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Ilustración: Galaxia Fractal

Intimidad

4 minutos de lectura
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En 2019, Lucía Lorenzo reunió algunos de sus relatos en Tenerlo por escrito (Civiles Iletrados), tras haber obtenido varios premios en Uruguay y también en el exterior. Quienes leen Lento ya la conocen, porque ha publicado piezas de ficción y de no ficción desde la primera época de la revista.

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Editar

Había empezado a lloviznar y tuvo que entrar las reposeras a la casa. Pensó que tener esa prevención era un buen signo. Después se tiró en la cama y prendió la radio. Se quedó dormida y tuvo sueños comunes, cotidianos. Cuando se despertó, ya era casi mediodía. En el supermercado del balneario se había encontrado con una amiga de la infancia. Sos alta, le pareció que decía.

—¿Qué?
—Hablá en voz más alta —repitió la mujer.

La escuchó darle unas vagas instrucciones referidas, quizá, a la forma de ubicar su casa, y ella intentó hacer lo mismo con la suya. Después la vio alejarse, buscar y encontrar un auto, la escuchó murmurar algo por lo bajo, la vio mover una pierna, como si intentara sacarse algo de un pie. La vio subirse al auto y cerrar la puerta de un golpe.

Unos días después volvió a encontrarse con ella a la salida del supermercado. Pero el encuentro fue distinto, como si el hecho de verse por segunda vez fuese de por sí la confirmación de algo, pero ¿de qué? Se quedaron paradas en la amarillenta planicie, ella con una bolsa liviana, la mujer con dos grandes bolsas, una en cada mano.

De chica eras mala, yo me acuerdo.

¿Dijo eso?

—Yo vivo acá desde hace diez años.

Eso sí lo había dicho. Y ella la imaginó en su casa de balneario, alimentando a un marido y a un hijo varón casi adolescente, activa y siempre algo sudorosa, quejándose calladamente por algo.

—¿Estás con tu familia? —preguntó la mujer.

Ella dudó y enseguida dijo que no.

La otra la miró como si fuese huérfana y ella se preguntó si efectivamente lo era. Enseguida se vio a sí misma en el jardín de la casa prestada, sola, adormilada y pensativa, mirando el cielo, el pobre cielo siempre azul, creyendo elegir todavía entre vidas domésticas o vidas peligrosas, ¿todavía?; con una reposera vacía a un costado, no para jugar a tener una conversación, sino para sentir esa presencia y tomarla, quizá, como una segunda oportunidad.

—¿Tenés hijos? —la escuchó preguntar.

La mujer sí tenía. Una hija adolescente, dijo, y agregó, suavizando la voz, que había querido tener un segundo hijo, pero todos habían terminado en abortos, y que ya era tarde, ya era casi tarde para intentarlo una vez más.

Mientras la mujer hablaba, ella seguía haciendo aquel intento de ubicar y aislar alguna escena de su infancia en común. Una escena al menos, una que no fuese desagradable.

Vos y las demás eran malas. Yo me acuerdo.

¿Lo dijo, lo decía?

La mujer masculló algo, ansiosa o inquieta, dudando quizá entre poner distancia o acercarse. Ella la vio mirar alrededor como si buscara fuera de sí misma una explicación rápida y contundente sobre la intimidad, sobre qué cosa era. Y enseguida miró ella también alrededor, la planicie arenosa de la puerta del supermercado, el rayo de sol único, iluminándolas.

Se quedaron en silencio y ella pensó que la mujer diría algo banal, obvio y terminante. Estoy vieja, soy vieja, envejecí. Pero no dijo nada. Sólo la miró una vez más, quizá intentando encontrar, ella también, una escena de su infancia en común, una al menos que no fuese desagradable.

—¿Y qué hacen acá todo el año? —preguntó ella.

La mujer pestañeó, parsimoniosa, dejó una de las grandes bolsas en el piso y le contó que su marido trabajaba en la ciudad y que ella antes también, pero ahora no, ahora se dedicaba a la casa y en su tiempo libre hacía cosas en barro y cerámica; grotescas cosas, imaginó ella. Y también esculturas.

