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Ilustración: Ramiro Alonso

Terrores nuestros: con la escritora argentina Mariana Enriquez

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Mariana Enriquez (Buenos Aires, 1973) es una de las escritoras de habla hispana más interesantes y exitosas de los últimos años. Desde su primera novela, Bajar es lo peor (1995), publicada con tan sólo 22 años de edad, ha elaborado un universo literario cautivante y muy personal. Trabaja principalmente el género terror, desde una perspectiva también muy propia y sobre la cual ha teorizado abundantemente, en forma muy sólida. Es periodista cultural y en 2020 fue designada directora de Letras en el Fondo Nacional de las Artes del Ministerio de Cultura de la Nación. Ganó el premio Herralde de novela en 2019 por Nuestra parte de noche, reseñada en estas páginas en diciembre de ese año.

Recientemente se publicó en Uruguay su libro Alguien camina sobre tu tumba (Hum, 2021) y ella participó en la presentación que tuvo lugar en la Feria del Libro. Pero antes de eso conversó con la diaria.

Muchas veces has defendido una concepción del terror en la literatura que no se basa tanto en la aparición de elementos sobrenaturales sino en angustias y temores más cotidianos, presentes en una sociedad dada. Es una idea que puede ser extraña para una parte del público.

Yo lo que creo en general es que hay no una confusión, sino una asociación directa entre el terror y lo fantástico. Y el terror no necesariamente es fantástico. No necesariamente está asociado con factores sobrenaturales o que rompen la realidad en cuanto a la irrupción de seres de otras dimensiones o la aparición de sucesos inexplicables. También pueden romper la realidad en el sentido de un cambio de percepción, como volverse loco –por decirlo brutalmente y no decir “tener un problema de salud mental”–, por la violencia, por una paranoia, un montón de circunstancias que tienen que ver con perderlo todo, con el desamparo, con la vida cotidiana. Yo en general tiendo a esas circunstancias; de alguna manera es subirles el volumen y llevarlas en algún caso a lo sobrenatural, pero creo que hay muchos textos que pueden considerarse textos de terror y que no son textos que tengan que ver con lo fantástico. Por darte un ejemplo muy famoso, El silencio de los inocentes, que originalmente es una novela de Thomas Harris sobre asesinos seriales, si vos la leés es una novela claramente de terror. Y es una novela que no tiene elementos sobrenaturales, hay mucha gente que te puede decir “es una novela policial”, y yo te digo que no: no es una novela policial porque tiene una idea del mal, porque tiene una idea de lo inexorable, porque tiene una idea de maldición, si querés, de ese mal que no se termina, que está mucho más asociado no al policial, sino a cuestiones un poco más existenciales. No es que yo defienda una concepción o no: es que yo considero que no se limita a lo fantástico, que puede incluir lo fantástico, que puede incluir lo sobrenatural, pero que también puede no incluirlo.

También decís bastante que muchas veces los cuentos de terror son cuentos políticos, lo cual también puede sonar un tanto inusual.

En mi opinión, no es muy inusual. Me parece que es una cuestión de lectura; no de comprensión lectora sino de interpretación. Hay algunos escritores de terror clásicos, como [Edgar Allan] Poe, que no se pueden pensar así. Pero si la política la pensás en un sentido amplio, todas las escritoras góticas, por ejemplo, son mujeres que están pensando en el encierro de sus vidas. En esa cuestión muy gótica que son las casas, las propiedades, todo ese tipo de espacios donde suelen estar encerradas las mujeres revela claramente una angustia de no poder ser propietaria sino ser propiedad de alguien. En ese sentido, aunque son cuentos de fantasmas, lo que está en el fondo es una cuestión política, del lugar de una mujer como ciudadana. Mi gran maestro en el terror siempre fue Stephen King, yo lo considero un escritor sumamente preocupado por lo social desde su primera novela, Carrie, que es una novela sobre fanatismo religioso, bullying y una masacre escolar, toda una cantidad de cuestiones que se resuelven con una chica que tiene poderes sobrenaturales. Pero si a la chica en lugar de darle telequinesis, que es el poder sobrenatural que utiliza para cometer la masacre escolar, le das un arma, es una novela realista sobre una masacre escolar de hoy. King es el escritor que a mí me abrió el terror, y otro escritor que fue importante para mí en ese sentido es JG Ballard, que no es un escritor de terror, pero sí es un escritor que piensa en la ficción especulativa. Está encasillado como escritor de ciencia ficción, pero a mí me gusta llamarlo ficción especulativa, porque piensa eventos del futuro a partir de indicios que ya tiene en el presente. Y que por lo general piensa en la seguridad, el consumo, el fetichismo, las máquinas, la relación del hombre con las máquinas... Por supuesto, el terror puede no tener esto y sencillamente usar los tropos del terror y ya, pero yo creo que eso se hace cada vez más difícil en tanto lo político también se amplía como campo. Se extiende a la política de género, se extiende a la cuestión de los cuidados... En mi caso particular, sí, yo utilizo mucho el trauma histórico, el trauma histórico de la dictadura y también un poco de la crisis económica y la violencia política. Porque me parece que el terror pensado como un género, al ser popular, dialoga muchísimo con lo contemporáneo, y en América Latina es un poco imposible no dialogar con las cuestiones relacionadas con el poder y con la política en tanto y cuanto afectan nuestras vidas, porque es algo muy presente en la vida del latinoamericano. Entonces, el tipo de terror que yo hago es más cercano a eso. Pero me parece que hay dos tendencias del terror: una que un poco ignora estas cosas, o no sé si ignora, pero está más preocupada por pensar ambientes más íntimos, o cuestiones que tengan que ver con tópicos del género sin ampliarlos demasiado, y otro terror que los amplía muchísimo más, que es, por ejemplo, el que hace King, y es el que a mí más me interesa.

