El filósofo francés Éric Sadin escribió pocos años atrás un libro titulado La silicolonización del mundo. Habla allí de un espíritu liberal de aventuras. Ese mismo espíritu aventurero estadounidense del siglo XIX que posibilitó la expansión hacia la costa oeste y que habilitó que se extrajera oro de forma indiscriminada, hoy se repetiría en Silicon Valley y de allí al mundo, todo a través de la aceleración tecnológica y la economía del dato. Esta aventura tecnológica es impulsada por un grupo muy particular de jóvenes graduados universitarios, con jornadas laborales extensas y flexibles y un nivel de confort impensado por las generaciones de sus padres. Motivados por la promesa de mejorar su calidad de vida, de ascenso y reconocimiento social rápido, estos jóvenes han logrado modificar la lógica de funcionamiento del capitalismo actual impulsando la recolección masiva de datos. Como si de nostalgia del pasado se tratara, a esto se le ha puesto el nombre de data mining, o minería de datos, pero hoy con información personal, suya, mía, de todos. Y algo más: el lugar donde todo esto transcurrió en su comienzo fue apodado como el valle del silicio, el mineral esencial para producir los microprocesadores y otros componentes de la computación.

Este espíritu ha trascendido las fronteras norteamericanas y se ha instalado como un nuevo paradigma de producción económica, organización social y dominación política. Cada vez es más común la sustitución de los obreros trabajando en fábricas por robots operados por computadoras con inteligencia artificial, mucho más efectivos y menos “problemáticos”. Visualmente esto se puede apreciar en las nuevas ciudades tecnológicas inteligentes, o tecnópolis, como la carretera 128 de Boston, Akademgorodok en Rusia o Tsukuba en Japón. Y además la política ha entrado en una fase algorítmica en la que buena parte de los votantes son seducidos por mensajes diseñados a su medida por sistemas tecnológicos que los conocen más que ellos mismos. Detrás de estas innovaciones subyace una visión del mundo que se puede sintetizar como el tecnoliberalismo.

El tecnoliberalismo es la filosofía predominante de Silicon Valley, que asimila una vertiente actualizada del liberalismo económico de los clásicos junto con una nueva fe en la potencialidad liberadora de la tecnología. “La ontología tecnolibertaria consiste en descalificar la acción humana en beneficio de un ser ‘computacional superior’”, escribe Sadin. El objetivo final de esta filosofía sería despojarse de las ataduras de lo político y avanzar en la ruta para la emancipación humana del Estado, de la clase política y de las normas judiciales. Para eso se apela a un sistema digital inteligente superior, capaz de constituirse en una especie de conciencia colectiva global con la mayor autonomía y capacidad de seleccionar lo mejor para la humanidad dentro de un conjunto de escenarios posibles. Patri Friedman (nieto de Milton Friedman y antiguo ingeniero de Google) lo confiesa cabalmente: “Hay tantas cosas importantes y que nos entusiasman que podríamos hacer, pero no podemos porque serían ilegales”.

Las ambivalencias de la democracia digital

En sus comienzos hacia fines del siglo XX, el potencial democratizador de internet era uno de los principales atractivos de la red global. Se destacaba una y otra vez que cualquiera podría acceder a información ilimitada de manera casi gratuita, que el conocimiento es poder y que ese poder se repartiría de forma horizontal habilitando el empoderamiento de los ciudadanos. Así lo veían desde Manuel Castells, uno de los pioneros en analizar a fondo la era de la información, a Steve Jobs, el fundador de Apple; desde Bill Gates, el multibillonario dueño de Google, a Jeremy Rifkin, exégeta de la tercera revolución industrial digital. Precisamente este último hablaba entonces del poder lateral: “Un poder colaborativo liberado por la unión de la tecnología de internet y de las energías renovables [que] reestructura radicalmente las relaciones humanas haciendo que, de verticales (desde arriba), se conviertan en horizontales (de lado a lado)”. Castells también describía con lujo de detalles esta horizontalidad del poder; el nuevo prototipo de la organización social era la red, sin un único centro sino con múltiples nodos. Así empezaban a vincularse las comunidades científicas, los grupos de consumidores, los activistas sociales y los votantes, a través de la interacción en red. Estamos hablando del auge de los foros, los blogs o del comienzo del intercambio persona a persona (p2p) que llevó a populares juicios por derechos de autor, como el caso de Metallica versus Napster. Aunque esta perspectiva pueda sonar ingenua en la tercera década del siglo XXI, todavía hay acontecimientos recurrentes que le dan su lugar. Por ejemplo, las movilizaciones antirracistas en Occidente de las últimas semanas por la muerte de los dos hombres afrodescendientes a manos de los policías en Estados Unidos o también, hace algunos años, la llamada primavera árabe, o el movimiento Occupy Wall Street. ¿Por qué entonces este inicial potencial liberador de internet hoy suena ciertamente ingenuo?

