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Ilustración: Federico Murro

Seis caricaturas y falsedades sobre Adam Smith

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En nuestra edición de mayo, el sociólogo y docente Fernando Errandonea desbrozó algunos malentendidos que intelectuales de derecha alimentaron en torno al pensamiento de Marx. Ahora, hace una operación simétrica con las ideas de Adam Smith y sus críticos por izquierda, y, hacia el final, reflexiona sobre las causas y las consecuencias de esas desavenencias.

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1. La mano invisible es “natural”

La izquierda (y la derecha) endosa a Adam Smith la afirmación según la cual en la industria y el comercio anida el bien público. Incluso lo hace el historiador George H. Sabine en Historia de la teoría política. Según entienden divulgadores de izquierda, Smith postula que el provecho privado de industriales y comerciantes conduce necesariamente al bien público a través de la “mano invisible” y que esta yace en la “naturaleza de las cosas”. Sin embargo, Smith usa la metáfora “mano invisible” una única vez en La riqueza de las naciones. En este caso, le endosa un currículum benigno pero que no es necesario sino “frecuente” o probable sólo en circunstancias ideales, no en las que ofrece la política mercantilista en la Europa en que vive. Escribe Smith:

Al [individuo] orientar esa actividad de manera de producir un valor máximo él busca sólo su propio beneficio, pero en este caso como en otros una mano invisible lo conduce a promover un objetivo que no entraba en sus propósitos. El que sea así no es necesariamente malo para la sociedad. Al perseguir su propio interés frecuentemente fomentará el de la sociedad mucho más eficazmente que si de hecho intentase fomentarlo.

En segundo lugar, Smith postula en pasajes anteriores lo contrario: que el interés privado de comerciantes e industriales en las condiciones de la política europea, lejos de conducir al interés general, lo perjudica. Dice:

El interés de los comerciantes en cualquier rama particular del comercio o de la producción siempre es en algunos aspectos distinto y hasta opuesto al de la población [...] Cualquier iniciativa de una nueva ley o regulación que provenga de ellos deberá siempre ser escuchada con precaución y nunca deberá ser adoptada hasta que haya sido examinada larga y cuidadosamente, con la atención más escrupulosa y más llena de desconfianza. Pues procede de un tipo de hombres cuyo interés nunca es exactamente el mismo que el de la población, que tienen generalmente un interés en engañar a la población e incluso en oprimirla, y que de hecho, en ocasiones, la han engañado y la han oprimido.

No hay contradicción en Smith. Ocurre que la “mano invisible” no existe en ningún lado del planeta ni está en la naturaleza de las cosas. Por eso es que hay que producirla artificialmente para que se constituya en medio de prosperidad e igualación general. Y el medio para construir esa mano invisible es nada menos que… el Estado; no el que existe, sino otro Estado. La forma de actuar del Estado en Europa en la época de Smith indispone, según él, a la prosperidad general y predispone a la desigualdad entre las personas mediante la concesión por parte de la Corona de diversos privilegios a monopolios y corporaciones que restringen la competencia.1

Ilustración: Federico Murro

2. Smith era un “economicista” enemigo de la intervención estatal

Smith no fue enemigo de la intervención del Estado en el área económica ni en el área social, como se suele creer. Fue enemigo de la intervención de un tipo específico de Estado: el Estado mercantilista. Y lo fue porque este favorecía con prebendas y privilegios a los amigos de la Corona, con lo que creaba desigualdades a nivel del empleo y el capital. Porque segmentaba el mercado con aduanas secas en extremo costosas, inhibiendo el comercio.2 Porque evitaba que creciera la riqueza al defender a corporaciones que castigaban la innovación técnica. Porque sesgaba la distribución a favor de los amigos de la Corona, con lo que desplazaba al resto y producía y reproducía iniquidades y desigualdades. Contra este estado de cosas arremete en el siguiente pasaje:

¿Debe considerarse una mejora en las clases más bajas del pueblo como una ventaja o un inconveniente para la sociedad? La respuesta inmediata es totalmente evidente. Los sirvientes, trabajadores y obreros de diverso tipo constituyen, de lejos, la parte más abundante de cualquier gran sociedad política. Y lo que mejore la condición de la mayor parte nunca puede ser inconveniente para el conjunto. Ninguna sociedad puede ser floreciente y feliz sin la mayor parte de sus miembros es pobre y miserable. Además, es justo que aquellos que proporcionan alimento, vestido y alojamiento para todo el cuerpo social reciban una cuota del producto de su propio trabajo suficiente para estar ellos mismos bien alimentados, vestidos y alojados.

