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Luis Abinader, presidente de República Dominicana y candidato presidencial por el Partido Revolucionario Moderno, tras los primeros resultados de las elecciones generales en Santo Domingo, el 19 de mayo.

Foto: Federico Parra, AFP

El conservadurismo sigue reinando en República Dominicana

7 minutos de lectura
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Luis Abinader consiguió sin dificultades la reelección en elecciones sin grandes diferencias ideológicas.

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Leído por Andrés Alba.
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El 19 de mayo, los dominicanos y las dominicanas eligieron al presidente de la República por los próximos cuatro años, así como a 32 senadores y 190 diputados, tal y como lo vienen haciendo desde 1966. Es difícil elogiar estos torneos por su transparencia –durante 12 años fueron fraudes monumentales legitimadores de una semidictadura, la de Joaquín Balaguer, y siguen estando dominados por usos indebidos de fondos públicos, opacidad en la selección de candidatos y asimetrías de recursos–, pero habría que reconocer que han logrado una cierta estabilidad democrática.

Aunque algunos indicadores, como el porcentaje de participación electoral, se han erosionado –la participación fue de 54% frente a 70% en 2016–, la ciudadanía dominicana sigue apostando a una institucionalidad basada en partidos políticos consolidados y han cerrado el camino a las posibles opciones populistas, sean de izquierda o de derecha. Un resultado evidente de ello es la inmensa brecha existente entre los diez candidatos que compitieron, de manera que los siete menos favorecidos –entre los que se ubicaban las disidencias sistémicas más extremas– sólo captaron 3,5% de los votos. El resto, más de 96%, fue copado por tres partidos que no se distinguían en términos programáticos. Fue una elección monocolor.

De los tres partidos principales, dos eran de aparente nueva factura, aunque en realidad son herederos de colectividades históricas. El primero de ellos, el Partido Revolucionario Moderno (PRM), encabezado por el empresario y presidente reelecto Luis Abinader, sólo aparece registrado desde 2015. Pero en realidad es el sucesor del histórico Partido Revolucionario Dominicano (PRD), una agrupación fundada en 1939, con un rico pedigrí de luchas democráticas pero una incapacidad genética para gobernar, algo que hizo en varios períodos con resultados poco favorables, hasta que sufrió una ruptura interna que facilitó el drenaje de la mayoría de sus bases y dirigentes hacia lo que hoy es el PRM. Este perdió su primer torneo en 2016, pero ganó en 2020 con 52% y repitió ahora con 57% de los votos para su segundo período como gobernante. Ello le otorgó una ventaja muy cómoda en el Congreso, además del control sobre la mayoría de los municipios.

El segundo partido en votación es Fuerza del Pueblo, un desprendimiento de otro grupo tradicional, el Partido de la Liberación Dominicana (PLD), fundado en 1973. El PLD fue el partido dominante de la política dominicana entre 1996 y 2020. Aunque nunca fue un partido de izquierda, tuvo una fase inicial con una impronta antiimperialista y algunas alianzas internacionales distantes del paradigma estadounidense que había dominado la política dominicana hasta entonces. Pero tales aprestos nacionalistas fueron diluyéndose en una práctica gubernamental conservadora, tecnocrática y muy corrupta que tuvo a Leonel Fernández –presidente en tres períodos– como su más visible exponente, luego continuada durante las gestiones de Danilo Medina en otros dos períodos de gobierno. Fuerza del Pueblo, acaudillada por Fernández, sustrajo la mayor parte de los efectivos del PLD y obtuvo 29% de los votos, mientras que el PLD –con un candidato, Abel Martínez, que antes había sido diputado y alcalde de Santiago de los Caballeros, la segunda ciudad del país– quedó reducido a un 10%.

