Guatemala vive una situación política paradójica. A diferencia del resto de América Central, en 2023 fue elegido un presidente de la República, Bernardo Arévalo, que ha hecho de la lucha contra la corrupción y el restablecimiento de la democracia las prioridades de su mandato. Sin embargo, su acción se ve obstaculizada no sólo por el reducido número de diputados con el que cuenta el movimiento Semilla (centroizquierda) por el cual se postuló, sino más aún por la corrupción del Ministerio Público y de los diferentes órganos del Poder Judicial.
La fiscal general, Consuelo Porras, y los jueces a su servicio desempeñan un papel decisivo en el freno de la lucha anticorrupción. No contentos con proteger a los políticos acusados, han lanzado además una campaña de intimidación contra los defensores de la democracia, los periodistas independientes y los activistas democráticos, lanzando contra ellos las acusaciones más fantasiosas –“asociación ilícita”, “incitación a la delincuencia”, “terrorismo”, “obstrucción a la justicia”– y sometiéndolos a menudo a prisión preventiva.
Tres casos recientes son emblemáticos de esta voluntad de ilegalizar a los demócratas guatemaltecos. El viceministro de Desarrollo Sostenible, Luis Pacheco, fue detenido en abril, acusado por la fiscalía de terrorismo y asociación ilícita. Como presidente de los 48 Cantones, el órgano de poder maya k’iché’ del municipio de Totonicapán, Pacheco lideró un movimiento de protesta para exigir la renuncia de la cuestionada fiscal Porras –sancionada por la Unión Europea– y el respeto de los resultados electorales, cuando el “pacto de corruptos” buscó bloquear la investidura de Arévalo en 2023. Una situación similar vivieron los dirigentes indígenas Héctor Chaclán y Esteban Toc Tzay, arrestados durante 2025.
Las maniobras del “pacto de corruptos”
Volvamos al clima que precedió a las elecciones y a las elecciones mismas. Recordemos, en primer lugar, el contexto de corrupción generalizada que caracteriza al país desde principios del siglo XXI. En 2006, la situación era de tal gravedad que el Parlamento guatemalteco, de acuerdo con la Organización de las Naciones Unidas (ONU), votó la creación de la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (Cicig) para luchar contra la coalición mafiosa que se había apoderado del aparato del Estado.
En 2015, tras las primeras investigaciones de la Cicig y la conformación de un amplio movimiento cívico, el presidente de la República, Otto Pérez Molina, y su vicepresidenta, Roxana Baldetti, renunciaron, acorralados por las acusaciones de corrupción, y fueron condenados a varios años de prisión por asociación ilícita y fraude aduanero. Sin embargo, estos avances en la lucha contra la corrupción fueron efímeros. Los sucesores de Pérez Molina, Jimmy Morales (2016-2020) y Alejandro Giammattei (2020-2024), ambos investigados por la Cicig pero respaldados por cómodas mayorías en el Parlamento, favorecieron de manera sistemática el mantenimiento del “pacto de corruptos”, un sistema de malversación de fondos públicos y enriquecimiento ilícito en el que participa ampliamente la mayor parte de la clase política.
Con el apoyo del Parlamento, Jimmy Morales puso fin al mandato de la Cicig en 2018. Alejandro Giammattei respaldó el mantenimiento en el cargo de magistrados corruptos, en particular de Porras. En este contexto, las autoridades encargadas de organizar las elecciones generales de 2023 declararon inelegibles a todos los candidatos vinculados a la lucha anticorrupción y que, según las encuestas de opinión, podían competir en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales. De este modo, quedaron excluidos de la contienda electoral la candidata de izquierda Thelma Cabrera, la exmagistrada de la Cicig Thelma Aldana y el conservador Roberto Arzú.