Es más, La riqueza de las naciones se dirige, como un todo, a conceptualizar el mercado como un instrumento del Estado. Dice el economista Giovanni Arrighi: “Adam Smith supuso la existencia de un Estado fuerte que crearía y ayudaría a reproducir las condiciones de existencia del mercado; que utilizaría el mercado como un instrumento efectivo del gobierno; que regularía su funcionamiento; y que intervendría activamente para corregir o contrarrestar sus resultados sociales o políticos indeseables”.

En consecuencia, constituye un error que se haya tildado de “economicista” a Adam Smith. Su modelo se orienta en sentido opuesto: no desde la economía hacia la política, sino desde la política hacia la economía. La flecha causal se dirige en sentido inverso del que muchos críticos suponen. Para Smith, la causa de la riqueza de las naciones está dada por una “buena” política que resume así:

Apenas poco más que paz, impuestos moderados y una administración de justicia tolerante se requieren para llevar a un Estado al más alto grado de opulencia, desde la barbarie más baja.3

Pero en otro pasaje, el mismo Smith amplía la órbita de acción del Estado. A continuación, un pasaje de Smith que Arrighi no cita:

Después de las obras e instituciones públicas necesarias para la defensa de la sociedad y la administración de la justicia, ya mencionadas, las demás obras e instituciones de esta clase son las que facilitan el comercio de la sociedad y las que promueven la instrucción del pueblo. Las instituciones docentes son de dos clases: las destinadas a la educación de la juventud y las destinadas a la instrucción de las personas de todas las edades.

Al hablar de obras públicas a cargo del Estado, Smith refiere a “caminos, puentes, canales navegables” y “carreteras”. Más adelante, además de justificar la protección del comercio en general, aboga por la creación y la protección de mercados específicos.

Algunas ramas especiales del comercio [...] exigen una protección extraordinaria [...] No parece absurdo que el gasto extraordinario que ocasione la protección de una rama especial del comercio sea sufragado por un impuesto moderado sobre dicha rama.

Y en cuanto a la educación, Smith pone énfasis en formar a las personas que menos recursos tienen para cerrar las brechas de inequidad de clase. Primero diagnostica:

La educación del pueblo llano requiere quizás más la atención del Estado en una sociedad civilizada y comercial que la de las personas de rango y fortuna. Las gentes de rango y fortuna tienen normalmente 18 o 19 años cuando ingresan al negocio, profesión u oficio en el que se proponen destacar [...] Con el pueblo llano ocurre lo contrario. Dispone de poco tiempo para dedicarlo a la educación. Los padres apenas pueden mantener a los hijos, y apenas puedan estos trabajar deben aplicarse a algún oficio o trabajo con el que puedan ganarse la vida. Este oficio será normalmente tan simple y uniforme que ejercitará poco la inteligencia; al mismo tiempo, el trabajo será tan constante y severo que dejará poco tiempo de ocio y menos inquietud para hacer y ni siquiera para pensar en ninguna otra cosa [como estudiar].

Luego, establece lineamientos de política pública y sugiere un sistema público y obligatorio de enseñanza:

Con un gasto muy pequeño el Estado puede facilitar, estimular e incluso imponer sobre la gran masa del pueblo la necesidad de adquirir esos elementos esenciales de la educación [...] El Estado puede incentivar la adquisición de esos conocimientos muy fundamentales de la educación estableciendo pequeños premios y distintivos honoríficos a los niños de familias humildes que sobresalgan en ellos.

