La decisión de fusionar el Sistema Nacional Integrado de Cuidados (SNIC) con el Programa Nacional de Discapacidad (Pronadis) es sumamente ilustrativa de las concepciones sobre las que se levanta lo que el ministro Pablo Bartol ha dado en llamar los mejores cuatro meses en la historia del Ministerio de Desarrollo Social (Mides).
Aunque el subsecretario Armando Castaingdebat haya señalado que “el Sistema de Cuidados no dejará de hacer nada”, cuesta creer que no estemos asistiendo a un proceso de, al menos, un fuerte debilitamiento de la política pública sobre cuidados, cuando no a su directa desaparición.
Más allá de los componentes de política menor que puedan rodear esta decisión, resulta interesante repasar los aspectos centrales de las diferencias conceptuales que están en juego y fundamentan la hipótesis que estoy enunciando.
Prestación de servicios versus sistema
En primer lugar, estamos ante un planteo que da cuenta de una falta de comprensión de la diferencia existente entre políticas, programas y servicios. La idea de que estas dos políticas públicas tienen un campo de acción similar y por eso pueden unificarse haciendo más eficiente la acción del Estado implica un fuerte desconocimiento de que el SNIC es precisamente un sistema y no la mera implementación de un conjunto de servicios.
El campo de acción de la política sobre cuidados, concebida como sistema, implica una intervención en el terreno de lo público, con el Estado como rector y garante, pero no como actor único, con el objetivo de articular distintos niveles que están interrelacionados. Esto incluye acciones sobre la gobernanza, el financiamiento, la regulación, la formación profesional, la comunicación, la prestación de servicios o la gestión del conocimiento, entre otras. Esto significa, ante todo, una reinterpretación del rol del Estado en un campo tradicionalmente ligado al ámbito privado, considerando que es posible garantizar derechos, disminuir la inequidad y propiciar un cambio cultural que amplíe umbrales de bienestar para amplios colectivos sociales.
Confusión entre la discapacidad y los cuidados familiares
La fusión planteada golpea indirectamente el terreno de las políticas que abordan la discapacidad, y eventualmente someterá al Pronadis a una exigencia que lo distraiga de sus cometidos esenciales, con consecuencias negativas para las personas con discapacidades. Ni los cuidados se restringen al área de la discapacidad, ni la discapacidad exige solamente cuidados. La idea de una sociedad con altos niveles de accesibilidad e inclusión de las personas con discapacidades, además de requerir intervenciones para cuidar, requiere actuar sobre las barreras de acceso físicas, culturales y administrativas que operan en contra de la autonomía de las personas con discapacidades.
Nuevamente, se confunden las orientaciones de cada una de estas políticas. O quizá se piensa en un modelo de sociedad en el que se asumen como dadas estas barreras y, por lo tanto, lo que hay que hacer es cuidar a las personas que quedan inevitablemente por fuera del ejercicio pleno de sus derechos. La declaración de Castaingdebat acerca de “unificar acciones que no son exactamente lo mismo, pero tienen el mismo objetivo” es clara en este sentido.
El alcance de las políticas sociales
Quizá una de las diferencias centrales en el cambio de paradigma en las políticas sociales que estamos transitando tenga que ver con cómo se conciben las causas de la desigualdad social y el rol del Estado ante estas.
Hemos escuchado al gobierno decir que el motor de la economía reside en las empresas y que serán estas las responsables de reactivar la actividad productiva, generando el empleo que, a su vez, mejorará la demanda interna y el bienestar general de las familias. Esta no es otra que la vieja teoría del derrame, en la cual la intervención del Estado tiene que estar acotada a la generación de las mejores condiciones para la inversión, interpretando que esto se alcanza fundamentalmente mediante la restricción del gasto público, concebido como una carga para la sociedad.
Esta es una orientación que identifica al mercado como el ámbito adecuado para la asignación de recursos a los hogares y las personas, y que limita las políticas sociales al rol de asistir a los caídos, es decir, a aquellos sobre quienes opera alguna condición específica que no les permite desenvolverse en el mercado, circunstancial o estructuralmente, de acuerdo a sus méritos y capacidades.
Como ha pretendido ilustrarnos el ministro Bartol, la pobreza debe ser concebida como un estado en que las personas ven deprimida su capacidad de iniciativa para aprovechar las oportunidades que genera la economía, las cuales están allí, y por lo tanto la tarea de la asistencia social es dar ánimo, transmitiendo la confianza del “vos podés” y alentando a las personas pobres a que superen sus limitaciones y sigan la luz que se divisa al final de túnel. Es decir, los pobres como responsables de la pobreza.
