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Los mares del sur

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En el mismo libro que da título a este número, el poeta italiano Cesare Pavese (1908-1950) incluye este texto sobre los trabajos, la distancia, las familias y el arraigo. Un libro que en su lengua de origen parece hablarnos no sólo de lo que cansa, sino de lo que permanece estancado para siempre: Lavorare stanca. Falsos amigos, diría una traductora. En este caso, se trata de una versión adaptada que es deudora de la versión española de Guillermo Fernández (Universidad Nacional Autónoma de México, 2008).

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(A Monti)

Caminamos una tarde por la falda de un cerro,
silenciosos. En la sombra del tardo crepúsculo
mi primo es un gigante vestido de blanco,
que se mueve pacato, con su rostro bronceado,
taciturno. Callar es nuestra virtud.
Algún antepasado nuestro debió estar muy solo
—un gran hombre entre idiotas o un pobre loco—
para enseñar a los suyos tanto silencio.

Mi primo habló esta tarde. Me pidió
que subiera con él: desde la cumbre se divisa,
en las noches serenas, el reflejo del distante
faro de Turín. “Tú, que vives en Turín...”
me dijo, “... pero tienes razón. Hay que vivir la vida
lejos del pueblo: se aprovecha y se goza;
luego, al volver después de cuarenta años, como yo,
se encuentra todo nuevo. Las Langas no se pierden”.
Todo esto me ha dicho y no habla italiano,
pero emplea lentamente el dialecto que, como las piedras
de esta misma colina, es tan abrupto
que veinte años de idiomas y océanos distintos
no han podido mellárselo. Y sube la cuesta
con la misma mirada abstraída que he visto, de niño,
en los campesinos un poco cansados.

Veinte años anduvo viajando por el mundo.
Se fue cuando todavía era yo un niño faldero,
y lo dieron por muerto. Después oí a las mujeres
hablando a veces de él, como en una fábula;
pero los hombres, más reservados, lo olvidaron.
Un invierno, a mi padre ya muerto, le llegó una tarjeta
con una gran estampilla verdosa con naves en un puerto
y deseos de buena vendimia. Causó gran asombro
y el niño más crecido explicó con vehemencia
que el mensaje venía de una isla llamada Tasmania,
rodeada de un mar más azul y feroces escualos,
en el Pacífico, al sur de Australia. Y añadió que en verdad
el primo era pescador de perlas. Y arrancó la estampilla.
Todos opinaron al respecto, mas coincidieron
en que si no estaba ya muerto, pronto moriría.
Luego todos lo olvidaron y pasó mucho tiempo.

Oh, desde que yo jugaba a los piratas malayos,
cuánto tiempo ha pasado. Y desde la última vez
que bajé a bañarme en un sitio mortal
y en un árbol perseguí a un compañero de juegos,
quebrando hermosas ramas, y le rompí la cabeza
a un rival y también me golpearon,
cuánta vida ha transcurrido. Otros días, otros juegos,
otros sacudimientos de la sangre frente a rivales
más huidizos: los pensamientos y los sueños.
La ciudad me ha enseñado temores infinitos:
una multitud, una calle me han hecho temblar;
un pensamiento, a veces, entrevisto en un rostro.
Siento aún en los ojos la luz burlona
de miles de faroles sobre el tropel de pasos.
Entre otros pocos, mi primo regresó
al terminar la guerra. Y tenía dinero.
Los parientes murmuraban: “En un año, cuando mucho,
se lo come todo y se larga.
Los desesperados mueren así”.
Mi primo tiene un semblante resuelto. Compró una planta
baja
en el pueblo y construyó con cemento un taller
con su flamante bomba al frente, para vender gasolina;
y sobre el puente, junto a la curva, un gran letrero.
Luego empleó a un mecánico que le atendía el negocio
mientras él se paseaba por Las Langas, fumando.
Entretanto se casó en el pueblo. Eligió a una muchacha
delgada y rubia, como las extranjeras
que alguna vez encontró por el mundo.
Pero siguió saliendo solo, vestido de blanco,
con las manos a la espalda y el rostro bronceado;
por la mañana iba a las ferias y con aire socarrón
compraba caballos. Después me explicó,
al fallarle el proyecto, que su plan
había sido suprimir las bestias del valle
y obligar a la gente a comprarle motores.
“Pero la bestia”, decía, “más grande de todas
he sido yo al pensarlo. Debía saber
que aquí bueyes y gentes son una misma raza”.

Hemos caminado más de media hora. La cumbre está
cercana;
aumenta en torno nuestro el murmullo y el silbar del viento.
Mi primo se detiene de pronto y se vuelve: “Este año
escribiré en el letrero Santo Stefano
siempre ha sido el primero en las fiestas
en el valle del Belbo, aunque respinguen
los de Canelli”. Y sigue subiendo la cuesta.
Un perfume de tierra y de viento nos envuelve en lo oscuro;
algunas luces lejanas: granjas, automóviles
que apenas se oyen. Y pienso en la fuerza
que devolvió a este hombre, arrancándolo al mar,
a las tierras lejanas, al silencio que dura.
Mi primo jamás habla de sus viajes.
Dice parcamente que ha estado en tal o cual sitio
y vuelve a pensar en sus motores.
Sólo un sueño
le ha quedado en la sangre: una vez navegó
como fogonero en un barco pesquero holandés, el Cetáceo;
vio volar los pesados arpones al sol,
vio huir ballenas entre espumas de sangre,
perseguirlas, lancear sus colas levantadas.
Me lo contó algunas veces.
Pero cuando le digo
que está entre los afortunados que han visto la aurora
en las islas más hermosas del mundo,
sonríe al recordarlo y responde que el sol
se levantaba cuando el día ya era viejo para ellos.

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