La financiación del sistema de educación popular la concibe en régimen de copago:

El Estado puede facilitar esa adquisición estableciendo en todas las parroquias y distritos una pequeña escuela donde los niños puedan estudiar pagando una tasa tan moderada que incluso un trabajador común sea capaz de pagarla; el maestro sería pagado por el Estado en parte, pero no totalmente, porque si fuera totalmente o incluso principalmente pagado por el Estado, pronto se acostumbraría a desatender su trabajo.4

Con estas citas se puede desterrar la creencia común en que la idea del mercado autorregulado nace con Adam Smith. El “descubrimiento” de presuntos “mercados autorregulados” proviene de otra rama de la economía liberal. Aunque se le endosa retrospectivamente al fundador de la economía política moderna, es un concepto tan ajeno a Smith como la filiación jacobina a Marx.

Ilustración: Federico Murro

3. Ignorante de la existencia de clases sociales

Otro error es creer que Adam Smith no percibió la existencia de clases sociales ni el antagonismo de intereses entre la clase asalariada y la clase de los dueños del capital (industriales y terratenientes) ni la debilidad estructural del asalariado para enfrentar ese conflicto bajo condiciones capitalistas de producción.

Los salarios corrientes del trabajo dependen del contrato establecido entre dos partes cuyos intereses no son, en modo alguno, idénticos. Los trabajadores desean obtener lo máximo posible, los patronos dar lo mínimo. Los primeros se unen para elevarlos, los segundos para rebajarlos [...]

En la misma línea, Smith nunca concibió que el salario fuera una remuneración del trabajo de la misma manera que el beneficio lo era del capital. Asimismo, entendió que la renta de la tierra no guarda relación con la cantidad de capital invertido en esta. En los capítulos 6 y 11 del Libro I de Riqueza de las naciones, respectivamente, constan a texto expreso estas especificaciones conceptuales. Dice al comienzo del capítulo 6:

Podría acaso pensarse que los beneficios del capital son sólo un nombre distinto para los salarios de un tipo de trabajo particular, el trabajo de dirección e inspección. Son, sin embargo, totalmente diferentes, los principios que los regulan son muy distintos, y no guardan proporción alguna con la cantidad, la dureza o el ingenio de esa supuesta labor de inspección y dirección. Están regulados completamente por el valor del capital invertido y son mayores o menores en proporción a la cuantía de este capital.

Y en el 11 dice:

Podría pensarse que la renta de la tierra es a menudo nada más que un beneficio o interés razonable del capital invertido por el dueño en mejorarla. Y sin duda esto puede ser parcialmente cierto en algunas ocasiones [...] El propietario exige una renta de la tierra no mejorada, y el supuesto interés o beneficio sobre lo invertido en mejoras es en general una adición a esa renta original. Dichas mejoras, además, no siempre se realizan con el capital del dueño; a veces derivan del capital del arrendatario. Pero cuando llega el momento de renovar el contrato de arriendo, el terrateniente suele exigir un incremento de la tierra como si todas las mejoras se hubiesen realizado con su capital.

Ilustración: Federico Murro

4. Era enemigo de los sindicatos

Otro error es suponer que Smith fue enemigo de la clase trabajadora o que acuñó la “leyenda negra” sobre los sindicatos. Veamos qué escribió realmente:

Nuestros comerciantes se quejan con frecuencia de los altos salarios del trabajo británico como la causa de que sus manufacturas no se vendan tan baratas en los mercados foráneos, pero no dicen nada de los altos beneficios del capital. Se quejan de las generosas ganancias de otra gente, pero no dicen nada de las propias. No obstante, los altos beneficios del capital británico pueden contribuir a elevar el precio de las manufacturas británicas, tanto, y en algunos casos quizá más, que los altos salarios del trabajo.

Lo que critica es la asimetría de poder en la puja distributiva entre capitalistas y asalariados, en detrimento de estos últimos. También critica la asociación de patrones —cámaras empresariales— para mantener bajo el nivel general del salario, tanto como la intervención del Estado en favor de estos y en contra de los trabajadores.

