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Gustavo Petro durante un acto de campaña en Medellín, el 16 de mayo de 2018.

Foto: Joaquín Sarmiento

El voto de la Colombia inconforme

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La definición de las candidaturas para la próxima elección presidencial de 2022 marca la nueva escena política colombiana: una derecha uribista que apuesta a las mismas recetas, un centro político que se hace fuerte en los sectores medios metropolitanos y una izquierda que apuesta a un proyecto de transformación más radical. El eco de las protestas sociales de 2021 resulta clave para entender lo que sucede en el país.

“La historia la escriben los vencedores y la narran los vencidos”, afirmó hace algo más de dos décadas el escritor argentino Ricardo Piglia. La frase, perteneciente a su novela Respiración artificial, hace eje en la forma en que el conjunto de sectores subalternos, excluidos y vencidos por el Estado apuesta a construir narrativas alternativas y paralelas a las oficiales. El Pacto Histórico, la coalición colombiana de partidos y movimientos de izquierda liderada por el candidato presidencial Gustavo Petro, recoge parte de ese acervo y esas luchas apostando a que, en 2022, se consiga traducirlas en una victoria en los comicios presidenciales.

Aunque la apuesta del Pacto Histórico es, sin dudas, interesante, su problema estriba en que la estrategia es pensada en una clave puramente electoral. En tal sentido, resulta difícil que, en un corto plazo, la propuesta de Petro logre articular un imaginario nacional-popular hegemónico que le dispute al establishment el sentido común de la sociedad. En tal punto, es necesario resaltar que muchos de los electores que ahora se identifican con el Pacto Histórico y con la candidatura de Petro impugnan el pasado y se sienten defraudados con las promesas de los anteriores gobiernos, pero no necesariamente apuestan a una narrativa alternativa. Y es que muchos de quienes podrían optar por Petro apostaron en el pasado por los gobiernos de Álvaro Uribe y Juan Manuel Santos. Esto no resulta ilógico: los comerciantes y los pequeños empresarios lograron, durante esos gobiernos, beneficios económicos tangibles a partir de la bonanza de los commodities, que jalonaron el crecimiento sostenido del PIB nacional durante una década. Por lo tanto, la impugnación que muchos de ellos hacen ahora del pasado no necesariamente implica una ruptura radical con el orden existente. La ruptura es coyuntural.

El apoyo a Petro dista mucho de ser un apoyo puramente de izquierda. Aunque logró ocho millones de votos en la segunda vuelta presidencial de 2018 defendiendo una agenda “antiuribista” y a favor de la paz, sus nuevos electores constituyen un amplio sector de opinión que votó con el uribismo en el plebiscito de 2016 y que apostó por Iván Duque en 2018. Dicho conglomerado está conformado por millones de defraudados con el eslogan “seguridad democrática y confianza inversionista”, defendido históricamente por Uribe. Parte de la ciudadanía percibe que la promesa de “prosperidad económica” del proyecto uribista fue incumplida y que, por tanto, ese ciclo de gobierno debe llegar a su fin.

A pesar de que el núcleo duro de votantes del Proyecto Histórico procede de nuevos y antiguos votantes de la izquierda, no deja de ser paradójico que la mayoría de sus electores se encuentre más a la derecha que los militantes y candidatos de la coalición. Esto se vincula directamente con el sentido común que domina en Colombia, con su historia de violencia acumulada y la posición antinacionalista de la clase política tradicional. De ahí la importancia para el Pacto Histórico de las formas, los nuevos símbolos, la manera de dirigirse a esta ciudadanía despolitizada, atomizada e influenciada por esa lógica del “sálvese quien pueda” que ha dominado a Colombia desde el auge del narcotráfico en la década de 1980. Como bien lo expresó Fernando Dorado, “el verdadero problema es clarificar qué imaginario estamos construyendo para enamorar a las mayorías de la sociedad y cómo nos va leyendo la gente del común”.

Sin lugar a dudas, el fenómeno de esta alianza suprapartidista y nacional-popular desborda a la izquierda misma sin socavar sus principios y sus luchas históricas. Reconocer al Pacto Histórico como una nueva versión de agrupamientos de izquierda tradicional es repetir los errores de los momentos de mayor ascenso de la Unión Patriótica (1985-1996), del Frente Social y Político (1997-2002) y del Polo Democrático (2005-2015).

Pacto Histórico: trampas y desafíos

Es innegable que el país vive un auge democrático que recoge el acumulado de luchas sociales de la última década: el paro agrario de 2013, la firma del Acuerdo de Paz con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) en 2016, las movilizaciones ciudadanas de 2019 y el gran paro nacional de 2021. No es redundante volver a repetir que el Pacto Histórico alberga una simbología que va mucho más allá de los ejes discursivos de la izquierda. Es más, frente a la deriva antidemocrática de los ocho años del gobierno de Uribe, ha venido creciendo un movimiento supraideológico que busca radicalizar la democracia destituyendo del poder al uribismo.

Gran parte de ese “antiuribismo” lo conforma electoralmente un nicho de opinión que se autodenomina de “centro”, el cual votó por Sergio Fajardo y Humberto de la Calle en 2018. Esa corriente de centro podría definirse como un “reformismo liberal de nuevo tipo” que ha emergido con fuerza ante la inminente crisis de liderazgo de toda la derecha tradicional desprestigiada. Tal sector, que apela a la meritocracia y a la tecnocracia, fue bastión principal del gobierno de Santos durante sus ocho años en el poder.