Las sospechas y las críticas sobre esa promesa de democratización chocan en el presente con la obscenidad de la concentración de poder: acumulación de poder económico, de poder tecnológico y de poder de información. Son las llamadas cuatro grandes las que dominan esta nueva etapa de inteligencia artificial: Google, Facebook, Amazon y Apple; son sus fundadores los que poseen un porcentaje escandaloso de la riqueza global, y son sus sistemas digitales los que acceden y controlan los datos personales de la mayoría de la población mundial. En los regímenes totalitarios, donde algunas de estas empresas son impedidas de funcionar, es en el propio Estado y sus aliados donde se concentra el poder, la riqueza y la información. El Estado chino se ha visto robustecido por la tecnología, y no al revés, como se especuló previamente. China ha incorporado, por ejemplo, el llamado crédito social, donde el comportamiento de buen comunista queda registrado en un puntaje que beneficiará o no a los habitantes para cada compra que hagan, a la hora de iniciar gestiones, tener o no que pagar una garantía para el alquiler de un auto, e incluso para viajar libremente entre provincias: “Queridos pasajeros, aquellos que viajen sin billete, que se comporten desordenadamente o que fumen en lugares públicos serán castigados de acuerdo a las reglas y su comportamiento quedará registrado en el sistema de créditos e información individual. Para evitar cualquier registro negativo en su crédito personal siga las normas y cumpla las órdenes en el tren y la estación” (audio en un tren de Shanghái de 2018).

Ya no son los ciudadanos los que mejor saben lo que desean o lo que sería mejor para ellos, sino que los algoritmos que procesan toda nuestra información personal tienen conclusiones mucho más certeras.

Te conozco, mascarita

Aunque la polisemia de la democracia es alta y como los politólogos Collier y Levitsky lograron constatar, existen más de 500 subtipos; la democracia puede condensarse como un cierto régimen político que empodera ciudadanos porque tienen derecho a elegir sus representantes y ser electos, en un contexto social de libertades, con individuos relativamente autónomos que creen saber o sentir lo que les parece mejor, con partidos políticos compitiendo por su voto. Para que una democracia funcione más o menos bien debe existir, antes que nada, como lo destacó Max Weber, la creencia en la legitimidad de la trama institucional que la garantiza. Sin esta creencia no es posible sostenerla.

Este es uno de los principales desafíos para la democracia en el contexto de silicolonización. Es que justamente la gente ha dejado de creer en las instituciones que cimentaron estos regímenes políticos en el siglo pasado. Los partidos políticos no tienen credibilidad, los parlamentos no merecen la confianza de los votantes y los candidatos son vistos como personas que buscan sus propios intereses. Esto puede constatarse fácilmente en muchas de las encuestas de opinión realizadas en los últimos años en casi todas partes del mundo donde se hacen sondeos de este tipo sin censura. Las instituciones que forjaron la democracia como el mejor de los regímenes políticos conocidos no gozan más de la confianza de la gente. O, dicho de otra manera, la ciudadanía ha puesto entre paréntesis la creencia en su legitimidad. Para ello ha contribuido no en poca medida la avalancha de información y desinformación que circula en las redes sociales que, al decir de Umberto Eco, “les dan espacio a legiones de idiotas”.

Un segundo desafío, tan fundamental como la recuperación de la confianza en las instituciones, y emparentado con ello, refiere a la autonomía de las personas para saber qué es lo que quieren o sienten. Lo que está ocurriendo con la aceleración de las tecnologías de inteligencia artificial, y esto lo explica muy bien Yuval Noah Harari, es que están poniendo radicalmente en duda esta segunda creencia. Ya no son los ciudadanos los que mejor saben lo que desean o lo que sería mejor para ellos, sino que los algoritmos que procesan toda nuestra información personal tienen conclusiones mucho más certeras sobre lo que somos, sentimos y queremos. Mediante el análisis de nuestras huellas dejadas en los dispositivos digitales que nos acompañan todos los días, las 24 horas, no hay engaños ni equivocaciones. La información está ahí, no podemos mentirnos más a nosotros mismos porque el espejo de lo que somos en verdad lo tiene construido un sistema de inteligencia artificial que sabe más de nosotros que nosotros mismos ¿A quién no le pasó que luego de una búsqueda de compra en internet comenzó a recibir recomendaciones de las mejores posibilidades para su tipo familiar? Esto se repite en todos los planos de la vida, desde la política al amor, del turismo a la lectura, desde la religión a la vivienda o la salud.

Allí radica la tentación de los jóvenes tecnoliberales que nos han colonizado desde Silicon Valley, ellos y sus tecnologías creen que están a punto de construir un mundo nuevo mucho mejor. Si será mejor no lo sabemos, pero de que ya es radicalmente nuevo no hay dudas.

Felipe Arocena es doctor en Ciencias Humanas y profesor titular del Departamento de Sociología de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de la República. Sebastián Sansone es sociólogo y docente en el Instituto de Sociología Jurídica de la Facultad de Derecho de la Universidad de la República.