No resulta, empero, difícil prever cuál de las dos partes [capital o trabajo] se impondrá habitualmente en la puja, y forzará a la otra a aceptar sus condiciones. Los patronos, al ser menos, pueden asociarse con más facilidad; y la ley, además, autoriza o al menos no prohíbe sus asociaciones, pero sí prohíbe la de los trabajadores. No tenemos leyes del Parlamento contra las uniones que pretenden rebajar el precio del trabajo; pero hay muchas contra las uniones que aspiran a subirlo. Además, en todo conflicto los patronos pueden resistir durante mucho más tiempo. Un terrateniente, un colono, un comerciante o un fabricante pueden, normalmente, vivir un año o dos con los capitales que ya han adquirido, y sin tener que emplear a ningún trabajador. En cambio, muchos trabajadores no podrían subsistir una semana, unos pocos podrían hacerlo durante un mes, y un número escaso de ellos podría vivir durante un año sin empleo. A largo plazo, el trabajador es tan necesario para el patrono como este lo es para él, pero la necesidad del patrono no es tan inmediata.

David Ricardo, en Principios de economía política y tributación, va todavía más allá al percibir tres clases sociales: los rentistas de la tierra, los empresarios capitalistas y los asalariados. Y entre las clases percibe intereses contrapuestos en términos distributivos. Por eso afirma que el estado normal de una sociedad es el conflicto y no la “armonía”, como, en cambio, tendió a pensar Smith en La riqueza de las naciones. Ricardo agrega que el terrateniente goza de un monopolio que no genera un beneficio, sino una renta. Por eso es un parásito que cobra un impuesto a las restantes clases sociales: “el interés del terrateniente se opone siempre al interés de todas las demás clases de la comunidad”. Y agrega que hay una relación inversa entre la riqueza de un país y la renta: “El aumento de la renta es [...] un síntoma de la riqueza pero nunca una causa, ya que esta aumenta a menudo más rápidamente cuando la renta es estacionaria y hasta decreciente. La renta aumenta más rápidamente a medida que la tierra disponible va perdiendo sus energías productivas”.

Ilustración: Federico Murro

5. Fue optimista con la mundialización

Se ha creído que Smith fue un “optimista” respecto de los beneficios finales de la mundialización del comercio e indiferente respecto de sus “externalidades negativas”. Pero lo fue mucho menos que Marx, sobre todo que el Marx del Manifiesto comunista. En su famoso escrito, Marx se mostró como un entusiasta modernizador. Ese costado queda de manifiesto también en su aversión a las naciones chicas que restringían la escala del mercado.5

En cambio, Smith escribe sobre las consecuencias más bien nefastas de la mundialización, del descubrimiento de América y de la conquista de las Indias Orientales vía el Cabo de Buena Esperanza, y desliza una oblicua empatía por los débiles, por los pueblos explotados, por los dominados a manos del invasor europeo.

Sus consecuencias han sido importantes [...] La tendencia general parece ser beneficiosa, al unir, en cierta medida, la mayoría de las partes distantes del mundo, permitiéndoles [...] alentar la industria del otro. Para los nativos, sin embargo, tanto de Oriente como de las Antillas, todos los beneficios comerciales que pudieran haber resultado de estos eventos se han hundido y perdido en las terribles desgracias que han ocasionado. En el momento, cuando se hicieron estos descubrimientos, la superioridad de la fuerza de los europeos fue de tal magnitud que les posibilitó cometer con impunidad todo tipo de injusticia en aquellos países remotos.

Ilustración: Federico Murro

6. Concibió al hombre como Homo economicus

Se le ha endosado a Smith un concepto antropológico del hombre reducido al Homo economicus: egoísta y racional. Maticemos: sí y no.

