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Ilustración: Martín León Barreto

Asados por la tirilla

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Si llegamos tan olímpicos a junio desde ese enero en que parecía que el año recién comenzaba, todo indica que octubre estará acá en un pestañeo. Es tiempo entonces de recordar, en un ensayo ficción, viejos rituales electorales y de profundizar en algunos elementos tan reales e icónicos como la tirilla del sobre de votación.

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Noviembre. 1984.

Comenzó a cortarla; sus dedos largos, delgados, extremadamente delgados, apenas sostenían el sobre. Insistió, pero más suave, más lento. Sudó, dudó, pensó. Probó desprenderla de un tirón. Pánico: “Se va a romper todo el sobre”, pensó. Dudó otra vez. Se detuvo. Quiso cerrar los ojos. Recordó la advertencia de su padre: “Si la cortás mal, te van a sancionar”. Siguió. Tiró de a poco. Cortó hasta la mitad.

La presidenta levantó las cejas, bajó la cabeza y lo miró por encima de los lentes: “Por favor, tómese su tiempo, joven”.

Ernesto no escuchó el sarcasmo educado, de tono notarial. Fueron unos segundos, un lento paseo por la eternidad.

Un tirón más y la desprendió casi del todo. Llegó al último trocito de papel que unía la tirilla al sobre. Se detuvo. Miró. Tiró. Cortó. Un triunfo para las garantías de la democracia: con este voto, el fraude no es posible.

***

Contemplar cada detalle del paisaje de músculos del cuerpo es una actividad que no merecería otro calificativo que extraña. O podría decirse que sería algo digno para conversar con el terapeuta. La excepción tal vez sea esta: que tal contemplación tuviese como objetivo chequear el estado de las tramas de miocitos (“células especializadas que aumentan o disminuyen su longitud al ser estimuladas por impulsos eléctricos que proceden del sistema nervioso”, pequeño diccionario hogareño de medicina dixit) para un emprendimiento guerrero o una conquista amorosa.

Pero están ahí, funcionales. Se les presta atención cuando duelen o cuando están saludablemente bellos o exageradamente inflados por hormonas sintéticas. Más allá de eso, lo que importa son los efectos de esa capacidad de contraerse y distenderse y provocar el golpe de puño, la caricia, el saludo a la distancia, escribir, rascar, peinar.

La dimensión biológica de esas acciones no es autónoma. Está invariablemente aliada, ensamblada a algo que, jugando con la faceta más fantasiosa y adolescente de Ernesto, decidimos llamar metamúsculos: unos ¿dispositivos? que están en un dominio que no se percibe de manera directa con los sentidos. Invisibles, insonoros, inoloros, sí, pero, como el tiempo, los metamúsculos se conocen por sus consecuencias.

Entre estas biologías inmateriales, que imaginamos en varios intercambios de correos electrónicos y de chats, el que más nos ocupaba era el metamúsculo electoral.

Convenimos que, para tranquilidad de los creyentes en la “realidad”, no figure en los accesibles manuales de consulta médica para el hogar. Pero también que sus características, sin embargo, puedan rastrearse en los textos históricos, ensayos de politólogos, hasta en el acervo de anécdotas populares. Que el metamúsculo electoral tenga la propiedad de pasar varios años en reposo para luego hacer, cada tanto, algunos ejercicios. Que tenga la potencia para pegar, y pegar duro. Que pueda lograr performances virtuosas y de esas otras que se anotan entre las candidatas al olvido, al chiste, a la lista de cosas intrascendentes.

Se nos ocurrió también que sus capacidades se puedan medir en el exterior, en la exhibición pública —la plaza, ante cámaras y micrófonos voraces—, y también en el dominio de lo que pasa inadvertido para las masas, lo que pasa puertas adentro, cabeza adentro, traumas adentro.

Anotamos que de todos los efectos que se diagnostican en la cosa pública ya han dado cuenta escribientes sabios: los que han hurgado en los documentos oficiales, en la prensa custodiada en archivos, en los registros audiovisuales de sendas entrevistas, en los libros de coyuntura política y electoral.

Nos dimos cuenta, a poco de iniciar esta ficción, que es probable que no haya estudios que propongan el recuento ni el análisis de los efectos de este metamúsculo electoral en ese rincón menos vistoso. Allí, en ese dominio, tales efectos dejarían también huellas indelebles aunque sólo documentadas por el tramo personal de la(s) memoria(s). Esa sería la pequeña historia en la que no vale la pena gastar tinta.

Cada cuatro años, avanzamos, este algo, este dispositivo podría tomar el control del puño y prepararse para dar la trompada.

Tranquilos, sigue siendo un juego fantasioso.

