Las motivaciones que empujan a un alma revolucionaria son muchas, pero seguro hay tres que son fundamentales: el amor, la incapacidad visceral de tolerar las injusticias, y la capacidad de entender el punto de vista del dolor de las personas, estén donde estén, vivan donde vivan.
Guillermo Chifflet reunió holgadamente estas características y varias otras, que le permitieron el respeto de ajenos, el aprecio de muchas y muchos, el amor de quienes lo comprendieron y, si hubo alguna cuenta pendiente y amarga, seguro no fue por él que no se logró saldar. Un hombre íntegro, de mano y corazón abiertos a la otredad y sus circunstancias.
Nacido el 15 de setiembre de 1926, se crio en el barrio obrero y cosmopolita de la Villa del Cerro, junto con su hermano mayor, Enrique, y sus dos hermanas menores, María Ofelia y María del Carmen, con su crianza a cargo de su madre, Ofelia Zerboni, y su padre, Enrique Chifflet. En esa infancia del Uruguay de los años 30 nacieron también los apodos que formarían parte de su vida; ahí nacieron también Poncho, Yuyo, Gramilla y Pitanga, como los hemos conocido quienes somos cercanos. Guillermo (Yuyo) contaba siempre que tenían con su hermano (Poncho) un único par de zapatos para ir a la escuela, por eso uno los usaba en la mañana y otro en la tarde. Así quizás fue como, en parte, comprendió la importancia de compartir más que zapatos y huellas; también aprendió a compartir y a cuidar lo que compartimos, por ser nuestro y no. Fermentó parte de su conciencia revolucionaria en la atención a la Guerra Civil Española, a la movilización de las y los obreros del Cerro, de los frigoríficos, de los y las estudiantes, de sus gentes vecinas que luchaban día a día por hacer de su vida un camino de dignidad y esperanza.
Luego vinieron los tiempos del Paso Molino, los años de juventud, cuando los aportes del socialismo de don Emilio Frugoni (que ya hacían parte de sus motivaciones desde muy pequeño en el Cerro) fueron afilando aún más su mirada aguda y profunda sobre los problemas de todos los días, esos que hacen que la injusticia humana se cuele en el aire y se respire contaminadamente. Jamás entendió en eso un proceso natural ni aceptable, sino que constituyó la imagen misma de las consecuencias que generan las minorías opresoras sobre los oprimidos. Ese proceso contrario al amor a la vida y a las personas en igualdad.
Los espíritus inquietos y revolucionarios también toman diferentes herramientas con las cuales luchar; él escogió la pluma. Desde su empuñadura emprendió diferentes combates, procurando que la luz sobre un problema surgiera desde la discusión de ese problema y sus entornos.
Como persona nunca se permitió, ni permitió a otras, que la contundencia de un argumento no surgiera desde un fundamento concreto, probado, veraz, elocuente, comprensible y estudiado o conocido. Tomó la lectura de la realidad y su interpretación como una acción de investigación, aprendizaje y enseñanza, capaz de modificar a quien tomara conciencia de ella. Pero también, en el debate, que lograra exigir la argumentación de las ideas opuestas al punto de no poder ser sostenidas, o al menos encontrar sus intereses profundos.
Fue un ser que tuvo una de esas formas de conciencia que no conocen alambrados ni para los cuerpos ni para las ideas, mucho menos para las injusticias. Su sentido de análisis político de la realidad, ejercido siempre en forma de amor por las demás personas oprimidas, lo impulsó siempre a no dejarse seducir por la visión sencilla y un poco “eurocéntrica” del mundo ni de sus espejismos. Aprendió y cultivó el saber discernir entre las acciones esencialmente revolucionarias y las que no, se dieran en las circunstancias humanas que fueran y en la región del mundo que fueran.
La pluma lo acompañó siempre, pero cada vez más su hacer fue el que, por medio de la coherencia y la serenidad de sus acciones, marcó sin letras fijas la ética que supo encarnar, contagiar y exigir.
Acompañó y dio mil y una batallas, junto a obreros y obreras, sindicatos, estudiantes, pueblos de diferentes partes del mundo, socialistas o no. Tuvo tantas “hermanísimas” almas que nunca quiso contar. Trabajó incansablemente contra la violación de los derechos de toda persona. Abrazó las causas revolucionarias fundamentales y fundamentadas. Supo compartir historias que hoy miles sabrán recordar, más cerca o más lejos. Enseñó todo lo que aprendió, no se guardó nada jamás. Supo decir no desde sus más profundas convicciones y afrontar las consecuencias de andar solo pero no en soledad. Siguió combatiendo desde la pluma, todo lo que pudo.
Se fue sin hacer ruidos, logrando sembrar puñados y puñados de sueños y esperanzas.
Ojalá que podamos repensarnos en algunas prácticas y comprender la esencia que debe motivar a nuestras más sinceras convicciones y acciones.
Quizás por algunas de estas cosas aquí compartidas, entre otras que muchas y muchos han de recordar, ese cerrense fue universal y con aprecio respetado por gente de diversas formas de entender las relaciones de poder en el mundo.
Hasta siempre, Yuyo. Sabés que un pueblo con conciencia jamás será cómplice de los juegos del opresor.
Las ideas darán flores, algún día.