Esculturas, repitió.

Y enseguida dejó la segunda bolsa en el piso, sacó un celular del bolsillo trasero de su pantalón y le mostró fotos de sus esculturas mientras dijo, o diría siempre, con un resto de juventud en la voz que su idea era exponerlas, alguna vez, en alguna parte.

Exponerlas, repitió.

Ella se inclinó para ver la pantalla.

—Son hechas con resina —dijo.

La mujer fue pasando las fotografías, indicándole fechas, asociando esculturas con momentos de su vida. Ella miró las imágenes y todas parecían fetos, especies de fetos adentro de frascos, de frascos que parecían úteros, de úteros. Las últimas esculturas, las más recientes, eran como enormes fetos de dinosaurios.

Hubo otra pausa. Otra enorme pausa. Si al menos apareciera una tercera persona, alguien que llegara para interrumpirlas. Pero eran sólo ellas dos, petrificadas bajo el rayo de sol único.

—¿Y tu vida? —preguntó la mujer, guardando el celular.

Ella lo pensó. Sabía que no podía decir la verdad; que, otra vez, no podía decirla. Su accidentada historia vital no era nada. O era, sólo, un conjunto de nadas. Cosas empezadas, sin terminar. Mudanzas. Una persona al lado. Otra persona al lado. Ningún logro, ningún proyecto coherente y terminado. Así que balbuceó algo, miró a la mujer y pidió que por favor fuese ella quien se hiciese cargo de la conversación. La mujer, ansiosa y práctica, le señaló un auto.

—Aquella es mi hija —dijo, y ella intentó identificar el auto en la distancia y enseguida aquello, algo sentado en el asiento del acompañante, una mujer casi, o menos que una mujer, una cosa oscura, pensando.
—Ah —dijo ella, y no se le ocurrió nada más.
—Tiene una enfermedad mental —dijo la mujer, sin mirarla y sin darle demasiada importancia, como si dijera una trivialidad.

Ella preguntó qué enfermedad mental —finalmente—. La mujer no supo decirle cuál. Sólo se quedó en silencio unos segundos, parpadeó, parsimoniosa, y enseguida dijo que no tenía un diagnóstico, que sólo eran sospechas suyas, ideas o imágenes que se le aparecían de vez en cuando, como pantallazos.

Entonces ella imaginó aquello, mientras la otra alzaba en el aire una de las grandes bolsas ayudándose con el borde de un pie, imaginó una tarde, la primera tarde en que la mujer había descubierto algo, bombachas sucias metidas en los cajones, como fotos obscenas, y fotos obscenas también, como tristes mensajes suicidas, encadenados, uno sugiriendo y anticipando al otro, ganando cada vez en intensidad.

—Tengo una amiga que tiene un hijo esquizofrénico —dijo ella después.

La mujer la miró como si le estuviese mintiendo, inventándole cosas, otra vez. Durante un momento se miraron así, sabiendo ya que el segundo encuentro no tenía ningún valor simbólico ni era la confirmación de nada.

La mujer levantó la segunda bolsa en el aire. Ella volvió a mirar la planicie descolorida, rodeándolas. Hubiese querido contarle algo ella también, no darle solamente ese rodeo insustancial sobre sí misma. Decirle que de chica era mala porque era desgraciada. La mujer bajaría por segunda vez las pesadas bolsas al piso. Tendrían una conversación. Hablarían de la vida y de sobrevivir. Deslindarían esas diferencias. Y quizás ambas coincidirían en que cuando sobrevivimos, nos volvemos viles y estrafalarios.

Pero ninguna de las dos dijo nada más.

Se despidieron de golpe, casi en silencio, sin preámbulos. Y después ella la vio, por segunda vez, mascullando algo en la distancia, tan pronto ubicándose en su estadía privada, sintiéndose, sabiéndose, pensándose sola. Ella volvió a verla pateando piedras o autos, sacudiendo un pie como si un bicho de balneario la estuviese acosando; como si todos, todo el tiempo, estuviesen acosándola.

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