Gracias a estas maniobras, las autoridades judiciales y el presidente saliente creyeron que podrían digitar las elecciones para evitar sorpresas desagradables. Pero la realidad fue muy diferente. Si Sandra Torres, la candidata que obtuvo el mayor número de votos (21,10%) en la primera vuelta del 23 de junio de 2023, era una de sus favoritas, Bernardo Arévalo, que quedó en segundo lugar con 11,74%, no lo era en absoluto. Candidato de Semilla, el partido fundado por los líderes del movimiento anticorrupción –en su mayoría jóvenes– en 2017 e hijo de Juan José Arévalo, el emblemático presidente reformista elegido en 1944, Bernardo Arévalo les pareció desde el principio una amenaza, aunque al comienzo de la campaña pocos imaginaron que pudiera ganar la elección.
La amenaza provocó inmediatamente los primeros intentos de obstaculizar el buen desarrollo de las elecciones. Excediéndose en sus prerrogativas, Porras inició varios procedimientos para prohibir a Semilla y detener a sus candidatos y a algunos de sus responsables. También presionó al Tribunal Supremo Electoral (TSE) para que no avalara los resultados de la primera vuelta.
Estos primeros intentos de golpe de fuerza fueron contrarrestados por las presiones de la comunidad internacional, en primer lugar de la embajada de Estados Unidos y la Organización de Estados Americanos (OEA), pero también por la movilización de la sociedad civil guatemalteca. Tras varios días de manifestaciones e incertidumbre, el TSE proclamó finalmente los resultados de la primera vuelta y organizó el balotaje, en el que se enfrentaron Sandra Torres –casada con el expresidente Álvaro Colom– y Bernardo Arévalo. El 20 de agosto de 2023, Arévalo ganó las elecciones con una amplia mayoría, con 60,91% de los votos, muy por delante de su rival, que sólo obtuvo 39,09%.
Al día siguiente de la segunda vuelta, alegando fraude masivo, el partido de la candidata derrotada presentó un recurso contra las autoridades electorales para que anularan la proclamación de Arévalo. Al mismo tiempo, el Ministerio Público manejado por Porras, haciendo caso omiso de todas las normas vigentes, pretendió sustituir al TSE y proceder a un nuevo recuento de los votos y, ante las protestas de los magistrados del tribunal, intentó iniciar un procedimiento para destituirlos.
Si bien Arévalo protestó inmediatamente contra este intento de “golpe de Estado legal”, fueron sin duda las organizaciones de la sociedad civil las que con su movilización contrarrestaron estas maniobras. El 4 de setiembre, la población bloqueó las sedes del Ministerio Público en la capital y en numerosos departamentos del país. El 2 de octubre, los 48 Cantones de Totonicapán, los municipios indígenas de Sololá, el pueblo ixil y el Parlamento xinka convocaron un levantamiento y un bloqueo indefinido del país. Exigieron el reconocimiento de los resultados de las elecciones y la dimisión de los cuatro magistrados más emblemáticos de la corrupción en el Ministerio Público, en primer lugar, Porras.
Durante 106 días, desde el 2 de octubre de 2023 hasta el 15 de enero de 2024, delegaciones de los diferentes municipios indígenas de Guatemala, a las que se unieron miembros de la sociedad civil de la capital, ocuparon pacíficamente los alrededores de la sede del Ministerio Público y bloquearon las principales vías de comunicación de todo el país. Se convirtieron en una especie de doble poder, levantando de vez en cuando los bloqueos para permitir la circulación de mercancías de primera necesidad. Cuando el gobierno saliente quiso desalojarlos por la fuerza, los responsables de la policía negociaron con los líderes indígenas y, al final, desobedecieron al gobierno saliente. El ministro del Interior siguió el mismo camino y dimitió para no tener que obedecer órdenes que consideraba atentatorias contra los derechos democráticos.
Los indígenas, a la cabeza de la lucha democrática
Hay varios aspectos que llaman la atención en esta movilización, en la que Luis Pacheco, Héctor Chaclán y Esteban Toc Tzay desempeñaron un papel clave. El primero refiere a la forma en que estas tres personas, al igual que los demás líderes elegidos en los órganos de poder propios de las comunidades mayas y xinkas, no sólo se apropiaron de la bandera de la defensa de la democracia, sino que la relacionaron con las formas de poder propias de las comunidades indígenas. De hecho, a lo largo de esta larguísima movilización, “la campaña de los 106 días”, las autoridades indígenas hicieron hincapié en que no defendían al candidato Arévalo, sino “la libertad del pueblo para elegir a sus dirigentes” y, de manera más general, “la legalidad democrática”, y precisaron que “en democracia, el poder emana del pueblo”.