Entonces, golpea. Golpea con la aparición de una foto publicada en un diario o con el spot de campaña de un candidato o, simplemente, con la aburrida búsqueda de la credencial. Va directo al mentón y el cuerpo, la mente o lo que sea se dispara a una estrepitosa caída. ¿Hacia atrás, hacia un costado o hacia arriba? Uno, flojo, impotente, se deja llevar. La resistencia a viajar en el tiempo es absurda y su destino, impredecible. Su itinerario es un caos de rostros, sobres ásperos y tirillas rebeldes, paseos en bicicleta, historias contadas por historiadores.

Setiembre. 1984.

Ernesto tenía esa altura y delgadez que casi no dejaban sombra en el suelo, salvo por su cabeza, coronada por un pelo enmarañado, abundante, imposible de peinar, que le valió el apodo Cabezón.

Era mi socio incondicional para salir a explorar en bicicleta los confines rurales de la ciudad de nombre pretencioso y con orgullo de estar en el límite mismo con Montevideo.

Un apunte desordenado, demasiado parcial, diría sobre este lugar: veranos e inviernos extremos, apagones programados, granito, calles asfaltadas en el centro comercial y de balastro hacia las afueras, dos plazas, una estación de trenes, un liceo y los funcionarios que controlaban de forma estricta que no llegáramos con el pelo largo. Además dos escuelas, las canteras y sus máquinas y camiones, varias iglesias, las quintas, dos cementerios, siestas en silencio, el club con cantina y canchas interiores y salón para bailes y conciertos de canto popular.

“Acá no pasa nada”, decía Ernesto. “Hay que irse a Montevideo de una vez”. El aparente silencio nos confundía. No sabíamos bien cuántos, pero muchos, durante los años setenta y los primeros ochenta habían sido “borrados” de los barrios, del liceo, de las escuelas, por un gobierno uniformado y con las insignias del terror. De eso no se hablaba en el almacén. Si se recordaba a alguien desaparecido, había que esquivar las palabras más explícitas. “Nunca sabés con quién estás hablando”, decía mi madre. El silencio no siempre es el detalle de color bucólico para una postal idealizada del interior.

Noviembre. 1984.

—Bo, ¿sabés lo que me dijo mi viejo?

Esto dijo Daniel después de tentar, en silencio, la velocidad del vértigo, separando las manos del manubrio de la bici.

—Ni idea —le contesté.

—Me habló de la tirilla.

—¿La tirilla?

—La del sobre para votar... Para mí fue un bolazo, pero me dijo hace meses, cuando volvíamos de hacer el trámite de la credencial, que cuando vaya a votar tenga cuidado al cortar la tirilla, que me podían poner una sanción si se me rompía.

—No jodas, eso es imposible.

—No, no jodo, me dijo eso.

—¿Y qué, te pueden mandar en cana?

—Yo qué sé, nunca voté ni nada de eso.

—Dale, vamos a cruzar ahora que no viene nada de ningún lado, metele.

No volvimos a hablar de esto hasta unos días antes de nuestro debut como ciudadanos.

Fue un viernes a la tarde. Cuando pasó a buscarme para ir a la casa de otro compañero, su carga parecía insoportable.

—Anoche no pude dormir, loco. Estaba pasado… no sé cómo voy a hacer con la tirilla. Soy torpe, ¿viste?, las manualidades, en el liceo, me cuestan demasiado; no puedo cerrar un sobre de cartas sin hacer un desastre. Mi viejo sigue jodiendo con eso, que tengo que cortarla bien y rápido. No sé para qué diablos le pusieron eso al sobre. Me sudan las manos cuando pienso en eso.

***

Fue en 2019. Primero, a mediados de marzo. Después, en agosto, en setiembre, en octubre, en noviembre. Una llamada, varios correos electrónicos, un intercambio de números de celular, varios mensajes cortos con emoticones y otras tantas llamadas.

Había pasado demasiado tiempo. La voz de Ernesto era muy diferente, muy adulta, como para reconocerla al instante. Tras la obligatoria puesta al día —estudios, trabajos, familias, barrios, mudanzas—, él recordó las conversaciones en plan electoral que tuvimos a mediados de los ochenta y hablamos de músculos, de entrenamiento, ensayamos —“un divague”, dijo él— la teoría sobre un metamúsculo electoral. Nos reímos.

Tiempo después escribió un largo correo electrónico. Fue una descarga. En cada elección lo seguía asaltando la inquietud por el sobre de votación, especialmente por la tirilla. Era, escribió, una obsesión: intensa, sudorosa.

Varios años después de esos intercambios con Ernesto.