Tomando en cuenta esta visión, no es raro que se considere innecesario desmercantilizar porciones relevantes de los bienes y servicios que garantizan el bienestar, exceptuando quizá la educación y la salud (aunque ya veremos en este último caso con qué extensión). Avanzar más allá de esas fronteras es un asunto de “países ricos”, un lujo que no podemos darnos si no queremos seguir sobrecargando la mochila de quienes son el verdadero “motor de la economía”.
Los cuidados y la desigualdad de género
La idea principal de un sistema de cuidados es el reconocimiento de lo que conocemos como trabajo no remunerado y la importante función que este cumple en el desarrollo, el crecimiento y el bienestar. Ese reconocimiento se vio históricamente negado por sistemas de protección social centrados en el aseguramiento del trabajo asalariado y, fundamentalmente, en la figura del hombre proveedor o “gana pan”. En ese modelo, los cuidados son parte de lo que las familias, y más específicamente las mujeres, deben resolver, conformando así una sociedad centrada en un tipo ideal de familia y en una clara división sexual del trabajo.
Como parte de lo que el académico danés Gøsta Esping-Andersen ha definido como la “revolución incompleta”, los sistemas de bienestar no acaban de dar cuenta de lo que es quizá el mayor cambio de las sociedades actuales: las transformaciones en las relaciones de género y el rol de las mujeres en el ámbito público y en particular en el mercado de trabajo. Implicados inseparablemente con los componentes culturales e ideológicos de esta revolución, se encuentran los determinantes económicos. En ese sentido, el acceso a posibilidades reales de sustitución del tiempo que las mujeres dedican a los cuidados, ya sea por la vía de la corresponsabilidad con los varones o por el acceso a servicios profesionales, se transforma en una de las piezas claves que le faltan al puzle de la igualdad de género.
Siguiendo este razonamiento, los cuidados de calidad, tanto para quienes los requieren como para quienes llevan adelante la tarea de cuidar, no deberían depender tanto del lugar que ocupamos en la escala de ingresos ni, por ejemplo, de nuestro género. La concepción que desarrollan los distintos partidos y gobiernos sobre esto divide las aguas, distinguiendo un posicionamiento conservador de otro transformador; uno que reconoce, facilita y promueve el cambio de otro que retrocede casilleros en dirección a un tipo de sociedad y familia tradicional; uno que atribuye a las políticas sociales un rol emancipatorio de otro que prefiere un papel compensatorio y paternalista.
Nacer hombre o mujer no debe conllevar un mandato acerca de nuestra relación con los cuidados. Queremos caminar hacia una sociedad con más varones que cuidan y con mujeres con más tiempo disponible para actuar en la esfera pública. Pero también necesitamos que en el transcurso de esa transformación no se resientan las tareas de cuidado de las personas ancianas, los niños y niñas, y las personas con limitaciones a su autonomía. Pero tampoco el costo de este proceso debiera ser la emergencia de un mercado desregulado de cuidadores, donde acceso y calidad de los cuidados van atados a la capacidad de pago de cada hogar, cosa que parece inevitable en un contexto de debilitamiento o desaparición del SNIC.
La construcción de un nuevo relato
Finalmente, ¿cuánto de política menor hay en esta decisión? ¿Cuánto hay de aversión por aquellas políticas que han sido emblema de un período caracterizado por la mayor disminución de la pobreza y la desigualdad de la que se tenga registro?
Hemos asistido en los últimos meses a un manejo del Mides como trinchera para atacar a las administraciones del Frente Amplio. Esto incluyó un sistemático cuestionamiento de la producción de estadísticas sobre la pobreza, la informalidad y la situación de calle, así como la insistencia en construir la idea de un pasado de gestión caótica, mostrando cada semana una nueva sorpresa en los armarios y estanterías del organismo. El nuevo Mides parece estar conducido por la intención de construir un tipo de posverdad bajo el cual transcurre el desmontaje de buena parte del sistema de protección social, con consecuencias como la incoherencia de tener decenas de camas disponibles para una emergencia sanitaria que afortunadamente no ha detonado y, al mismo tiempo, carecer de un plan invierno que hace años se implementaba y que resulta dramáticamente necesario.
Quienes vivimos y queremos al Uruguay y su gente no podemos hacer otra cosa que exigir menos improvisación y operaciones mediáticas y mucho más esfuerzo por continuar el desarrollo de políticas sociales de calidad por las cuales el mundo nos ha reconocido.
Diego Martín Olivera es senador suplente de Fuerza Renovadora, Frente Amplio.