Misoginia, xenofobia, homofobia y algunos matices

El sello de la campaña monocolor ha sido el conservadurismo dado por el enfrentamiento de tres colectividades de centroderecha (si por tal entendemos una derecha que asume las reglas de la democracia liberal) y que, más allá de las preferencias personales de sus contendientes (todos se autoevalúan como de centroizquierda), está condicionada por la fuerte presión de una jerarquía católica retrógrada, una expansión notable del evangelismo más reaccionario y una clase empresarial sin el menor sentido de la responsabilidad social. La izquierda –si por tal entendemos a un sector que prioriza la redistribución y el reconocimiento– no es un espacio reconocible en el sistema político dominicano. Como opción independiente no sobrepasó el 1% de los votos en el torneo electoral, y sus efectivos “progresistas” cooptados por el PRM y colocados en algunas funciones técnicas del gobierno y en algunas plazas parlamentarias han logrado mostrar sus buenas intenciones, pero con escasa efectividad política. No hubo diferencias sustanciales en los programas electorales, y en varios puntos sensibles, la coincidencia fue absoluta.

En relación con el reconocimiento de los derechos de sectores sociales discriminados, las diferencias, cuando las hubo, fueron en gran medida retóricas. Nadie asumió los derechos de las minorías sexuales, y en particular el matrimonio o la unión civil homosexual, aun cuando ello ha sido un asunto presente en los debates de la sociedad civil. República Dominicana se ubica en el club más regresivo del escenario latinoamericano. El presidente Abinader fijó explícitamente su posición: el rechazo al matrimonio entre personas del mismo sexo es “una cuestión de principios”.

Algo similar ha sucedido con el aborto, que en República Dominicana está prohibido bajo cualquier causal, incluso producto de violación. De los tres candidatos, sólo Abinader afirmó apoyar el aborto basado en las “tres causales” (riesgo de vida de la mujer, inviabilidad del feto, o violación o incesto, casos en que los movimientos feministas demandan el fin de las condenas de cárcel), lo que ya había hecho en 2020 con el objetivo de captar el voto femenino y liberal. Pero cuando la Cámara –con mayoría del PRM– discutió el Código Penal, se negó a incluir el tema aduciendo la independencia de poderes, a pesar de que, como es conocido públicamente, muchos parlamentarios perremeístas habían rechazado públicamente el aborto en el marco de sus alianzas con grupos evangélicos. También en esta cuestión República Dominicana permanece en la parte más regresiva del escenario latinoamericano.

Pero probablemente fue el tema de la relación con Haití el que más acentuó la unanimidad conservadora de los candidatos. Y en este tema Abinader tuvo la oportunidad de mostrarse como el presidente más antihaitiano y xenófobo de la galería nacional desde los tiempos del vástago trujillista Joaquín Balaguer.

La cuestión haitiana es particularmente sensible, pues se trata de una relación binacional compleja. La cultura política dominicana ha asumido el vínculo con Haití como una relación antitética, y para vastos sectores de la población ser antihaitiano es condición imprescindible para ser dominicano. Haití ha devenido un ideologema que produce un rechazo emocional que no admite argumentos. Para conseguir este resultado, la imagen oficial de otredad radical proyectada sobre Haití –país con el que República Dominicana comparte la misma isla– ha tenido que prescindir de las fuertes relaciones económicas que implican las exportaciones de cientos de millones de dólares anuales de productos dominicanos de calidades inferiores a los estándares comerciales, que son absorbidos por un mercado haitiano que funciona como una parcela degradada del propio mercado dominicano. También ha tenido que obviar el relevante rol de la mano de obra haitiana en sectores claves de la economía dominicana, como la agricultura y la construcción, y despojados de su utilidad, presentar a Haití y a los haitianos como una carga que los dominicanos deben asumir con altruismo, pero con mesura.

Abinader tuvo que afrontar, como gobernante y como candidato, una situación especialmente crítica en el país vecino, que comenzó a amasarse en los últimos tiempos del presidente Jovenel Moïse y estalló tras su asesinato. Adoptó una posición típicamente securitista, levantó un muro en la frontera –en realidad, una cerca de metal de unos dos metros de alto, con base de concreto y coronada por alambres de púas– e implementó una política de persecución y caza de migrantes, que fueron deportados en números mayores que nunca antes sin atención a las normativas internacionales ni a la propia ley migratoria dominicana, pero al gusto de los sectores más conservadores del establishment político y de la propia cultura nacional.

