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Playa La Balconada, La Paloma, Rocha. Foto: Santiago Mazzarovich (archivo, enero de 2014)

Crónicas del año del encierro: Salidas y entradas

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Leído por Abril Mederos
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Mi padre siempre fue obstinado en los saludos de despedida. Como todo progenitor al despedir hijos adultos, sabía ser tierno y resignado. Desde que se fue de la casa familiar, vivió en diferentes lugares, pero siempre en el mismo barrio, cerca de la playa La Balconada. Yo iba al balneario los fines de semana. Él, meticuloso, agendaba las visitas, incluso las de sus hijos. Hablábamos largo y tendido sobre cuestiones del mundo, y un poco sobre asuntos más personales. Una vez que mi visita llegaba a su fin, íbamos hasta la puerta. Con solemnidad, esperaba a que me fuera. Él, un tipo tan atareado, tenía esa rareza, ese desperdicio de tiempo, sólo por verme caminar, o agarrar la bicicleta, y alejarme por entre los baldíos de aquella porción de balneario, junto al canalón, en dirección a la casa de mi madre, al fondo de la iglesia. Nunca saqué una foto de su gesto digno, estoico, la mano en alto y la paciencia del que mira al otro irse.

El canalón de La Balconada no tiene más de 500 metros. La zanja de cemento sale desde la Avenida del Navío y se mete entre los terrenos de acacias, tunas y rayitos de sol (nombre donoso para esa planta de flores eléctricas). Encauza el agua de lluvia de una zona que antes se inundaba hasta la manija. Cuando no llueve, el cauce se estanca y el berro crece a sus anchas, alimentado por ciertas aguas indebidas. También prolifera la pegajosidad de las algas verdes. Buscando salir al mar, el río artificial cruza tres calles: Lira, Perseo y Centauro. Al volver de lo de mi padre, yo hacía el recorrido en sentido contrario al curso de agua. Tenía el pampero a favor. O el viento del este chicoteándome la cara. En ciertas ocasiones, me alejaba hasta una cuadra o más caminando. Al darme vuelta, sólo por confirmar los límites de la despedida, allá atrás seguía mi padre, que sabía ser un sentimental contenido.

Australia reportó el primer caso de coronavirus el 25 de enero. Las fronteras a los no residentes se cerraron el 20 de marzo. No entró ni salió más nadie. Después, en Adelaida, estado de South Australia, sobrevino una cierta normalidad, anodina, interrumpida por brotes, controlados una y otra vez, mientras el mundo se sigue prendiendo fuego. Saudade de los abrazos y las despedidas. Mi cabeza se ha llenado de recorridos. Constantes. Invasivos. Capaces de aplazar el descanso, así como los sueños, contra el paredón de la mañana. Aprendí a añorar como nunca el momento en que la mente se apaga y se sumerge en el sueño, incoherente, “respirando su propio orden”, como escribe Anne Carson en el ensayo “Toda salida es una entrada”. Si algo recuerdo del año de la peste, pero también de los incendios y las inundaciones, es que hubo días en que nada se filtraba desde los sueños a la luz del día, porque no dormí en absoluto. No floté a la deriva. Ningún respiro, ningún deslizarse fuera de esta distancia insalvable y de mi “conciencia curiosa”. De a poco, empecé a reconocer las horas de la noche según el canto de los pájaros. Uno, bastante insistente, marcaba el comienzo del alba, antes de la luz, antes de todo. Y el ruido de los camiones a varias cuadras, sobre una autopista, rumbo al desierto que está en el corazón de esta isla-continente.

Hace unos días, por teléfono, Francisca, abuela por elección, me contó que se cayó al canalón de noche. Volvía en bicicleta de jugar a la quiniela. Estaría cargada con bolsas del supermercado. Reconoció que la tuvieron que ayudar a salir de entre los berros. Juró que no se había lastimado. No recuerdo cómo nos despedimos la última vez que la vi. Sé que trajo masitas, que mi hijo se acababa de dormir y que ella, reacia a que la acompañara, al final se escabulló por entre las acacias. Debo de haberla rodeado con los brazos, tratado de retener el olor que ahora parece que estuviera acá nomás. Al final de la llamada, le dije que la extrañaba y, de sopetón, me puse a llorar. Ella, tan justa, sugirió que nos cuidáramos para la próxima vez que nos podamos ver. Sea cuando sea, agregó. Tragué las lágrimas. Por cierto, no le conté que cuando acorrala el insomnio, soledad virulenta, he sabido caminar por ese canalón y zonas aledañas.

Mi padre murió antes de este caos, en 2018, y eso quizás explique la fuerza de su adiós. Al igual que no sé cómo nos despedimos con Francisca, tampoco me acuerdo de otras tantas despedidas. Estuve en La Paloma en noviembre de 2019 y parece que hiciera una eternidad. Claro, confiábamos en que sería posible verse pronto. No puedo omitir que la distancia perfecciona la evocación. Estos miles de kilómetros en el medio hacen rebrotar detalles pasmosos: la cuerda gastada que ata al caballo al que dejaron pastando junto al canalón; el violeta oscuro de los higos de tuna; el borde del bitumen contra la tierra que está debajo en la calle Lira; los caracoles blancuzcos equilibrados sobre el pasto dibujante; la mano en alto de mi padre, sus dedos torcidos por un reuma porfiado; el ladrido al unísono de todos los perros de la calle Perseo. Levanto los ojos y, en este momento, el viento seco del desierto mueve un eucaliptus frente a casa. Es gigantesco. La corteza se le despega por el calor. Mi hijo corre por el patio. Las abejas chapotean en las gotas del regador. De noche, volví a transitar hacia lo incógnito. En un sueño reciente, estábamos en una montaña alta y verde, en un lugar al que se llegaba caminando por el borde de un desfiladero. Atravesábamos un puente, que poco después caía con estruendo. Quedábamos aislados. Y todavía no sé si era algo bueno o algo malo.

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