Por un lado, como ya vimos, Smith fustiga en algunos pasajes de La riqueza de las naciones el egoísmo individual y corporativo de industriales y comerciantes. Pero también reconoce que el bien colectivo anida en el interés individual: “La persecución de su propio interés lo conduce natural o mejor dicho necesariamente a preferir la inversión que sea más útil para la sociedad”, escribe. Y esto, por una razón de cercanía geográfica, aplica al capitalismo de la época de Smith, pero aplica menos al nuevo capitalismo global: “Cada individuo procura invertir su capital lo más cerca de casa que sea posible, y por ello, en la medida de lo posible, apoya la actividad nacional [...] Todo comerciante mayorista prefiere el comercio local al comercio exterior, y el comercio exterior al comercio de tránsito”. Obviamente, esto no aplica al capitalismo de empresa horizontal y deslocalizada surgida en el último cuarto del siglo XX. Lo que escribe Smith sólo aplica actualmente al sector de bienes no transables dentro de cada economía.

Por otro lado, en Teoría de los sentimientos morales, Smith habla de un ser que quiere y que se solidariza con el otro, habla de la “natural empatía” que nos despierta el prójimo. En el capítulo inicial —titulado en español “De la simpatía”, aunque debió titularse “De la empatía”— dice:

Por más egoísta que se pueda suponer al hombre, existen evidentemente en su naturaleza algunos principios que le hacen interesarse por la suerte de otros, y hacen que la felicidad de estos le resulte necesaria, aunque no derive de ella nada más que el placer de contemplarla. Tal es el caso de la lástima o compasión, la emoción que sentimos ante la desgracia ajena cuando la vemos o cuando nos la hacen concebir de forma muy vívida.

Y más adelante:

El regocijo que nos embarga cuando se salvan nuestros héroes favoritos en las tragedias o en las novelas es tan sincero como nuestra condolencia ante su desgracia y compartimos su desventura y su felicidad de forma igualmente genuina.

También:

A veces sentimos hacia otro ser humano una pasión de la que él mismo es completamente incapaz porque cuando nos ponemos en su lugar esa pasión fluye en nuestro pecho merced a la imaginación.

Además:

Pensamos qué doloroso es el ser privado de la luz del sol, el carecer de vida y de trato con los demás, el yacer en una fría sepultura [...] el que nadie piense en nosotros en este mundo y el ser en poco tiempo apartado de los afectos y casi de la memoria de los amigos y parientes más cercanos [...] El tributo de nuestra condolencia ahora parece doblemente merecido ahora cuando están en peligro de ser olvidados por todos.

Por fin dice, al inicio del segundo capítulo, “Del placer de la simpatía mutua”:

Cualquiera que sea la causa de la simpatía [...] nada nos agrada más que comprobar que otras personas sienten las mismas emociones que laten en nuestro corazón y nada nos disgusta más que observar lo contrario.

Y así sigue. Dice que no debemos desdeñar lo que sentimos ni lo que proviene de ese espacio irracional, como la indignación, la solidaridad y el sentimiento de rebeldía frente a la injusticia. Y también habla de la relación que sería deseable tender entre los universos del sentimiento y de la razón. Este tema fue tratado también por el marxista Ernst Bloch en los años 20 del siglo pasado, así como por Ruth Levitas y Amartya Sen. Levitas lo hace a través de la relación entre razón y pasión, entre lo que llama “corriente fría” y “corriente caliente”. En términos similares, el tema ya había sido abordado por Adam Smith en su Teoría de los sentimientos morales, publicado en 1759. Sen, por su parte, dice: “Tenemos que ‘leer’ lo que sentimos y lo que parece que vemos, y preguntar qué indican esas percepciones [...] Un sentimiento de injusticia podría servir como señal para movernos, pero una señal exige examen crítico [...] La convicción de Adam Smith sobre los sentimientos morales no lo disuadió de buscar una ‘teoría de los sentimientos morales’”.