Mariana Enriquez.

Foto: Nora Lezano

Si bien la mayoría de tus influencias son anglosajonas, hay una atención particular hacia referencias muy locales, como el Gauchito Gil o el Petiso Orejudo. ¿Hay ahí una intención de decolonizar, de buscar un lenguaje propio, o es sólo una consecuencia de escribir sobre lo que conocés?

Las dos. Me parece que los mitos locales, tanto los relacionados con el folclore como el Gauchito Gil o San La Muerte, como los mitos que no son mitos, sino personajes mitologizados, como el Petiso Orejudo, me resultan familiares. En el caso de estas entidades paganas conozco muchísima gente que practica esos cultos, San La Muerte y el Gauchito Gil están muy presentes incluso en Buenos Aires, y bastante más en las provincias del noreste que yo conozco. Pero también hay una intención que tiene que ver con tomar lo local y traerlo a la literatura. Mucho del santoral pagano, de las leyendas urbanas; no me atrevería a hablar de las cosmogonías de los pueblos originarios porque no soy una estudiosa ni las conozco tanto, pero de ahí salen sincretismos con creencias y con prácticas que están bastante incorporadas a lo cotidiano, que están ahí sin ser utilizadas por la literatura y nunca entendí mucho por qué.

De la tradición anglosajona también tengo influencia, en primer lugar porque es una tradición; en idioma español hay gente que escribe algún que otro relato de terror, pero está mucho más disperso. Creo que mucha tradición de lo fantástico está sobrebasada o demasiado basada en la tradición europea, que por supuesto tiene influencias, porque está inexorablemente mezclada. Esa mezcla híbrida produjo mitos propios, mitos de acá que son muy ricos, y yo los utilizo bastante. Además están muy accesibles, pasa que no están accesibles en la literatura, están accesibles en la antropología. Es como que quedaron en un lugar medio infantilizado, menor, aparte de la academia, como si fuesen relatos que no entraran en la literatura. Y yo creo que son relatos que entran en la literatura pero además me sirven como relatos literarios, porque no sólo están presentes en la experiencia, sino que, me parece, lo local me ayuda muchísimo para cierto verosímil y para muchísima cercanía en lo que estoy escribiendo. Lo uso en los dos sentidos.

Otra cosa que aparece muy frecuentemente en tus cuentos son los medios de comunicación. ¿Pensás que hay una insensibilización por la espectacularización de lo macabro en los medios?