Seguramente, este discurso xenófobo alentó el rotundo triunfo del PRM en las elecciones –municipales, parlamentarias y presidenciales–, pero no lo explica totalmente. Tampoco lo explica la buena performance económica, ni los planes asistenciales que desarrolló desde 2020. Tanto el PLD como la emergente Fuerza del Pueblo podían mostrar credenciales en estos sentidos, retóricos o prácticos.

El triunfo de Abinader –con un porcentaje mayor que en 2020, aunque también una abstención mucho más elevada– es sobre todo un voto de rechazo a 20 años de hegemonía del PLD –explícita o enmascarada–, en los que el Estado devino un botín, y la pertenencia partidaria, una plusvalía política vital para la movilidad social. El resultado manifiesto fue la impunidad frente a la corrupción, contra la cual la población había desarrollado briosas campañas que ocuparon las calles de las principales ciudades del país.

Aclaremos: no se trata de que la corrupción haya sido un rasgo privativo de los gobiernos peledeístas. Esta ha sido siempre un dato recurrente del quehacer público dominicano, como mecanismo de cooptación y clientelismo. La novedad de la corrupción bajo los gobiernos del PLD ha sido su organización como instrumento de acumulación y la generación a partir de ella de grupos económicos. La población dominicana los etiquetó de manera inconfundible: “los come-solos”.

El PRM alberga a algunas figuras con currículos merecedores de condenas carcelarias, pero fueron perpetradores de una corrupción que deja caer migajas que alimentaban las redes clientelistas. El propio Abinader apareció en los Papeles de Pandora de 2021, junto a otros dos presidentes latinoamericanos en ejercicio, como dueños de varias compañías offshore de bienes raíces y construcciones. Pero ello, en la cultura política dominicana, es perdonable, más aún cuando el presidente explicó que había sido una decisión para paliar las deficiencias de la legislación nacional. Y, de cualquier manera, habría que anotar que bajo su mando ha sido mayor el énfasis en la lucha contra la corrupción, y menores los casos de desfalcos del erario público.

El reto permanente: la inclusión social

Generalmente los gobiernos dominicanos muestran su peor cara en los segundos períodos. La gestión del PRM entra en esta fase y es previsible que sus posibilidades de afianzar su hegemonía sobre la política dominicana dependan de sus éxitos en la probidad pública, pero al mismo tiempo de su capacidad para generar un crecimiento económico inclusivo.

A simple vista, lo ha hecho. La economía dominicana es una de las más dinámicas del continente. En 2023 creció 2,5% y se encamina a hacerlo 5% en 2024, apoyada principalmente en el turismo, las maquilas y las remesas de los emigrados, aunque también en el lavado de dinero proveniente de los grandes flujos ilegales, y en particular del narcotráfico, que tiene a República Dominicana como un pivote de sus exportaciones hacia Estados Unidos y Europa. El gobierno perremeísta ha sido exitoso en el control de la inflación mediante una mayor austeridad del gasto público, y la moneda nacional ha mantenido un comportamiento estable en los mercados financieros. Todo ello le ha prodigado buenas calificaciones internacionales, y el país transitó del nivel de bajos ingresos al de ingresos medios.

Este panorama es positivo para determinados sectores poblacionales –por ejemplo, para la modesta franja de clase media que encuentra nuevas posibilidades de expansión en las áreas de servicios profesionales–, pero habría que anotar sus serias limitaciones para incidir en el bienestar de las mayorías, en general personas con bajos niveles educacionales adquiridos en la precaria educación pública. De acuerdo con las estadísticas nacionales, se ha producido una reducción de varios puntos en la pobreza y en la pobreza extrema (que se ubican en 21% y 3%, respectivamente), pero al mismo tiempo 40% de la población se ubica en una franja de vulnerabilidad, es decir, vive de manera precaria al borde de la pobreza y se arriesga a volver a ella al menor contratiempo macroeconómico. Mientras que el empleo informal aumentó 6,1% entre 2019 y 2023, el empleo formal lo hizo 0,7%. Al mismo tiempo, la brecha entre ricos y pobres se profundizó, con un incremento sustancial del coeficiente de Gini, particularmente en las zonas urbanas.

Este artículo fue publicado originalmente en Nueva Sociedad.

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