Por último, Smith se hace cargo de las consecuencias negativas de la división del trabajo. Smith afirmó que el crecimiento del mercado está asociado a una creciente división del trabajo social. Y que esa creciente división del trabajo, lejos de enriquecer al trabajador, lo deteriora al punto de dejarlo “estúpido”. Un razonamiento del que Karl Marx es legatario. Entre Marx y Smith hay más líneas de continuidad que de ruptura. Dice Smith, citado por Sennett:

En el curso de la división del trabajo, la función de la mayor parte de aquellos que viven de su trabajo termina reducida a unas pocas operaciones muy sencillas; por lo general una o dos [...] El hombre que se pasa toda la vida dedicado a pocas operaciones [...] suele volverse todo lo estúpido e ignorante que puede volverse un ser humano.

En síntesis, la derecha no ha leído a Marx. O bien lo ha leído escasa y parcialmente. La izquierda no ha leído a Smith, o lo ha leído poco y mal. Y lo que complica más las cosas: es probable que el grueso de la izquierda no haya leído a Marx6 y que la derecha no haya leído a Smith. O bien que los hayan leído no para comprender, sino para confirmarse. O para hacer usos políticos de ambos clásicos.

Malentendidos, consistencia cognitiva y control social

¿Qué es lo que se esconde detrás de los errores, los malentendidos, los equívocos y las caricaturas en torno a Marx y Smith? ¿A qué responden? Además del déficit de lectura, la incomprensión y la mala fe, ¿hay otras razones?

En la caricaturización de ambos autores participan detractores y defensores. Para explicar la conducta de los detractores habría dos alternativas interpretativas: la “consistencia cognitiva” (estudiada por Leon Festinger) y el control social (en la visión de Elisabeth Noelle-Neumann). Lo que toma el nombre de “malentendidos” puede deberse a procesos bien estudiados sobre la superación de la disonancia cognitiva a través de la reafirmación cognitiva.

En A Theory of Cognitive Dissonance (1957) y Conflict, Decision, and Dissonance (1964), Festinger señaló que en el hombre moderno conviven varias concepciones sobre el mundo, sobre los otros y sobre sí mismo. Cuando detecta una disonancia, tiende a reducirla o eliminarla. El siguiente paso es sustituir esa disonancia en el conocimiento por el principio de “consistencia cognitiva”. Esa inclinación a clausurar disonancias y construir consistencias cognitivas no ocurre por igual en todas las personas, pero sí aumenta considerablemente su propensión en las personas más comprometidas con ciertas ideas e insertas en organizaciones sociales para las que esas ideas resultan clave. O sea, en individuos insertos en grupos que hacen de esas ideas el núcleo de la identidad de sus miembros. Allí la persona no sólo no puede poner en tela de juicio sus ideas ni sus acciones, sino que se ve impelida a forzar la consistencia cognitiva para mantener su identidad sin fisuras y eventualmente su integración plena y la “completitud de estatus” como ser gregario.

Festinger lo elabora en el plano de la economía psíquica, pero también existe el plano de interacción social en que el individuo desea seguir siendo parte del grupo y debe comportarse, pues, de forma adversativa respecto de exogrupos percibidos como antagónicos por su propio grupo. Y, como tal, debe reafirmar sus ideas pasadas, que son también las de su grupo de pertenencia. Y debe, correlativamente, rechazar las nuevas ideas, aun cuando haya evidencias en contrario.

Tal es lo que ocurre entre quienes defienden posiciones consideradas de izquierda y de derecha. Sobre todo, entre quienes se encuentran más comprometidos públicamente con el credo. El compromiso, en ese caso, no es individual, sino que se elabora en contextos grupales que ejercen un control social cruzado entre individuos.

En la confirmación cognitiva a la que aquí refiero a partir de Festinger inciden complementariamente invisibles procesos de coacción social. O sea, hay algo que está más allá de la configuración psicológica del actor individual que se conecta con una fuerza social y una moral colectiva que se manifiesta como coactiva. En tanto tal, constituye un hecho social llamado opinión pública. Esa fuerza que se impone desde fuera, desde la sociedad, hace carne en el individuo de tal manera que lo constituye desde dentro.

