O pensemos en las privatizaciones: en el estado de Puebla, luego de diversas protestas, se ha derogado la reforma al artículo 12 de la Constitución estatal que reza en una de sus cláusulas: “El Estado, conforme a las leyes, regulará las bases y modalidades para el acceso y uso equitativo y sustentable de este recurso natural”. Esto, por supuesto, como uno de los primeros intentos legalizados... “Cielito lindo”.

Por ello seguir apostando por la simulación nacionalista es una estrategia para continuar desarticulando lo que aún podría quedar de una unión significativa para resistir frente a la entrega de los recursos al libre mercado y al crimen organizado. Todo lo cual sigue aumentando los índices de migración, aunque ahora con un grado mayor de peligrosidad, en tanto aquellos que deseen cruzar el río Bravo deberán enfrentarse a un aparato represivo mucho más sofisticado. Y es que el muro prometido por Trump tiene, además de un nivel de negatividad material, otro de inmaterialidad simbólica en tono de advertencia, que podría querer decir: “Los ‘americanos’ somos nosotros, y a partir de esa diferenciación categórica, propiciaremos que ustedes terminen por destruirse unos a otros”.

Por eso, las identidades nacionales que servirían como empaste para la construcción de un “algo” más o menos coherente que pudiera oponerse a la intromisión en las políticas internas hoy se diluyen. Y no hay que llamarse a asombro. Toda modalidad política implica una regulación paulatina de los significados. Y, para nosotros, semejante cosa ha resultado muy compleja, en tanto nuestra propia mexicanidad siempre ha sido puesta en entredicho. Pensemos, por ejemplo, en que el desarrollo de esta nacionalidad se ha realizado a su vez en la cancelación del derecho de los pueblos originales, quienes debieron retirarse a las zonas más agrestes del territorio, antes que ser asesinados, u obligados a perder sus usos y costumbres.

Así, el territorio y su defensa dependen de los términos desde los cuales este es concebido. En Categorías de lo impolítico el filósofo Roberto Esposito se refiere al papel de la palabra en la medida de su paradigma comunicativo. Sus reflexiones son el producto de una crisis de las categorías políticas, incapaces de explicar los acontecimientos contemporáneos, lo que obliga a renovar los conceptos mediante los cuales se pretenden abarcar. Gracias a ello, acuña el término (im)política, que supone una manera de criticar lo político como algo irrepresentable. En esa medida plantea la imposibilidad de su ordenamiento racional. Ahí quizá se encuentre una salida a estas paradojas de la defensa de lo nacional, en una suerte de posmexicanismo que pueda construir alternativas críticas que no participen en el concierto fraudulento de relaciones binarias. Y es que la (im)política no implica que se pueda concebir un espacio más allá de lo político, pues esto supondría también una representación. En todo caso, plantea la negación del conflicto identitario, desde el que es posible imaginar un espacio vacío en el que el reconocimiento de las alteridades fuese el principio de relación entre los integrantes.

Así, se trata del planteamiento de nuevas comunidades basadas en la ausencia, y en la imposibilidad de identificaciones nacionalistas. Esto podría ser, en todo caso, una vía para intentar deconstruir estas dicotomías fraudulentas mediante las cuales lo “mexicano” o lo “norteamericano” hacen parte de un juego muerto desde su origen. Crear lazos equilibrados entre subjetividades de ambos territorios abriría una posibilidad por vía de lo comunitario para restablecer flujos solidarios que presionaran para que las condiciones de enunciación discriminatoria pudieran modificarse.

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