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Como sucede todas las veces desde hace ya unos cuantos años, las encuestas se equivocaron: Jair Bolsonaro, el capitán retirado que dedicó su voto contra Dilma Rousseff al militar que la había torturado, fue el candidato más votado en las elecciones presidenciales de su país y tiene buenas posibilidades de ganar en la segunda vuelta. Lo que pensamos que no podría ocurrir, una vez más, ocurrió. Si vamos llevando la cuenta, entre el error predictivo de las encuestas y el error de vaticinio de la opinión pública ya estaríamos en condiciones de decir que lo que ocurrirá en política será siempre lo que demos por imposible, y eso no se debe a que el Universo conspire en nuestra contra, sino a que no queremos ver la realidad tal como se nos muestra, con sus desvergonzadas violencias, su brutalidad y su chatura. Si no me creen, díganme si no nos pasó lo mismo cuando Donald Trump llegó a la presidencia de Estados Unidos, o cuando Colombia votó primero contra el acuerdo de paz y luego a favor del candidato uribista, o cuando vimos que la popularidad de Silvio Berlusconi no parecía verse afectada por los escándalos que lo llevaron ante la Justicia ni por las salvajadas que hizo y dijo contra las mujeres. Así, en cada oportunidad preferimos pensar que eso tan horrible, eso de tan mal gusto, eso tan poco educado, tan poco evolucionado, no va a llegar a concretarse, y zácate, se concreta. Y así vamos, entre apavorados y anonadados, sin entender cómo puede ser que tanta gente vote en contra de sus propios intereses, en contra de su futuro, cuando ya ni siquiera esperábamos que votaran teniendo en cuenta el futuro de los demás.

Por supuesto, los votantes de Bolsonaro, excepto algunos, son personas escasamente politizadas que en otras ocasiones pudieron haber votado opciones completamente distintas. Lo que están votando, entonces, es un cambio. No porque tengan certeza alguna de que algo va a cambiar de la mano del candidato al que resolvieron votar, sino porque prefieren creer –así como nosotros preferimos creer que lo peor no va a suceder– que el que les promete cambios rápidos y radicales les va a cumplir. Y si no, ya podrán cambiar el voto en la próxima oportunidad, porque a fin de cuentas nadie les ha cumplido nunca y si alguien, alguna vez, hizo algo para que sus vidas mejoraran, no hizo lo suficiente para que pudieran saber cómo y por qué habían mejorado. Así que bien pueden creer que fue por una cuestión de suerte, o por gracia de Dios, o porque les tocó una mano buena entre tantas malas que les había servido el destino.

El peor crimen que puede cometerse en política es despolitizar la vida. La actitud más imperdonable que puede tener un gobernante, o un gobierno es el paternalismo. La infantilización del colectivo social. La soberbia de creer que dispensando cuidados paliativos para los condenados a muerte se puede aspirar a algo más que, en el mejor de los casos, una gratitud servil y humillante.

Bolsonaro prometió cosas simples: orden, seguridad, respeto. Basta de tanto bandido sacando ventaja de todo. Basta de tanto libertinaje y de tanta tilinguería. Basta de no ejercer la autoridad, de no castigar a los corruptos, de favorecer a los homosexuales, a los negros, a los que no quieren trabajar y no respetan las jerarquías. Basta de acomodos.

Lo que pasa es que para poder ver lo que hay de peligroso en Bolsonaro, para inquietarse por las ideas reaccionarias y fascistas de las que presumió para conseguir audiencia (y tuvo audiencia, porque vivimos días así: cuanto más escandalosa sea una declaración, cuanto más humillante u ofensivo un concepto, cuanto más ridícula una acusación, más posibilidades hay de que se repita una y mil veces, hasta que otra barbaridad le quite el puesto), para asociar esa violencia discursiva con la violencia real que se ejerce sobre las personas hay que poder mirar un poco más allá de lo inmediato. Y hay demasiada gente que no está en condiciones de despegarse de lo inmediato. En algunos casos (muchos), porque la vida es algo que hay que resolver minuto a minuto, sin tregua; en otros, porque hasta los que no están en riesgo de caer abruptamente de su lugar social viven en la fragilidad que es signo de estos tiempos. No hay nada como una vida tranquila para nadie, y todos soñamos con un poco de paz. Sólo que algunos entendemos que la angustia, la presión y el miedo no provienen del bandidaje que eventualmente pulule por ahí, sino de las condiciones de precariedad social que ennegrecen el aire y no nos dejan dormir.

Hay un error grave, una falta de humildad severa en propiciar un ambiente de indefensión moral, de incapacidad de incidencia, de abandono al buen hacer de los mayores. La vida entre personas es un lazo social, un vínculo consciente y sagrado que se protege y se respeta porque no es dado sino construido. Porque no es accidental como la vida, sino dependiente de nuestro esfuerzo.

El fascismo como idea, como soporte ideológico de la barbarie, puede y debe combatirse discutiéndolo y desnudando su injusticia basal y constituyente. Pero el pequeño fascismo de ocasión, el que duerme en la masa, el irreflexivo, ese no tiene ideas que contrastar. Se alimenta del miedo, de un miedo pegoteado e indistinto que, a fuerza de no ser analizado, toma prestado el discurso más simple. Y se defiende, entonces, del monstruo que le muestran, aunque su inquietud coma de otro lado.

Lo peor que se puede hacer es despreciar ese miedo y esa ignorancia. Si tantos que no se interesan (“que no se importan”, dirían en Brasil, y es más expresivo) en la política están, sin embargo, atentos a la corrupción es porque es más simple, más inmediato e intuible un robo al propio bolsillo que una injusticia y un abuso sostenidos por la historia y oscurecidos por la costumbre. Así de literal es el mundo de lo apolítico, el mundo de la nuda vida.

Volver de este estado de cosas no es fácil, y si no fuera porque el fascismo no es un juego y porque siempre sangran los mismos, hasta darían ganas de dejarlo pasar y ver qué trae. Pero ya sabemos qué trae, así que espero que no caigamos en la soberbia imperdonable de ignorar a tanta gente a la que, hasta ahora, le estuvimos diciendo que se quedara quieta y nos dejara manejar.

Faltó política. Que no sobre ceguera.

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