Tras la partida de Sigfredo Chávez, conocido como el primer migrante del pueblo, irse a Estados Unidos se volvió costumbre y orgullo para las familias de Intipucá. Distante geográficamente, desde los años 60 el país del norte pasó a estar próximo a esta pequeña comunidad de El Salvador.
La unidad familiar comenzó a desdibujarse en este territorio transnacional. La ausencia de parientes contrasta con la omnipresencia de mansiones de estilo norteamericano, a la espera de un posible retorno. La piedra se convierte en el modo de seguir vinculado con la tierra natal cuando el cuerpo no lo puede hacer. Intipucá es un territorio en tensión, una identidad que fue sembrada en un lejano allá. Las familias se transformaron en rompecabezas, y la ciudad se volvió un pueblo de ancianos y adolescentes. La intipuqueña Mirna Hernández sintetiza lo que para ella significa el fenómeno:
—Siempre hay ventajas en la migración, como la ayuda económica, pero la desventaja es la desintegración familiar.
La posibilidad de migrar envuelve a cada habitante de Intipucá. Nadie parece escapar de la idea, aunque no sea vivida en primera persona; un primo, un vecino, un novio, alguien cercano lo intentará y dejará, como otros antes, su ausencia en el pueblo. Estas partidas desplazan las dinámicas colectivas de la ciudad y el centro de gravedad íntimo de las familias, cuyos pedazos brotan a lo lejos, volviéndose a veces casi desconocidos.
Sin haber sido contagiados por el sueño norteamericano, algunos se encuentran en un proceso de división, una especie de separación forzada. Dice Ana Nevi, vendedora ambulante de la plaza principal:
—Yo he soñado que he andado allá. Me subía a un avión. Era blanco, azul y rojo y decía “Taca”. Cuando me bajé fui a parar a una casa blanca, con unas flores blancas bonitas. Creo que aterricé en el suelo porque me caí de la cama. Pero lo soñé bien bonito. Yo quiero ir, yo quiero ir a ver allá a mi hermano. Quiero ir a pedir una visa sólo para ir a ver a mi familia.
El hermano de Ana, enfermo y sin papeles en Estados Unidos, no tiene la posibilidad de viajar hasta El Salvador. Cada uno por su lado, viven un encierro simbólico pero real, con peso físico y emocional.
Mirna Hernández tiene 50 años y casi toda su familia en Estados Unidos. Sin embargo, ella se ha resistido a irse:
—En mi familia somos 12 hermanos. Los 11 están en Estados Unidos. Sólo yo estoy en El Salvador, y viajo con visa para visitarlos. Mis papás viajaron en los años 70, con visa, y dada la falta de trabajo decidieron emigrar de manera ilegal. Mis hermanos más grandes se fueron uno a uno por tierra de manera ilegal. Sólo los más pequeños fueron con visa, ya que mi padre había legalizado su situación migratoria para entonces. Yo tuve la oportunidad de irme por tierra pero nunca me decidí, porque siempre pensé que era un viaje arriesgado.
Las condiciones para que un salvadoreño migre a Estados Unidos han mutado al son de los acuerdos internacionales. Hace medio siglo, el viaje dependía de una visa que se otorgaba a trabajadores. Don Fernando, de 93 años, recuerda:
—Fuimos los primeros. Había un señor que le sacaba la visa a uno. Me fui con pasaje pagado para Estados Unidos en el año 1960. Para comprar no había quien hablara español, sólo inglés. Entonces para entender hacíamos señales. Pasé tres años allí hasta que me deportaron.
Poco a poco se fue quedando en Intipucá y renunció a la idea del viaje.
—Después mis hijos se fueron y ahora son ciudadanos americanos. Voy a visitarlos un mes y me vuelvo por el frío. Mis hijos vienen cada año. Yo no extraño a mis hijos. Estoy solo, porque mi esposa murió hace cuatro años. Después de haber trabajado en Estados Unidos compré algunos autobuses , de los que ahora mi hijo se hace cargo. Ahora mis hijos me mantienen.
