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Sí, estamos siliconizados, pero no tanto...

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La pregunta del artículo de Arocena y Sansone publicado recientemente en la diaria merece una respuesta para pensar el problema, ampliando su perspectiva más allá de las coincidencias que refieren a la común y lógica preocupación por el uso de los datos que vertimos los ciudadanos a las grandes corporaciones de la información y, sobre todo, a su uso cada vez menos transparente de acuerdo a intereses privados, políticos o represivo-estatales.

Quiero detenerme sólo en el final del artículo, porque allí los autores citan a Yuval Harari, el conocido autor de Homo Deus y otros best sellers, afiliándose, según interpreto, a una visión que atribuye demasiado poder al big data. Me interesa, además, porque veo que a nivel intelectual estamos también muy expuestos al marketing y la moda de productos sin gran fundamento conceptual. Digámoslo de entrada: el manejo del big data no otorga el mejor acceso a nuestra subjetividad. La idea de que una provisión cualquiera de datos empíricos sobre nuestro comportamiento nos brinda el mejor conocimiento posible sobre nosotros mismos no sólo actualiza el viejo y limitado conductismo en psicología, sino que ‒en este caso‒ atribuye una importancia desmedida a la recolección de los datos cuando manejamos un dispositivo conectado a internet.

Por el contrario, quisiera reafirmar que nuestros actos más significativos, por suerte, transcurren por fuera de toda mediación informática (no haga esa mueca de desconfianza, querido lector, intentaré convencerlo). En primer lugar, tengamos en cuenta que ‒en general‒ el conocimiento y la interacción con nuestras preferencias o decisiones (recabadas mientras recorremos las páginas de anuncios, nos expresamos en las redes, incursionamos en sitios “reservados”, etcétera) no están dirigidos específicamente a ninguna individualidad en particular sino a estándares que reúnen un conjunto de acciones individuales en las que eventualmente podría calzar cada una. Obviamente, el camino ya emprendido abre inmensas posibilidades, tanto de incrementar los datos como de afinar los criterios de estandarización.

La perspectiva de Harari está a medio camino entre afirmar que ya estamos en esa fase de control al estilo que relata George Orwell en su 1984 y afirmar que con seguridad vamos en ese camino si no lo impiden quienes tienen el poder. El escritor alimenta el miedo (¡cómo nos seduce el miedo!), nos anuncia la catástrofe antes de que suceda; catástrofe que ‒dicho sea de paso‒ no parece afectarlo a él mismo determinando ninguna de sus preferencias ni nada de lo que escribe, ni a los “líderes mundiales”, los únicos que Harari imagina con potestad para frenarlo: los sujetos son todos individuos y todos con máximo poder. De los movimientos sociales, de las luchas en los países pobres, de la construcción de subjetividades colectivas que finalmente serían ‒según creo‒ las únicas con alguna chance de oponerse con éxito al mandato de las multinacionales de la información o los autoritarismos estatales... ni una palabra.

Por otro lado, la obra de Harari ignora totalmente el debate filosófico europeo de más de un siglo sobre el sujeto, la subjetividad y el reconocimiento, desde Hegel a Honneth. Tampoco está ahí el último “giro lingüístico” en la filosofía, el análisis de los discursos o el psicoanálisis de Lacan, todos grandes aportes para entender el sujeto (o la imposibilidad de su existencia como unidad última); y por supuesto, mucho menos le interesan las teorías decoloniales o feministas sobre la primacía de un sujeto eurocéntrico, blanco y hombre. No ahonda en cómo se construye la subjetividad, y por lo tanto, lo único que queda en pie es la recolección de datos empíricos de nuestro comportamiento conectado.

El asunto es que nosotros “mismos” no somos tan “mismos”; por el contrario, somos bastante distintos según quién o qué nos interpela en un espacio-tiempo que cambia cada vez con mayor celeridad y, sobre todo, por efecto de relaciones recíprocas con los que amamos y nos aman (también con los que odiamos y nos odian), siempre inmersos en procesos colectivos que nadie controla totalmente. Estamos construyendo lo que somos; más que “ser algo”, somos lo que estamos en camino de ser con otros, “sujetos sujetados” a un conjunto de factores difíciles de prever o sistematizar, y mucho menos de estandarizar por medio de operaciones binarias. Cuando el “conocimiento computacional” describe algo, en todos los casos es el producto final de un proceso en el que sólo pudo intervenir ‒cuando lo hizo‒ de forma residual, sin acceso a las cuestiones más profundas en juego.

Toda esta moda siliconada se basa en un vulgar individualismo que da como válido el enunciado “nadie mejor que tú para saber lo que quieres”, sólo que ahora agregan: “¡Cuidado, existen otros que te conocen mejor!”.