Oscar Bottinelli —reputado politólogo, encuestador, analista— escribió: “El sistema electoral uruguayo es de una extrema complejidad y difícil intelección, tanto que se ha afirmado que ni los propios uruguayos son capaces de entenderlo”.

Lo que Ernesto intuía y sufría Bottinelli lo explicó con erudición: “La complejidad del sistema surge de su propia naturaleza, regida por una lógica muy rigurosa, pero además porque es producto de una vastedad de instrumentos jurídicos dictados a lo largo de 65 años”. La lista se resume así: “Más de 50 leyes (seis de ellas aprobadas en 1989), centenares de reglamentaciones de la Corte Electoral y un muy elevado número de actos jurisprudenciales de este cuerpo”.

El sudor y la obsesión de Ernesto tenían una explicación.

2019 de nuevo.

En un correo electrónico le mandé a Ernesto el link a la página web de una conocida emisora de FM.

Le escribí: “Seguí este link. Ayer escuché esta entrevista a Carlos Demasi. ¿Lo conocés? Es historiador, docente, un referente en materia de historia, sobre todo de historia reciente, y tiene una forma clara de explicar. Lo que dijo en ese programa periodístico (podés escucharlo on line), justo ahora que estamos cerca de la segunda vuelta, calza perfecto con tu obsesión. Vas a entender muchas cosas”.

Al día siguiente, Ernesto llamó.

—Ahora entiendo —dijo.

—¿Qué?

—El tema del fraude. Es clarísimo.

Había explicado Demasi: “En 1915 se aprueba una ley, que es la ley que va a regular la elección de la Asamblea Nacional Constituyente, la que reformó la Constitución de 1830. Y para esa elección se establece una ley especial” en la que se establece el sufragio universal. “Es decir, votaban todos, independientemente de que fueran analfabetos o no. Por supuesto, cuando hubo sufragio universal, las mujeres no estaban incluidas, ni tampoco estaban excluidas [...]. Es la primera [elección] que se [hacía] con un cuarto secreto, donde el votante se encerraba, sacaba su voto y lo ponía dentro de un sobre, en una caja, sin que se supiera qué es lo que había votado”.

Sin embargo, el fraude estaba “implícito en el sistema mismo, independientemente de que el voto sea público o secreto. [...] Y ese fraude lo hacían tanto un partido como el otro [colorados y blancos]”.

Al comienzo de la década siguiente, en 1923, se formó una comisión especial en la Cámara de Diputados, “la Comisión de los 25”, que fue presidida por Andrés Martínez Trueba y estaba integrada por 13 colorados y 12 blancos que a lo largo de ese año estudiaron en profundidad todo el sistema electoral. Fue una respuesta del sistema al reclamo de la ciudadanía: había que darles más transparencia a los comicios, aunque los partidos se resistieran.

Aquella comisión, contó Demasi, estaba integrada por políticos con una cualidad especial: eran expertos en fraudes electorales. “Se las sabían todas”, habría dicho Ernesto. “Se conocían todas las trampas, además sabían que los otros también sabían todas las trampas”, subrayó el historiador.

Antes, claro, corrieron décadas de entrenamiento de los músculos —o metamúsculos— político-electorales: caudillos, habilidosos adalides de las “gauchadas”, los sobornos, las matufias para encaramarse en el poder.

Entonces, siguió Demasi, aquella comisión bipartidista de expertos pensó “una serie de mecanismos muy ingeniosos justamente para evitar las trampas”.

Y se esmeraron: una nueva ley no debía dejar ningún hueco para falsear una elección. Tenía que estar blindada por una estricta ingeniería de reglas. Las garantías a los ciudadanos y a la clase política las daría un por entonces novel órgano superior e independiente: la Corte Electoral, creada en 1924.

Esto se engarzaba a la perfección en un proceso histórico, político, que venía afirmándose desde las décadas anteriores: modernizar el Estado, crear una estructura jurídica que le diera solidez al sistema de gobierno, a la gestión política. Un impulso en el que fue un factor clave el batllismo.

Tras ese proceso de discusión, análisis, propuestas de los expertos en fraude, en la ley 7.823, promulgada el 16 de enero de 1925 y publicada el 19 de ese mismo mes, de ese mismo año, quedó fijada toda la liturgia electoral. La que perfeccionó, en casi 100 años, varias de las habilidades del metamúsculo electoral y que tuvo, hasta el presente, sólo algunos pocos ajustes —en 1999 y 2000—.

La sustancia legal sigue siendo la misma. La tirilla, su número, su función de control también siguen siendo los mismos.

