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Mirar no es ver

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La frase proviene del refranero español, pero parece haber sido hecha a propósito de este presente de pantallas múltiples y ojos velados. La catarata de estímulos va nublando el cristalino y lo que miramos ya no se ve con claridad.

Este número recorre esa idea, primero, con los pies descalzos en el alfombrado granate de una mezquita de Yemen, mientras afuera caen las bombas sobre los civiles en Gaza y aún no se apagan los ecos de los ataques sobre los civiles en Israel. “Estamos asistiendo a un genocidio en vivo y en directo”, han dicho algunas voces que conocen Oriente Medio. La posibilidad de que sea así endurece los bordes de la bruma de la información manipulada, tan hija de este tiempo, pero vieja como el relato mismo. Esa foto quieta, que es todo silencio en oposición al estruendo, propone, desde el presente, una forma de nitidez retrospectiva ante lo que fue la metáfora ominosa de la noche y la niebla en el siglo pasado.

La literatura es un auxilio en esas circunstancias. En toda circunstancia. Nos muestra, por ejemplo, que la distancia del negocio, más que la del idioma, expropia el conocimiento de voces que hablan de nosotros mismos. A veces, un Premio Nobel como el que recibió el noruego Jon Fosse sirve para tender puentes y sortear ese abismo. La literatura también es un buen lazarillo para atravesar la actualidad cegadoramente iluminada: ¿es el realismo un camino para que se corporice el terror como género en la orilla de enfrente? La teoría ayuda, aunque ni los teóricos más lúcidos pueden quitarse por completo la venda que les imponen las circunstancias de su tiempo, como le pasó a Pierre Bourdieu con Antonio Gramsci. Por suerte, de tanto en tanto aparecen ejercicios de exorcismo ante esos ofuscamientos (y contra las lógicas del consumo), como sucedió hace 30 años con La República de Platón.

Si se empezó con los pies descalzos e intentando enfocar la actualidad, a mitad del número es necesario calzarse los zapatos deportivos y hacer el operativo inverso: desenfocar lo que siempre miramos. Cuando el cine nacional no era más que una eterna primera película no lo sabíamos, pero ahora, que podemos decir con un poco de sonrojamiento que eso que siempre hicieron otros ya existe también acá, el cine uruguayo puede arrimar el bochín para devolverle a su comunidad una reverberación nueva de lugares identitarios. Y así, producir una suerte de aceleración antropológica que en su campo electromagnético haga que las imágenes de la experiencia vital de los espectadores empiecen a chocar entre sí para dar por resultado una forma nueva de la misma vieja cosa, que ya no es la misma. En esa larga intersección de varios kilómetros, hacemos un corte de 4.000 metros para volver a enfocar ese trozo de rambla situado al sur de la ciudad. Para verlo con otros ojos. Una operación similar se hace con los bronces de José Belloni, que extienden el mapa hacia el verde interior de los parques y son un ejemplo paradigmático del mirar sin ver.

Lo que empezó con los pies descalzos y la comodidad de la lectura debe culminar de manera simétrica. Así, al cierre, los fragmentos de varios de los libros ganadores de los Premios Bartolomé Hidalgo. Para leer con la concentración de quien está sentado (o sentada, aunque al viejo erudito de Yemen no le caiga en gracia, quizá, esta aclaración) en mullidas alfombras granate, pero sin olvidar que afuera está el estruendo.

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