Además, pidieron a Arévalo y a los dirigentes de Semilla que no participaran en las manifestaciones. Insistieron en repetidas ocasiones en que las autoridades eran elegidas para cuatro años y que, al término de ese mandato, debían ceder el puesto a los nuevos elegidos, tanto en el ámbito ejecutivo y parlamentario como en el judicial. Destacaron el símbolo que, para ellas, atestiguaba la imposibilidad de que una familia o un grupo monopolizara el poder. El hecho de que los bastones ceremoniales, o varas que simbolizan el poder de los cargos indígenas, pertenecieran a los municipios y que las autoridades elegidas sólo fueran sus depositarias durante el año de su mandato simbolizaba esta visión de la democracia. Más aún, estas varas se guardaban dentro de los muros del municipio.
También insistieron en que no habían actuado por su cuenta, sino que sus “bases” les habían pedido que estudiaran cómo defender el principio de la libertad de sufragio. La decisión de bloquear indefinidamente el país para obtener el respeto del sufragio se había tomado de forma consensuada a través de múltiples asambleas cantonales o aldeanas, municipio por municipio, inicialmente en los siete primeros que iniciaron el movimiento y luego en los muchos otros que se sumaron a este levantamiento pacífico. Cabe destacar una última metáfora sobre la necesaria circulación del poder. Según una de las autoridades de Sololá, “el poder es como la sangre. No debe estancarse, debe circular como la sangre por todos los órganos del cuerpo”.
Otra característica del movimiento que merece ser destacada es el estilo de liderazgo político que mostraron las autoridades de los municipios indígenas durante esos 106 días de movilización. Sin duda, se trató de una novedad, dado que hasta entonces la población indígena del país nunca había optado por manifestarse de manera tan masiva en la capital –las multitudes presentes en los diferentes lugares de la capital fueron más numerosas que las movilizadas durante la campaña para exigir la dimisión de Pérez Molina y su vicepresidenta en 2015–. Nunca antes tampoco los líderes de las comunidades indígenas habían ejercido de facto la dirección de un movimiento de protesta nacional que, por supuesto, movilizó a las comunidades indígenas de todo el país, pero también a la clase media y a los sectores populares de la capital, vendedores de los mercados, taxistas, transportistas y empleados. Todos los observadores reconocieron la capacidad de las autoridades indígenas, con la ayuda de otras organizaciones de la sociedad civil, para organizar estas gigantescas concentraciones, evitando cualquier desbordamiento y recibiendo así el apoyo de los habitantes de la capital, en particular de los vecinos de las instalaciones del Ministerio Público.
Los múltiples componentes de la sociedad guatemalteca, la Iglesia católica, algunos sectores empresariales, pero también una parte importante de la clase política reconocieron el liderazgo de los dirigentes indígenas, al igual que las legaciones extranjeras, en particular la embajada de Estados Unidos bajo el gobierno de Joe Biden. Nada quedó más patente que el peso de los líderes del mundo indígena durante el último intento de los diputados de bloquear la asunción del nuevo presidente, retrasando su voto de investidura y postergando varias horas su toma de posesión. Evidentemente, no sólo fueron las amenazas de Estados Unidos de aplicar las sanciones previstas en la Ley Magnitsky contra diputados y magistrados, sino también la presencia de guatemaltecos de todo tipo movilizados en la capital, lo que hizo que los facciosos dieran marcha atrás. Las palabras de una joven miembro del municipio de Nebaj, cuando, tras su investidura, los nuevos presidente y vicepresidenta acudieron a dar las gracias a los organizadores de la campaña de los 106 días, fueron emblemáticas de este nuevo sentimiento: “Hemos dicho, señor presidente, que ponemos fin a una primera fase de resistencia. Confiamos en usted para garantizar y defender nuestra democracia. Y si necesita nuestra ayuda, nuestros pueblos estarán ahí”.