Don Salinas nos comenta que antes de 1974 no había ninguna restricción para ir a Estados Unidos; a cualquiera que quisiera ir le daban la visa y la bienvenida, hasta que las vacaciones o temporadas se volvían proyecto de vida:
—Pasado el tiempo, los que vivimos allá empezamos a ver el progreso. Entonces la gente empezó a querer hacer el viaje también. Porque desde 1967 hasta 1974 dieron visas. No importaba si tenías cuenta, ni haciendas, propiedades, ¡nada! Después fue muy restringido. No era a cualquiera que le daban visa. Porque a todos los que nos íbamos yendo se nos vencía la estadía estando allá, que regularmente eran seis meses. De ahí había que venirse para no violar la estadía y perder la visa.
Una vida de idas y vueltas que se transmite de generación en generación. Una pregunta, la de volver, que tarde o temprano acecha a los intipuqueños en Estados Unidos. El matrimonio Salinas emprendió también la vuelta hace unos años atrás:
—Murió un hermano de ella y nos vinimos a instalar acá, pero éramos legales. Los muchachos ya estaban todos allí. Dos son profesores bilingües en la high school y otro trabaja con el gobierno federal. Todos casados, y la mamá de ella quedaba sola aquí, entonces la teníamos que cuidar. Nuestros hijos ya estaban todos allá. Vamos cada año a visitar.
Uno de los hijos de los Salinas quedó, sin embargo, fuertemente conectado con el pueblo, lo que lo llevó a meterse en la política y ser alcalde de la ciudad entre 2006 y 2009, después de largos años en Estados Unidos.
Las palmeras, los colores: sin duda el clima del Pacífico salvadoreño no está muy lejos. Pero algunos detalles no menores irrumpieron en este paisaje tropical y latino. La calle principal, que une la plaza del pueblo con la alcaldía, lleva el nombre de William Walker, embajador de Estados Unidos en El Salvador entre 1988 y 1992. En la plaza principal, como en muchos pueblos, se erigió un altar que domina el paisaje. En su centro, un extraño personaje lleva a sus espaldas una mochila. Es Sigfredo Chávez, el famoso primer migrante de Intipucá.
Aunque su historia pertenece a la memoria colectiva del pueblo, no está del todo comprobada y a veces se la discute. Marcó el camino hacia Estados Unidos y también un estilo de vida y el orgullo de ser migrante, un detalle a tener en cuenta en una época y un escenario internacional que estigmatizan a los que migran. La estampa de Sigfredo Chávez ocupa no sólo la plaza principal sino también las paredes del centro cultural local, y nos obliga a repensar la figura del migrante, a patear imágenes mentales creadas durante décadas por relatos políticos y mediáticos, por miedos y desconocimientos, por imágenes de multitudes que descartan procesos individuales y personales.
Intipucá, a su vez, también está lejos de los ideales latinoamericanos de ciertos sectores de nuestras sociedades, tal vez más anclados en el sur, que impulsan la lucha simbólica frente a la cultura hegemónica estadounidense. La sensación dominante en la calle es que más que una imposición o invasión ha sido una fusión lenta, favorecida por las idas y vueltas de los intipuqueños entre Estados Unidos y El Salvador, y también por las remesas que llegan a los hogares. Una cultura híbrida que termina construyendo transidentidad y transterritorialidad. Las casas tradicionales de madera dejan su lugar a lujosas construcciones de varias plantas en un estilo radicalmente diferente, como la “Casa Blanca” que se levantó frente a la plaza principal; la mayoría de estas moradas está vacía, a la espera de un posible retorno o de algunas vacaciones. Así, las casas se vuelven puente y presencia física en medio de la ausencia emocional.
María Diluvina, intipuqueña de 75 años, quien vivió en Estados Unidos, invirtió al año de llegar. Recuerda que compró su casa en Intipucá por 500 dólares y la estuvo ampliando y reformando a lo largo de los años siguientes.
Mientras, los familiares que se quedan reciben remesas, que en algunos casos funcionan como verdaderos sueldos. Esto desanima a las nuevas generaciones de trabajar localmente, según Omar Blanco, guía de Intipucá, que vivió varios años en Estados Unidos.
Las tradicionales banderas callejeras para desearse felices fiestas o feliz cumpleaños fueron reemplazadas por publicidades de abogados y administrativos expertos en trámites migratorios. Las paredes internas del estadio municipal, financiado en parte por los intipuqueños que viven en Estados Unidos, son un último paso hacia la idea del transterritorio: desde sus butacas, los locales pueden conocer y proyectar un corte de pelo en Washington o una típica cena salvadoreña en Nueva York leyendo los numerosos avisos de negocios de intipuqueños en Estados Unidos.