No somos una unidad construida por la sumatoria de los “datos objetivos” de las decisiones ya hechas y tomadas en solitario (y sobre todo como consumidores). Ese razonamiento es claramente erróneo: si nos hemos comportado de una manera determinada, ¿en el futuro lo haremos igual? Ya Laplace había soñado, en el siglo de las luces, con un conocimiento completo de causas y efectos; si los humanos lo alcanzaran algún día podrían hacerse del poder divino. Por suerte, ese poder es sólo imaginario, no da lugar a lo mejor de nosotros mismos, a lo imprevisible y la emergencia creativa, a los momentos de menor alienación o sumisión.

Toda esta moda siliconada se basa en un vulgar individualismo que da como válido el enunciado “nadie mejor que tú para saber lo que quieres”, sólo que ahora agregan: “¡Cuidado, existen otros que te conocen mejor: los que tienen acceso a tu navegación en internet!”. La individualidad es la misma, sólo que ahora se conecta casi exclusivamente por medios electrónicos mientras está materialmente sola en su casa. Casualmente, ¿no es ese el sueño realizado de los dueños de los medios de producción y comunicación?

Claro que se manipulan las preferencias (de consumo, políticas, ideológicas, etcétera) y eso no hay que minimizarlo y debemos estar en guardia, pero una cosa muy distinta es que logren sobre nuestras vidas un control absoluto. Aún no tenemos enemigos tan fuertes que determinen lo más importante que vivimos. Nadie puede decir ni prever lo que “somos” en los momentos mágicos de reconocimiento amoroso, en una reunión con amigos o en el medio de un proceso colectivo transformador; los verdaderos “acontecimientos” son únicos e irrepetibles, al decir del filósofo Alain Badiou.

Estamos analizando instrumentos del capital dirigidos a estimular el lucro o el control insurreccional, sin embargo, en uno u otro sentido hay cosas más importantes que corren por otros carriles: como consumidores podemos hacer valer aspectos no manipulables (por ejemplo, ideológicos) y como colectivos, capaces de la insurrección, el control no parece tan eficaz cuando se desatan acontecimientos como las revueltas en Chile o en Bolivia (para referir las más cercanas y recientes). Se podría esgrimir otro argumento, este claramente más débil, considerando que se juega en el terreno que intentamos combatir: ¿no habrá siempre un excedente de datos o incluso ‒en situaciones de aceleración comunicacional‒ una explosión que impida a cualquier herramienta de control sistematizarlos adecuadamente en beneficio de sus intereses?

Aunque no tengan tanto poder quienes manejan nuestros datos, también es cierto que como el poder es una relación (según Michel Foucault), efectivamente obtienen una parte en el preciso momento en que se lo concedemos temerosos.

Recientemente se ha estudiado mucho cómo se manipulan las preferencias políticas y la forma en que se despliegan mecanismos en nuestras redes sociales para que aparezcan con insistencia los argumentos, las imágenes o los datos a los que somos particularmente sensibles para inclinarnos por una opción y rechazar otras en un proceso electoral (Estados Unidos, Brasil); sin embargo, estamos aquí en el mismo nivel de marketing que requiere cualquier otra venta. La culpa no la tienen el big data ni los súper controladores, sino la política o lo que habitualmente estamos acostumbrados a asumir como tal. El problema de fondo sigue siendo otro y es lo que construimos como sujetos colectivos y no como consumidores y electores individuales. La prueba es que las derechas también deben organizarse, elaborar programas y construir hegemonía, todas cuestiones que implican subjetividades en diálogo, y eso no lo podrían hacer sólo con el análisis del big data o la emisión de fake news (aunque les sirva mucho). Ocurren demasiadas cosas antes de que los datos se vuelvan preocupantes para los intereses dominantes: a fin de cuentas, en el mejor de los casos, se quedarán con una muestra empírica perfecta de algo que sucedió más allá de sus deseos... Esa transformación de nuestras subjetividades es bastante más lo que somos por la intervención de nuestras mayores potencialidades humanas y contrasta mucho con todo lo que pasa (aunque sea mucho) por nuestros dispositivos electrónicos.

Las subjetividades colectivas para superar el capitalismo (o por lo menos sus patologías más evidentes) son aún potencialmente mucho más fuertes que cualquier control informático.

Activarlas es lo que nos debemos para lograr oponernos a la efectiva realización de la distopía con la que tanto nos amenazan. Estamos siliconizados, sí, y es de cuidado... pero no tanto como para que nos paralice el miedo a un control total.

El miedo nos hace ser todo lo que el neoliberalismo nos viene proponiendo desde los 90: apáticos, desconfiados y proclives a recluirnos en una individualidad llena de angustia... por imposible.

José Stagnaro es magíster en Ciencias Humanas y docente de Formación en Educación.

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