El control social de la opinión pública se convierte en la segunda piel del individuo, su “piel social”, hasta tal punto que lo hace decir y hacer cosas que a veces ni piensa ni haría si no sintiera amenazada su posición en el grupo por manifestar un punto de vista discrepante, como afirma Noelle-Neumann. Puede ocurrir algo más extremo: que el individuo se encuentre obligado sistémicamente a manifestar algo contrario a su pensar y sentir. Cuando por exhibir opiniones no es sólo su posición plena en el grupo lo que está en juego, sino la marginación, la exclusión, la muerte civil, la posibilidad de convertirse en una no-persona o peor todavía, la amenaza de sufrir cárcel y torturas psicológicas, morales y físicas, entonces el individuo se alejará completamente de sí mismo y activará mecanismos de doble estándar y adaptación extrema a la opinión mayoritaria, cuando no a la delación de toda opinión que vaya en detrimento de esa verdad tan oficial como única.

Pero en condiciones de una coacción social de baja intensidad, ¿a qué se deberá este cúmulo de caricaturas? Dejo la palabra final al economista Fernando Esponda:

La evaluación de lo que dijeron o no filósofos de este tipo no está tanto relacionada con lo que escribieron, sino con la eventual aplicación de sus ideas a la realidad. Quienes critican a Marx no lo critican tanto por la idea que tienen de lo que pensó, sino por la idea que tienen de lo que sucedió cuando se aplicó lo que pensó a la realidad. Lo mismo con Smith. La caricaturización de Marx no es a sus libros sino al socialismo real. La crítica a Smith no es a su teorización de la mano invisible sino a los resultados del capitalismo.

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  1. Ver la “triple desigualdad” en Riqueza de las naciones, Libro I, apartado 10, parte II: “Desigualdades producidas por la política de Europa”. 

  2. Smith, con realismo, no afirmó que no deberían existir impuestos aduaneros, sino que estos debían ser moderados. Además, sostenía que si los aranceles son extremadamente gravosos, incentivan el contrabando. 

  3. Otro economista, el Nobel en economía Amartya Sen, asume un esquema de pensamiento similar al de Smith. Compara las hambrunas en China e India a partir de la implantación del comunismo en la primera y de la democracia en la segunda. Mientras en China las hambrunas fueron una constante bajo el régimen de Mao, en India se redujeron abruptamente a partir de la instauración del régimen democrático. Se produjo un tajo entre la dominación británica y el régimen inaugurado en 1947 por efecto de la libertad, en particular, de la libertad de prensa. La población china, al carecer de canales democráticos para denunciar las hambrunas, las siguieron padeciendo de manera resignada y en silencio. O sea, Smith y Sen asumen que, dados ciertos prerrequisitos políticos, la economía y la sociedad adquirirían cierta vida propia. Claro que hoy sabemos algo que Smith no podía saber: además es necesaria una interacción virtuosa entre economía y política. 

  4. Por supuesto que no estaba en el horizonte de Smith crear ciudadanos conscientes de sus derechos a través de la educación pública, esa es una apuesta posterior. 

  5. Marx “apoyaba” los Estados-nación de mayor alcance, como Francia y la unificación de Alemania, por considerar que extendían la escala del mercado. Sin embargo, Marx era contrario a las naciones porque estas demandaban una lealtad que competía con la lealtad a la clase social: las naciones separaban a los trabajadores y les impedían verse como formando parte de una misma clase mundial explotada. 

  6. No leyó o no comprendió a Marx el “filósofo marxista” Slavoj Žižek. La función manifiesta de su Robespierre, virtud y terror es invitar a la izquierda marxista a hacerse cargo de la filiación jacobina y del terror. La función latente conduce a instigar a la izquierda a asumir como propia una ideología que no es socialista, sino pequeñoburguesa, y a encarnar una utopía propia de una sociedad de productores independientes. Una ideología contradictoria que por un lado afirma que “no debe haber ricos ni pobres” y por otro lado dice “no admitir el reparto de propiedades”: tales son las palabras de Saint Just en el cuarto fragmento de sus Instituciones republicanas (Žižek, 2007). 

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