Intipucá se ha vuelto también un espacio de reconquista, una aventura incierta producto de una decisión meditada, tal como lo fue el viaje a Estados Unidos. De cara a las elecciones municipales, varios grupos optaron por emprender la vuelta para votar a su candidato, e incluso iniciaron campañas estando aún en Estados Unidos.
Volver empezó a ser parte de la historia del pueblo, y más a medida que los viajes en avión fueron reemplazados por caminos de tierra y las visas y residencias se hicieron cada vez más difíciles de conseguir. Los casos más emblemáticos son las deportaciones, un acto brutal que traslada a un ser humano de un territorio a otro contra su voluntad. En palabras de José Gabriel, un joven de 32 años que vivió en Estados Unidos, aparece otra visión del migrante: la de Estados Unidos. Allí, el héroe aventurero se convierte en un prófugo de la justicia, vivir se vuelve delito.
—A los tres años y medio me agarró la Policía. Manejaba en carro y tenía una luz de atrás que no prendía. Me pidieron que enseñara mi licencia, mis papeles. Yo dije “no tengo nada”, le di mi nombre y mi edad y se fue para su carro, mirando en la computadora, y me dijo que yo era buscado, que era un prófugo de la justicia, que me buscaban para deportarme. Y me deportaron.
Las historias trágicas conviven con las de jubilados, las de ciclos que se cumplen, las de un país que nunca se dejó del todo. María Diluvina regresó a Intipucá hace 23 años. Hasta obtener el estatuto de residente, fue deportada varias veces.
—Algunas personas se van a este país y creen que el país es de ellos, que no las pueden deportar. Toda la vida han deportado. Yo fui deportada. Me agarraron y el mismo día me mandaron como una criminal.
Pero también confiesa que “cuando uno va, ya uno quiere regresar”. Su vuelta es hoy una decisión: cuando su última hija se casó y se fue de la casa se le acabaron las razones para quedarse allá.
Claudia, doctora de 40 años, también decidió volver a El Salvador, pero no para jubilarse sino para trabajar y contribuir con su país de origen, un impulso que la hace hoy colaborar, entre otras cosas, con los deportados que llegan al país, así como involucrarse con el futuro de Intipucá. Sus dos hijos prefirieron quedarse en Estados Unidos con el resto de su familia; no se imaginan viviendo en El Salvador por falta de costumbre. Separarse fue una decisión difícil para la madre, pero consensuada y apoyada por los suyos.
—Mis padres son los que más tiempo vienen, en marzo, noviembre, frecuentemente. Todos quisieran venirse a vivir acá, simplemente que dicen que todavía no están listos para volver. Vivir en Estados Unidos te liga a ciertas cosas: vivienda, trabajo. Pero todos esperan el momento de volver. Para mí fue más fácil porque mi carrera me permite ejercer, mientras que para ellos puede ser una barrera ubicarse acá. No es tan fácil. Muchos, a pesar de la situación en el país, quieren volver.
Las visitas de un país al otro ritman la vida familiar, y orgullosamente Claudia nos muestra en su celular una foto de las últimas fiestas del pueblo, cuando su hija fue elegida miss Intipucá.
Lo que pasa en Intipucá no es muy distinto que lo que ocurre en otros tantos lugares de México, Guatemala, Nicaragua u Honduras, donde historias de ausencias desbordadas dibujan también los estrechos vínculos entre los territorios creados y forjados por miles de seres humanos con sus vivencias personales. En sus historias, el migrante aparece como vanguardia de un mundo fragmentado, como un ser humano que logró desde su día a día tejer los puentes que los estados y tratados internacionales no supieron o no quisieron realmente construir.
Este trabajo ha sido posible gracias al International Women’s Media Foundation, que permite a decenas de mujeres periodistas trabajar cada año en zonas de América Latina y de África con el apoyo técnico de Leica Fotografie International. Lo que presentamos aquí es el primer capítulo de un proyecto a largo plazo que continuará hasta 2020, entre El Salvador y Estados Unidos, con el objetivo de crear nuevas narrativas acerca de la figura del migrante y romper con los esquemas del miedo, el rechazo y el estigma.