Sí, sin duda. Me parece incluso inevitable. Creo que la manera en que aparecen los medios es negativa, en el sentido de que sería deseable que ese tratamiento fuera menos espectacular, o lo que sea, pero el ritmo de las cosas, el tema del consumo de noticias hace que se dé así. Eso es parte, si querés, de lo realista de la cuestión. Tenés el tema del día y al otro día lo olvidamos, tanto en redes como en medios tradicionales hay algo del consumo rápido de la noticia y de luego olvidarla. Incluso a mí me pasó con un cuento mío que se llama “El chico sucio”, que está en Las cosas que perdimos en el fuego. Hay un crimen que está calcado de la crónica diaria, la descripción del asesinato de un niño es idéntica a la descripción que se hizo en un medio. Casi que la copié, le cambié cosas por palabras que me gustaban más y lo armé un poco, pero es casi idéntico y la circunstancia es casi idéntica; lo que no es idéntico es la geografía: yo lo pongo en un lugar de Buenos Aires, y el crimen ocurrió en el norte de la Argentina. Y muchos lectores se acercaron a mí y me dijeron “¿Cómo es posible?”, medio en chiste, como diciendo “mirá qué mala que sos, le hacés esto a un chico”. La verdad es que yo no lo había hecho, se lo hizo un asesino de verdad y lo tomé, casi que lo copié. Y no había sido un caso marginal, había tenido muchísima cobertura. Se escribió un libro sobre el caso llamado La misa del diablo. El cuento lo escribí un año después, se publicó mucho después, y la gente lo había olvidado por completo. Y había sido muy muy visible. Yo no creo que la literatura tenga ninguna función ni nada que se le parezca, pero me parece notable cómo la ficción vuelve a hacer presente un hecho de la realidad que, por la vorágine del consumo de hechos, finalmente termina pasando desapercibido a pesar de la indignación y el horror originarios cuando ocurre. Me parece que está todo muy marcado por la indiferencia, finalmente, que es una forma de poder convivir con cuestiones macabras de la realidad sin que te afecten personalmente. Tampoco me parece creíble cuando alguien está con esta pretensión de estar conmovido por todo, porque están pasando cosas terribles todo el tiempo. La ficción lo que hace es poner, sobre esas cosas terribles que están pasando todo el tiempo, una luz diferente, que de alguna manera es extraño, pero hace que te importen de manera más genuina.

Mariana Enríquez.

Foto: S/D autor

¿Cómo surgió la idea de Alguien camina sobre tu tumba?

A mí me gusta pasear por cementerios, pero nunca lo había pensado como un libro. Tomaba notas, investigaba cosas, tumbas que me llamaban la atención, historias de cementerios, y pasé un tiempo haciendo eso, pero lo veía más bien como un entretenimiento. Creo que lo que le terminó de dar una vuelta fue, por un lado, a nivel literario, que yo veía muchos libros de escritores que iban en busca de tumbas de escritores. Y a mí no me gustaba esa diferenciación. A mí de los cementerios no me interesan sólo las tumbas de los famosos; algunos sí, pero no, en todo caso, de los famosos escritores: es como si yo no pudiera tener admiración o cosas en común con artistas de otros palos. Pero también me interesan las historias que tienen que ver con lo histórico, con los santos populares, con las historias que puede haber de fantasmas, con la propia historia del cementerio: por qué fue emplazado ahí, cómo conviven su arquitectura y su emplazamiento con el resto de la comunidad, si es utilizado o no. Me interesaba el cementerio más en un sentido amplio, y no ir a buscar la tumba de [Marcel] Proust, ponele. Era algo que encontraba mucho en libros de escritores sobre cementerios: una especie de peregrinación a tumbas de otros escritores y que a mí me parecía un diez por ciento de lo que podían tener los cementerios para mí.

Y después lo que ocurrió, también, fue algo con una compañera de trabajo cuya madre estaba desaparecida, y el equipo de antropología forense argentino encontró sus restos en una fosa común en un cementerio. Ella no supo qué hacer con eso durante muchísimo tiempo, casi un año, hasta que hizo lo más natural, que fue enterrarla en el cementerio de Moreno, que es una localidad en las afueras de Buenos Aires, donde está el panteón de su familia. Fue un momento muy particular en el sentido de que había un montón de gente que en otra circunstancia no estaría junta. Y probablemente después de ese momento se volvió a separar; no es que yo tenga la idea ingenua de que una circunstancia así pueda llevar a una especie de reconciliación ideológica ni nada por el estilo. Entonces empecé a entender que mi gusto por los cementerios y las tumbas no tiene que ver sólo con una cuestión estética, que sí, o con lo misterioso necesario y al mismo tiempo terrorífico para alguna gente de estos espacios, sino que en mi historia particular y en la historia de mi país quizá es mucho más horrible o tenebroso no tener una tumba con nombre que tenerla. Me interesaba hablar de los cementerios desde ese lugar, desde el lugar de una persona que creció en un momento en que la forma de crear terror desde el Estado era desaparecer los cuerpos y negarles el entierro, el ritual y la tumba y el poder recordar de esa manera, porque el cementerio también es un lugar de recuerdo. Todo esto me parecía que tenía un sentido como libro, aunque no estuviese subrayado. Me parecía que eso, que le daba más entidad como libro que simplemente el paseo o el capricho, que también me parece necesario, me parece bueno que esté y quiero que esté.

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