Se limitará el derecho de reunión por razones de salud pública, anuncia el Ejecutivo, junto con algunas otras medidas entre las que no se cuenta ninguna destinada a evitar que más y más gente pierda el trabajo o vea sus ingresos disminuir hasta lo insoportable. La Intendencia de Montevideo acompaña la urgencia con el anuncio de la suspensión de las actividades vinculadas al carnaval, lo que se suma a la resolución, tomada días antes, de suspender los espectáculos en los espacios dependientes de la comuna. El presidente de la República insiste en que la gente ya sabe lo que tiene que hacer, así que lo de “quedate en casa” ya ni vale la pena repetirlo: somos grandes y sabemos lo que hacemos, y este, señor, señora, no es un gobierno que quiera coartar libertades. Bueno, a menos que sea la de reunión, claro está, porque aunque sea en espacios abiertos el amontonamiento puede ponernos en peligro a todos, y más aún si hablamos de amontonamiento improductivo.
El asunto es que entre exhortaciones y miradas severas se nos contrabandea una ley que habilita la intervención policial en forma bastante arbitraria (nada nuevo, pero cada vez mejor empaquetado con disposiciones legales) y que establece que los que incumplan la ley podrán recibir sanciones que incluyan “apercibimiento, observación y multas de 30 a 1.000 unidades reajustables, sin perjuicio de las acciones penales que pudieren corresponder”. Lo recaudado por las multas irá a engrosar el misterioso Fondo Solidario Covid-19, ese del que no se rendirán cuentas hasta que lo peor haya pasado y ya no sea necesaria su existencia. En la insistencia en torno a la responsabilidad individual y en el silencio respecto de las posibles respuestas colectivas se ve sin dificultades esa idea de que cada uno es lo que ha hecho de sí mismo, y por lo tanto no hay nada que esperar de los demás, así como no hay, tampoco, nada que hacer por los demás.
A lo largo de este año pudimos ver cómo resurgían los colectivos de trabajadores vinculados al quehacer artístico, desesperados por la situación que los dejaba de un día para el otro sin ingresos. Ahora las cosas vuelven a punto muerto, y el sector vuelve a quedar expuesto en su rotunda precariedad, en su desesperante inexistencia para los que hablan de cifras. ¿De qué van a vivir los que viven del arte?
Sin embargo, hay que admitir que aun antes de que todo esto explotara por las circunstancias sanitarias ya se había instalado una lógica tendiente a hacerle creer a cada artista que debía ser, además, su propio gestor, lo que incluye todos los aspectos relativos a la presentación de proyectos, adquisición de habilidades específicas de producción en el área que fuera, inversión en equipos, desarrollo de planes de negocios así como estrategias de comunicación y difusión, etcétera. Desde el maquillaje hasta la edición de sonido, desde la solicitud de un fondo específico hasta la elaboración del cronograma de actividades de “devolución a la comunidad”, desde la estrategia de marketing hasta la contabilidad, todo forma parte del proyecto, ese maravilloso nombre bajo el que se esconden la autoexplotación, la competitividad, la exacerbación del narcisismo y una deliciosa deriva hacia el aislamiento y la soledad.
Por cierto, nada de eso es exclusivo del arte. Suelo ver publicaciones de una red feminista de intercambios (comerciales, sobre todo) en la que con enorme convicción se dicen cosas como “quiero emprender pero todavía no sé bien en qué”, y se barajan opciones que pueden ir desde hacer llaveros hasta vender aceites esenciales o cocinar panes de masa madre o cualquier otra cosa, porque lo que hay detrás de ese título de nobleza encarnado en la palabra “emprendedor” es ni más ni menos que el buscavidismo de siempre, el intento de hacer un mango con lo que sea, porque francamente el trabajo no abunda y no es fácil, realmente no es fácil rescatarse.
Al mismo tiempo, desde marzo hasta ahora se han servido en ollas populares y merenderos casi seis millones de platos de comida. El trabajo no remunerado que lo hizo posible (a ese trabajo se le podría llamar militancia) tendría un valor, según un estudio citado por la diaria, de 188 millones de pesos. Es un esfuerzo colectivo orientado a sostener a los que se caen del sistema, a los que a pesar de los años de crecimiento económico que atravesó el país seguían en una situación de fragilidad tal que no les fue posible mantenerse a flote.
Sería deseable, por supuesto, que no fueran necesarios los merenderos. Sería bueno que nadie tuviera que hacer cola por un plato de comida. Pero para eso hay que pensar colectivamente también en tiempos de abundancia. Hay que pensar cómo debería ser el mundo para que nadie se cayera con el primer ventarrón. Hoy se está desmantelando todo el sistema de protección social que se construyó en estos años, y eso es sin duda una tragedia. Pero más trágico es haber perdido el reflejo de juntarnos para hacerle frente a una retórica del éxito y del poder individual que nos cercenó el deseo de vivir de otra manera. Cuidarnos entre todos no puede ser esta payasada de mirarnos el ombligo, regar las plantas y pedir que intervenga un patrullero porque ahí en la esquina hay tres o cuatro pibes aglomerados que bien podrían irse a joder a otra parte.