Este bloque político está conformado por el Partido Verde y las demás agrupaciones que conforman la denominada Coalición de la Esperanza: los liberales disidentes de En Marcha –encabezados por Humberto de la Calle, Juan Fernando Cristo y Guillermo Rivera–, el Nuevo Liberalismo de Juan Manuel y Carlos Fernando Galán, Dignidad de Jorge Enrique Robledo, y Compromiso Ciudadano del exalcalde de Medellín Sergio Fajardo.

El “centro” ha ganado en las últimas dos décadas incidencia ante la creciente polarización y agudización de las contradicciones resultantes del proceso de paz y la supremacía política del uribismo. El centro se sitúa como una opción “decente”, antirradical, que defiende el statu quo, los derechos individuales, las instituciones y la lucha contra la corrupción. Este último punto permitió que una de sus referentes, la actual alcaldesa de Bogotá, Claudia López, liderara una consulta nacional con más de 11 millones de votos que le permitieron la visibilidad y credibilidad suficientes para ganar en la capital de Colombia. Este bloque, con amplia sintonía con los intereses y anhelos de la clase media de las ciudades principales e intermedias del país, encuentra en la apatía ciudadana y la antipolítica factores de adherencia a su proyecto. El “centro”, liderado por el Partido Alianza Verde en 2019, fue el gran ganador de las elecciones regionales de ese año al lograr las alcaldías de Bogotá, Cali, Manizales, Cúcuta, Florencia y Popayán, así como la gobernación de Boyacá.

Aunque a ambos sectores los une la regeneración democrática representada por la defensa de la Constitución de 1991 y la salvaguarda de los derechos humanos, la diferencia de fondo entre la Coalición de la Esperanza y el Pacto Histórico radica en la impugnación continua de este último al modelo económico y social que ha regido a Colombia durante las últimas cuatro décadas. Ese modelo se expresa en la mercantilización de los derechos sociales y colectivos, en la firma de múltiples tratados de libre comercio que han desequilibrado desfavorablemente la balanza comercial nacional y en la privatización gradual del Estado, con la cual la Coalición de la Esperanza está parcialmente de acuerdo.

Lo que más temen los sectores moderados y radicales del establishment, ligados a los grupos que contribuyeron a mercantilizar la salud, la educación, la vivienda y los servicios públicos, es que aparezca un agente público eficiente que desprivatice, gestione exitosamente y logre buenos resultados. También temen que el Pacto Histórico, más allá de sus veleidades internas y las contradicciones de Petro, logre movilizar a millones de personas empobrecidas con necesidades más reales e inmediatas que las de la clase media.

El sociólogo Yezid Arteta caracterizó correctamente esa frontera material y de clase que divide a ambas coaliciones. “La gente del medio no tiene estos problemas. Razón para no comprender a los de abajo. Se duchan con abundante agua caliente, desayunan frutas y cereales, trabajan con el computador desde casa y sólo salen a la calle para llevar al perro a cagar. Convencer, organizar y movilizar a los pobres tiene más valor político y moral que sumergirse en una polémica sobre una fotografía en la que aparece Petro con un charlatán de iglesia”.

Pacto Histórico, posneoliberalismo y transición democrática

La impugnación continua al fracaso de tres décadas del capitalismo neoliberal deslinda radicalmente la agenda del Pacto Histórico de los demás proyectos políticos en disputa por la presidencia de la República. Indudablemente la ruptura del Pacto Histórico con el consenso entre las élites por la continuidad de este modelo establece en el mapa político un único límite entre un “nosotros” popular y cotidiano, antepuesto a un “ellos” representado por los sectores de poder que siempre han controlado el país. La apuesta del Pacto Histórico es la de producir un consenso posneoliberal.

En Ecuador, Uruguay, Argentina y el mismo Brasil la llegada de gobiernos posneoliberales de carácter progresista permitió que estos países renegociaran la deuda externa con los organismos multilaterales. Esta decisión política facilitó el cambio de prioridades presupuestales, lo que se tradujo en bienestar y aumento de calidad de vida para millones de personas. De lograrse tal viraje político en Colombia, se podría avanzar en la disminución de los índices de pobreza, en la reducción de las tasas de desempleo, en el aumento del gasto en educación, salud y vivienda pública, en la generación de infraestructura para el desarrollo y en un mejor marco de competitividad para el país.

Es necesario precisar, sin embargo, que parte de la financiación de la política social de los gobiernos posneoliberales fue posible debido al boom de los precios de los commodities (petróleo, gas, minerales) entre 2005 y 2013. La caída de varios de estos precios, sumada a la crisis de la pandemia de covid-19, revirtió los avances de este período de prosperidad social. Según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), la emergencia sanitaria hizo retroceder diez años esas conquistas sociales.

En suma, las condiciones objetivas marcadas por el flujo ascendente de una década de descontento y movilización social nacional (2011-2021), el desgaste sufrido por los gobiernos regionales elegidos en 2019 y liderados por la Coalición de la Esperanza, la emergencia sanitaria, el descrédito de la política tradicional, el declive del proyecto político hegemónico encabezado por Álvaro Uribe (2002-2022) y el agotamiento del modelo neoliberal en el país plantean un escenario único que podría acabar en una eventual victoria del Pacto Histórico en los comicios generales de 2022 y dar al traste con aquella célebre frase que Humberto de la Calle hizo popular durante el proceso de paz con las FARC: “El modelo económico no es materia de discusión en La Habana”.

Felipe Pineda Ruiz es investigador social y colaborador de la Fundación Democracia Hoy. Es miembro de la plataforma Somos Ciudadanos. Este artículo fue publicado originalmente en Nueva Sociedad.

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