Caza de brujas
A la luz de estos acontecimientos se puede comprender y juzgar el sentido de la verdadera caza de brujas desencadenada por los responsables del Ministerio Público contra dirigentes como Luis Pacheco, Héctor Chaclán y Esteban Toc Tzay. Se trata de una campaña de represalias e intimidación por parte de estos magistrados corruptos contra los artífices de un incipiente renacimiento democrático en Guatemala, en vísperas de un año crucial para el futuro de la democracia en el país, ya que en 2026 se nombrarán nuevas autoridades judiciales que se encargarán de organizar las elecciones de 2027.
Estas maniobras también tienen por objeto hacer saber a los funcionarios que se niegan a aceptar los sistemas de malversación de fondos utilizados hasta ahora en muchos ministerios que no pueden contar con el Ministerio Público para perseguir a los autores de las amenazas contra ellos, sino que, por el contrario, este protegerá a las mafias acostumbradas a saquear el tesoro público.
Ante este estado de cosas –marcado por las maniobras del Ministerio Público para proteger a las principales figuras del “pacto de los corruptos”–, el gobierno pareció durante mucho tiempo vacilante. Sin duda, al asumir el poder en enero de 2024, Arévalo no cumplió con las expectativas de una parte de sus electores, que esperaban que emprendiera de inmediato un combate frontal y se apoyara en la opinión pública para obligar a los jefes del Ministerio Público a dimitir. Muchos esperaban una política poco respetuosa con las instituciones al estilo de Nayib Bukele en El Salvador, algo que Arévalo se negó deliberadamente a llevar adelante.
Además, era difícil librar esa batalla. Arévalo llegó al gobierno con una pequeña bancada parlamentaria y congresistas con escasa experiencia política. A esto se suma que no podían constituir un grupo parlamentario, pues la personería jurídica de Semilla había sido suspendida por el Ministerio Público durante las elecciones. Peor aún, el espacio político se dividió entre un sector partidario de salvar a Semilla a toda costa y otro favorable a crear un nuevo partido, Raíces, una rivalidad mortífera en el contexto actual.
Aun así, no sin algunos tropiezos, Arévalo puso en marcha su proyecto de lucha contra la corrupción dentro del Estado y buscó reactivar la administración para cumplir sus proyectos en materia de educación, salud, lucha contra la pobreza y seguridad pública. También tuvo que enfrentarse a una situación internacional muy desfavorable, en la que su talento como exdiplomático jugó a su favor.
Así, si el gobierno de Biden había presionado con todo su peso para garantizar elecciones limpias, Donald Trump está concentrado en deportar migrantes guatemaltecos y, por lo demás, practica el benign neglect (no injerencia) hacia Guatemala, al igual que los países europeos.
No obstante, hay que destacar que, aunque ha dado la impresión de ser tímida, la política del presidente comienza a dar algunos frutos y a ser reconocida por la población. La corrupción endémica dentro del aparato estatal ha disminuido notablemente. La Policía ha comenzado a retomar el control de las prisiones, aislando en áreas de alta seguridad a los cabecillas de las pandillas, algunos de los cuales tienen vínculos directos con los rivales políticos de Semilla, como alias El Lobo, líder de la Mara 18. Se han emprendido acciones sistemáticas contra los principales responsables de desvíos de fondos públicos y se ha abastecido a los hospitales y a las farmacias populares. También se impulsa una reforma a la ley de hidrocarburos con una perspectiva ambiental.
Aunque modestas, estas políticas son suficientes para generar las feroces reacciones del “pacto de corruptos” y sus representantes judiciales.
Gilles Bataillon es sociólogo e investigador del Centro de Estudios Sociológicos y Políticos Raymond Aron de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales, en París, y profesor afiliado a la División de Historia del Centro de Investigación y Docencia Económicas, en Ciudad de México. Es codirector de la revista Problèmes d’Amérique Latine. Este artículo fue publicado originalmente en Nueva Sociedad.