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Partidos políticos: ¿instituciones o máquinas?

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Es una evidencia indudable que la democracia representativa funciona con partidos políticos. Su presencia a lo largo de dos siglos no hace sino reforzar esa realidad que, no obstante, de vez en cuando se cuestiona. Entonces se habla de crisis. Aunque la teoría sobre su naturaleza y funciones está mayoritariamente basada en los casos europeos y el estadounidense, la presencia de los partidos en América Latina es tan señera como la de aquellos.

En su devenir, los partidos tuvieron su razón de ser como conductos a través de los que efectuar la dimensión electoral de la política y, paralelamente, fungieron como depositarios de determinadas cosmovisiones que representaban las ideologías y su afán a la hora de proyectarlas canalizando demandas sociales. Pero, por encima de todo, debieron discernir si eran instituciones, es decir, prácticas rutinizadas de comportamientos con arreglo a algún tipo de regla, o máquinas, esto es, puros y meros intermediarios sin añadir valor agregado al proceso político.

Lo que ha cambiado son las formas de hacer política al unísono con las transformaciones habidas en la sociedad desde inicios de siglo por el impulso de las nuevas tecnologías de la comunicación y de la información. Si el relato siempre fue fundamental en toda forma de acción colectiva, la política nunca se desentendió de este, de manera que ha estado presente en la configuración de procesos relevantes que dieron paso a la creación de las naciones o de los estados, así como a otros que tuvieron como hilo conductor grandes revoluciones.

En estos tres ámbitos los partidos fueron indudables canales movilizadores. A las funciones clásicas de representación y de participación se unieron las de agregación y de articulación de intereses, generación de nuevas identidades políticas y ejecución de la acción de gobierno. En su interacción terminaron segregando al electorado que se alineó siguiendo sus postulados, engendrándose una relación de cierta fidelidad y, sobre todo, de gestión de la responsabilidad por cuanto que el electorado premiaba y castigaba las políticas ejecutadas por aquellos.

Pero los cambios recientes que facilitan la expresividad inmediata de la gente han hecho que el votante mediano tienda hoy, con mucha mayor facilidad, a emitir su voto por razones emocionales o muy personales en las que su adscripción a diferentes burbujas configuradas por las redes sociales puede ser determinante, y no desde la fría racionalidad, la pertenencia o la identidad, ya que esta se ha diluido enormemente y, además, resulta cada vez más inestable.

Los partidos siempre estuvieron al albur de, al menos, dos circunstancias: los cambios que se daban en la sociedad y las transformaciones en las reglas del juego político que se registraban por uno u otro motivo. Cada época y cada país, en la lógica de su propio proceso, decantaron diferentes escenarios. En América Latina, con las dificultades que siempre existen a la hora de la homogeneización de un grupo de países muy dispares, los partidos son hoy elementos clave de las democracias fatigadas de la región y, en este sentido, las pulsiones para alcanzar el poder les hace gozar de una instrumentalización vacía.

No se trata tanto de los vacíos de la memoria cuanto del vaciamiento de sus funciones clásicas y su mantenimiento forzado, bien porque gracias a los ordenamientos legales siguen conservando el monopolio de la representación vinculada a ellos, así como en lo atinente a la organización de las elecciones (para tramitar, por ejemplo, los gastos electorales), como porque existe cierta dependencia estructurada en quehaceres del pasado.

La consecuencia es un panorama de partidos que hace tiempo dejaron de ser instituciones para configurarse como máquinas que operan en contextos donde la polarización es el principal motor.

En un marco institucional como es el presidencialista, donde la elección recae en una sola persona, lo que ahora sucede es que las campañas electorales propician la creación de amplias coaliciones en las que se diluye el componente partidista, como se ha visto recientemente en Chile y se avizora en Colombia. Otro elemento que se registra es la floración inusitada de un elevado número de candidaturas que, como ocurre en Costa Rica para las elecciones del primer domingo de febrero, llega al paroxismo con un número que asciende a 25.

Además, también se registra el hecho de que desde el poder se construye el partido. Como resultado, los partidos concitan escenarios en los que la prominencia de una persona, que a veces no está identificada con ninguno desde el inicio, se reconoce con un proyecto con características pluridimensionales, perfiles programáticos difusos y una base social de apoyo muy heterogénea.

El caso más clamoroso de las capturas partidistas “desde arriba” es el del presidente Jair Bolsonaro, que acaba de afiliarse al Partido Liberal (PL), una fuerza de derecha exponente de la llamada “vieja política”, con el cual deberá convivir el último año de su mandato para intentar la reelección en octubre próximo. Lo irónico es que en algunos estados el PL es aliado del Partido de los Trabajadores. Bolsonaro, que estaba sin afiliación desde que rompió en 2019 con el Partido Social Liberal, por el cual fue electo en 2018, estuvo afiliado a cinco partidos y no logró en 2020 reunir las firmas suficientes para fundar Alianza por Brasil, como lo intentó junto con sus hijos.

La consecuencia es un panorama de partidos que hace tiempo dejaron de ser instituciones para configurarse como máquinas que operan en contextos donde la polarización es el principal motor. No se trata de una dibujada en torno al clásico eje ideológico que históricamente definió la política entre los polos de la derecha y de la izquierda. Ahora, como refiere Mariano Torcal, la polarización tiene un componente afectivo que es consecuencia de los sentimientos encontrados, odios, amores y fobias generadas en torno a las identidades colectivas que forman parte del acervo personal de la gente y que no hace sino potenciarse en el seno de la sociedad digital.

Manuel Alcántara es profesor de Ciencia Política en la Universidad de Salamanca y en la UPB (Medellín). Este artículo fue publicado originalmente en www.latinoamerica21.com.

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