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Sexismo, racismo, capitalismo

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En un reportaje publicado hace unos días en la diaria, Boaventura de Sousa Santos analiza algunos aspectos de la realidad actual. Sus aportes son siempre valiosos y ayudan a observar la realidad desde la óptica de los menos poderosos del mundo. Pero ahora dejo de lado las coincidencias y me voy a atrever a discrepar con la siguiente afirmación, que además fue elegida como título para el reportaje: “El capitalismo no se sostiene sin el racismo y el sexismo. No puedo imaginar una sociedad capitalista que no sea racista y sexista”.

Creo entender la intencionalidad de la idea, en cuanto complejiza la visión marxista reduccionista que considera la opresión de una clase sobre otra como el único eje sobre el que se estructura la opresión de unos humanos sobre otros.

Sin embargo, me parece que menosprecia la capacidad del sistema capitalista para reinventarse continuamente y adaptarse a las nuevas condiciones que su propio desarrollo genera y que se manifiesta no sólo en las condiciones económicas, sino también en la cultura y las normas sociales de convivencia. No es un secreto para nadie que a medida que una sociedad complejiza su desarrollo tecnológico, aumenta sus niveles de consumo y se vuelve más urbana, también modifica sus hábitos familiares, sus costumbres sexuales, sus aspiraciones ocupacionales, de formación y entretenimiento.

El sexismo y el racismo como patrones culturales justificatorios de la dominación de unos sobre otros no son inventos del capitalismo. Empecemos por el sexismo. Desde tiempos remotos, todos los grupos humanos organizan y dictan normas –más o menos explícitas– sobre el lugar que deben ocupar hombres y mujeres. La organización familiar en sus diferentes modelos y el papel de la maternidad y de las tareas de cuidados fueron estructurantes de esta distribución de roles que, además de asignar tareas, otorgaba (y otorga) diferencias jerárquicas a las personas y establece ámbitos de exclusión en los que podían participar unos y no otras o viceversa. Este sistema también delimita claramente qué es lo “normal” y qué lo “desviado”, condenando al ostracismo o castigando las conductas e identidades sexuales que no se encuadran en el esquema hombre/mujer.

Simplificando mucho, en la economía capitalista, durante un tiempo las mujeres fueron excluidas parcialmente del mercado de trabajo remunerado, por lo que quedaban sometidas económicamente a sus maridos. Cuando se integraron al mercado laboral, el peso de las tareas de cuidados seguía sobre sus espaldas, duplicando la explotación de la que eran víctimas. En el ámbito político también fueron excluidas de los canales de decisión. Esta realidad ha ido cambiando, con diferentes ritmos, avances y retrocesos en las diferentes regiones del mundo, y el movimiento feminista ha tenido un importante papel en este cambio. El reconocimiento de su lugar como ciudadanas a la par de los hombres, su mayor integración en el mundo laboral y en las expectativas de formación, tanto básica como profesional, fueron cambiando la situación de las mujeres en el mundo contemporáneo. Durante el siglo XX se produjeron también movimientos culturales que cuestionaron la moral sexual “tradicional” (en los países occidentales normatizada por las iglesias cristianas) promoviendo una mayor libertad y una separación de la sexualidad y la reproducción.

Este proceso no está terminado y hoy conviven en las distintas sociedades y dentro de cada una de ellas situaciones de exclusión y de subordinación con ámbitos de igualdad de derechos y oportunidades de desarrollo de las mujeres como nunca antes se había visto en sociedades complejas. Del mismo modo, el paradigma de la normalidad está cambiando y hay una mayor aceptación de lo que antes era considerado “pervertido” o “enfermizo”, así como un cambio de paradigma en lo que se espera de las personas en cuanto a su opción de formar una pareja, de construir una familia o de ejercer o renunciar a la maternidad o paternidad. Todos estos cambios se dan en perfecta compatibilidad con la estructura capitalista y sin cuestionar un ápice el modo de producción, ni la distribución del trabajo y la riqueza. Por el contrario, en aquellos países donde se produjeron cambios revolucionarios que experimentaron con otros sistemas económicos (no los llamo socialistas para no estropear la palabra) y donde se suponía que iba a regir un nuevo modelo cultural, un hombre nuevo, o como quiera que se le llamara, la discriminación hacia la diversidad sexual y el sexismo en general estuvieron más presentes que nunca. Tampoco el racismo desapareció, en estos procesos revolucionarios, como por arte de magia.

La explotación de unos humanos a otros puede utilizar la diferencia racial, pero no le es imprescindible y podría subsistir sin racismo.

El racismo tiene una larga historia. Todos los grupos humanos, de diversa complejidad y con diferentes formas de organización económica, practicaron el etnocentrismo, considerándose a sí mismos como el modelo de lo humano y a los otros como “bárbaros” (palabra de origen griego que identifica a quienes no hablaban su idioma, los “otros”). Esta división entre nosotros y otros, más o menos agresiva, más o menos amistosa, se hacía visible en las diferencias lingüísticas, en las creencias religiosas, en las costumbres familiares o alimenticias y, en algunos casos, en rasgos fenotípicos fácilmente visibles e identificables.

Cuando Europa comenzó su expansión y dominación de los territorios no europeos se encontró con poblaciones con grados de desarrollo tecnológico y formas de organización social muy diferentes que exhibían, además, diferencias fenotípicas muy ostensibles. Estas diferencias fueron utilizadas como argumento justificativo de la dominación, al considerarlas manifestaciones de inferioridad. Esta supuesta inferioridad otorgaba derecho y deber de “civilizar” a los “salvajes”. Los casos más aberrantes fueron la conversión en mano de obra esclava de enorme cantidad de africanos de piel oscura y el sometimiento cruel de las poblaciones nativas americanas. La riqueza generada por esta explotación sirvió de combustible para la revolución industrial.

Pero una cosa es reconocer esta causalidad y otra es establecer una relación de identidad entre capitalismo y racismo. Los hombres, mujeres y niños que sucumbían en las minas y fábricas de las primeras épocas de la revolución industrial en Europa no tenían ninguna diferencia “racial” con sus explotadores. La explotación de unos humanos a otros puede utilizar la diferencia racial, pero no le es imprescindible y podría subsistir sin racismo. No sé si puedo imaginar una humanidad sin racismo, pero el capitalismo no tiene color de piel ni estatura, ni ojos más o menos rasgados. Tampoco sé si el capitalismo será superado por algún otro sistema económico más justo algún día; quisiera creer que sí, pero estoy convencido de que en su seno puede haber cambios culturales con respecto al sexismo y al racismo sin que se tambalee su estructura económica y social.

Hay un aspecto de la realidad actual que no es mencionado en el reportaje y que sí pone en jaque al sistema como tal. La crisis ambiental generada por nuestro avance como especie sobre el planeta y nuestros hábitos de consumo ponen en peligro las condiciones amigables de nuestro hábitat y el de muchas otras especies animales y vegetales. Si el capitalismo vive gracias al crecimiento y al aumento del consumo, parece difícil que pueda cambiar este paradigma para evitar la catástrofe. Pero este ya es otro tema.

Rafael Katzenstein es licenciado en Antropología Social y es profesor de Literatura jubilado.

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