La liturgia quedó más o menos así por toda la centuria: formación de la fila en el circuito, esperar la autorización del presidente de la Comisión Receptora, la verificación documental de la identidad del votante y la autorización para tomar un sobre, mostrar al secretario el número de la bendita tirilla —que por ahora no se puede cortar— y, cumplidos estos pasos, llega la autorización para pasar al cuarto secreto.

Al final, luego de unos pocos minutos —“Antes de que el presidente de la mesa te vaya a buscar, Ernesto”—, hay que volver a la mesa y uno de sus integrantes verifica el número de la tirilla.

Ahora, a cortarla, Ernesto. Tenés que entregarla después para que se coloque en la pila correspondiente y a poner el voto en la urna. Listo.

Se devuelve el documento, la comprobación de haber votado, el saludo de cortesía. Todo en orden. Podemos volver a casa a preparar el asado dominguero y electoral con la tranquilidad de que no hay chances para el fraude.

Voto circulante

¿Por qué el sobre de votación tiene una tirilla numerada que sólo se puede arrancar delante de la mesa receptora y justo antes de ponerlo en la urna? Muchos se han hecho esa pregunta.

Resulta que en 1925 se formó en el Parlamento la Comisión de los 25, con el objetivo de crear un sistema electoral confiable como base de una democracia política plena. Esos 25 diputados, baqueanos en elecciones, taparon todos los resquicios por los que se pudiera colar el fraude. Hasta que alguien preguntó: ¿y cómo evitamos el voto circulante?

El voto circulante tiene por objeto garantizar el clientelismo, permitirle a un caudillito controlar el voto de alguien a quien le ha hecho o le va a hacer favores. Lo primero que necesita es que aplique toda su viveza criolla y consiga un sobre de votación vacío con la firma del presidente y el secretario de la mesa. Con eso puede empezar el voto circulante. Son varios pasos.

Uno, el caudillito pone su lista en el sobre, lo cierra, se lo da al votante y le pide que lo esconda.

Dos, el votante va a la mesa, recibe un sobre abierto y vacío, va al cuarto secreto y se guarda en el bolsillo ese sobre vacío; luego saca el otro, el que le dio el caudillito, y al volver a la mesa lo pone en la urna. La mesa no puede detectar si el sobre es el mismo o no.

Tres, el votante retorna con el caudillito y, como prueba de fiel cumplimiento, le entrega el nuevo sobre abierto y vacío.

Cuatro, con ese nuevo sobre, el caudillito repite el procedimiento una y otra vez. Los sobres van y vienen, y así controla todos los votos de sus clientes.

En cambio, con la tirilla numerada es distinto. Porque cuando se toma el sobre, su número se anota en una planilla. El votante va al cuarto secreto, vuelve y antes de poner el sobre en la urna, delante de la mesa, arranca la tirilla y el secretario controla que el número de esa tirilla sea el mismo que figura en la planilla. No puede haber voto circulante.

Sin embargo, el voto circulante no es cosa del pasado: hace poco volvió en la provincia de Buenos Aires, Argentina. Pero esa es otra historia.

Oscar Bottinelli es profesor titular (retirado) de Sistema Electoral en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de la República.

Abril. 2024.

—Ahora soy musculoso, estoy cuadrado. Antes, como Charles Atlas, ¿te acordás?, era “un alfeñique de 44 kilos” al que le sudaban las manos por temor a cortar mal la tirilla del sobre de votación, aquella por la que volvimos a la democracia, ¿te acordás, sí? Y como el mismísimo Atlas, ya soy un fortachón dedicado al fisicoculturismo profesional.

Esto decía Ernesto en un bar del Cordón con grandes ventanales hacia la calle y luces estridentes.

La musculatura se le notaba. Espalda ancha, brazos muy marcados; apenas cabía en la silla. No quedaba rastro alguno de aquel adolescente de mediados de los ochenta. Algunos rasgos de esos años fueron pulidos por largas terapias. Otros fueron esculpidos en horas consagradas al gimnasio.

—Sigo con las obsesiones —reconoce—. Aquel ¿chiste? de mi padre no lo había entendido, quizás. O algo así me dijo el psicólogo. Tomé pastillas para la ansiedad y para los músculos. Y, como te dije, estoy entrenado en eso que dijimos una vez, el metamúsculo electoral. No sé cómo se nos ocurrió darle vueltas a ese asunto.

—¿Te siguen sudando las manos cuando vas a cortar la tirilla?

—Curtí los músculos en el gimnasio, fui al psicólogo, pero hay cosas que no cambian por más que te entrenes. Aunque tengo las garantías, me lleva un buen rato, mucho sudor.

Alexander Laluz es musicólogo y periodista de larga trayectoria. Entre otros medios, ha escrito en Brecha, Dossier y Lento.

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