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Entre la letra y la sangre: poesía, lenguas nativas y una joven tísica

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Mirada de neófito.

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Es el segundo día de la Tercera Bienal de Poesía de San José. En la ciudad todavía flota el eco de una nueva irrupción de Ida Vitale, la poeta malhumorada, que la inauguró el día anterior. Llueve. Antes de sumergirme en la poesía de imágenes intensas de Benjamín Chávez y Vilma Tapia, antes de escuchar a otro poeta boliviano –Mauro Alwa– recitar los cánticos con los que las abuelas recibían a los recién nacidos, antes incluso de descubrir –tardíamente– al chileno Andrés Ajens, descubro que los zapatos deportivos de tela se empapan con facilidad. En la peatonal de San José, dejando atrás el gesto torcido de la escultura que recuerda a Paco Espínola, encuentro un par de botas de goma por un buen precio.

Con ellas trepo la escalinata de mármol que lleva a la sala Sienra, donde se producen algunas lecturas. A mitad de la escalera, un pasadizo secreto me distrae. Lleva muy lejos de la poesía contemporánea y, sin embargo, por otro camino desemboca en el mismo lugar de la imposibilidad. Es una exhibición sobre la biblioteca que tenían, para sí, la hija y la esposa de José Batlle y Ordóñez. En una vitrina, el viejo presidente, mastodóntico, aparece trepado encima de un camello frente a la nariz partida de la esfinge de Giza. En otra, toda la familia posa en la cubierta de un barco. Estampas de una arcadia desmentida por el pañuelo aún manchado por la sangre de la hija tuberculosa. No hay botas que puedan atravesar esos pantanos del dolor, sugiere, desde un video, el bisnieto del prócer.

Bajo por el ascensor y atravieso la plaza. A la medianoche varios de los poetas hacen su propio viaje, en busca de alcoholes y tertulias, hacia un lugar que dicen que se llama El Submarino Amarillo. Ya ha pasado la performance de Martín Barea Mattos; ya ha leído sus versos Andrea Blanqué, trasladándose como poseída entre el público de Casa Dominga; ya leyeron Santiago Pereira y Claudia Magliano; ya postuló Luis Bravo que hay otra manera de escuchar a Julio Herrera y Reissig (¿es ese verso obsesivo como un mantra –Úrsula punza la boyuna yunta– la última frase superviviente del idioma secreto de la poesía?).

La bienal es parte de la feria del libro, que es parte del año internacional de las lenguas indígenas, que es parte de un planeta que se parte y se hunde. Decía Feliciano Acosta, lingüista paraguayo, que hay algunas lenguas que no tienen más que cuatro mujeres que las hablan. Paradoja de un país donde el guaraní es idioma oficial hablado por 90% de los habitantes, pero que, quizás por esa potencia, opaca las otras formas, también autóctonas, de nombrar y decir. Son 68 las lenguas de México, decía su compañero de coloquio José Cocom Pech. Algunas, como el náhuatl, tienen tres millones de hablantes. ¿Alcanza, o son tan pocos como aquellas cuatro mujeres? No importa. Todo se extingue. Sea una lengua, sea la vida de una muchacha tuberculosa de 19 años, sea el sonido de un coro de poetas.

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