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Mutaciones de la impunidad: De la teoría de los dos demonios a la teoría del maligno

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La llamada “teoría de los dos demonios” funciona como un dispositivo de argumentación más que como una “teoría” explicativa. Un mecanismo que, repetido durante décadas por diversos medios y emisores calificados, automatizó respuestas uniformes sobre las causas de la violencia, la sanción a sus responsables y la exculpación de los inocentes1.

En la etapa final del régimen autoritario y durante la inmediata posdictadura, los dos demonios se impusieron como el “sentido común” de la impunidad. Esa primera versión se estructuró sobre una férrea lógica binaria de dos sujetos confrontados y un tercero incluido pero equidistante. Los “excesos represivos” y la “izquierda armada” eran los polos antagónicos que resaltaban la ajenidad de un centro tolerante que era ocupado, indistintamente, por los políticos tradicionales, la “sociedad honesta” o la “gente común”.

La versión primera de los demonios, mientras que resaltaba el antagonismo irreconciliable de los dos extremos en la realidad de los años 60 y primeros 70, establecía una especie de falsa exclusión entre ambos, en tanto representaban las “dos caras de la misma moneda” a partir del uso común de la violencia. Así, la emergencia o la acción de uno explicaba la respuesta o reacción del otro, y hasta uno podía convertirse en el otro y viceversa, porque “los extremos siempre se tocan”. Al trocarse indistintamente los lugares de enunciación y equipararse las conductas extremistas, el centro liberal podía entonces condenarlos por igual al mismo tiempo que resaltaba su ajenidad en el conflicto: “intolerantes de un lado, intolerantes del otro”; “violentistas de un lado, violentistas del otro”.

Esa lógica simple construida a partir de un dualismo polarizado del que se derivan sucesivas equivalencias entre los extremos funcionó también como un mecanismo ideológico despolitizador del conflicto entablado entonces. El dispositivo equiparó los usos y escalas de la violencia armada concentrada en el Estado con la violencia armada de grupos insurgentes e igualó las formas sistemáticas y seriales de los crímenes de lesa humanidad cometidos por el Estado y su burocracia militar con las formas delictivas del accionar de grupos armados no-estatales. Y bajo el repudio de la violencia en general (“venga de donde venga”), se terminaron asociando las responsabilidades institucionales e instituyentes al final del conflicto (“sin vencidos ni vencedores”).

En un segundo momento, a fines de la década de los años 80 –antes del plebiscito contra la Ley de Caducidad–, los dos demonios se complementaron con la “teoría del maligno”: el corrimiento hacia la violencia guerrillera y el caos sindical como únicas causas de la violencia, el golpe y la dictadura. Se escamoteaba así la responsabilidad del Estado en un golpe de Estado y del factor militar en una dictadura cívico-militar.

Para los políticos liberales y conservadores, sostén ilustrado de la impunidad, no resultaba conveniente en el marco de la aprobación en el Parlamento de la Ley No 15.848, y luego ante la consulta popular de 1989, poner en pie de igualdad o hacer recíprocamente condenables la violencia insurgente y la violencia institucional, así como tampoco cuestionar las violaciones a los derechos humanos por los militares acusados. Ello se debía, en lo inmediato, a la presión de la corporación ante la inminencia de la citación por la justicia de quienes estaban denunciados en los crímenes de lesa humanidad; más a largo plazo, y menos visible, estaba el objetivo estratégico de reintegrar a los aparatos represivos del Estado-dictadura a la unidad del Estado-de-derecho, asegurando su subordinación al poder político y relegitimando su misión clásica como “garantes del orden público”.

En la actualidad, la impunidad recargada vuelve a la ofensiva con viejos y nuevos argumentos bajo tres objetivos. Uno, inmediato y práctico: desandar lo avanzado por la sociedad en sus luchas contra la impunidad.

Pero estos “giros” argumentales dieron pasos largos hasta llegar al presente democrático, ya no para escamotear el papel de los victimarios mediante la teoría del “maligno”, sino para exponer su inocencia en calidad de víctimas (de la violencia tupamara ayer y de la justicia hoy) y, a través de ello, rescatar del olvido republicano el relato sobre los héroes de la guerra sucia y honrarlos en democracia. Esta vuelta de tuerca de la impunidad restaura la bipolaridad de la teoría de los dos demonios pero con dos extremos diferentes: la justicia “politizada” y el relato histórico “flechado”, con un tercero inocente: los militares acusados por la justicia y recluidos en Domingo Arena (honrados ahora como los “presos políticos de la democracia”). Al mismo tiempo, da un paso más, ya que no se limita a intercambiar el lugar de las víctimas de la dictadura por sus victimarios, sino que transforma a los represores de ayer en las únicas víctimas en democracia.

En la actualidad, la impunidad recargada vuelve a la ofensiva con viejos y nuevos argumentos, bajo tres objetivos. Uno, inmediato y práctico: desandar lo avanzado por la sociedad en sus luchas contra la impunidad para buscar ahora el reconocimiento público de los represores a través de provocar la empatía con su sufrimiento personal y la injusticia que representa su ancianidad en situación carcelaria, debido a la arbitrariedad de las sentencias de un poder judicial “politizado”. En segundo lugar, apropiarse del lenguaje de los derechos humanos para vaciar su significado originario y trasladar la culpabilidad respecto de las víctimas reales de la dictadura a las víctimas figuradas de la democracia. El tercer objetivo es a largo plazo y estratégico: reposicionar ante la opinión pública la legitimidad de la violencia estatal, así como el prestigio del estamento militar-policial para intervenir en los eventuales conflictos sociales y políticos por venir.

Por otra parte, el papel neutral, ajeno y victimizado que autoasumen los políticos liberales como enunciadores calificados de las teorías de los dos demonios y del maligno frente a los conflictos de los 60 y principios de los 70 es lo que les permite ahora canjear su inocencia en el pasado por la función de juez en el presente, y desde ese lugar, condenar política, moral y penalmente cualquier “exceso” de las conductas sociales o individuales diferentes al statu quo, incluido los fallos de la justicia.

La teoría del maligno apela a la retórica de la historia, pero no necesita de la historia para comprobarse. En ese sentido: 1) Sustituye 1973 por 1968. El momento histórico de la ejecución del golpe (27 de junio) y su autoría (el presidente constitucional y las Fuerzas Armadas) así como los 12 años de dictadura son suplantados por la violencia armada anterior a 1973, asociada indistintamente al Movimiento de Liberación Nacional o a las protestas obreras o al editorial de El Popular; 2) Establece una férrea determinación causal para explicar el origen de la violencia sesentista y un rígido mecanismo de acción-reacción para su escalada posterior. “¿Quién tiró la primera piedra?”: ese acto engendró la violencia primera, ofensiva e ilegal (la violencia tupamara-sindical) y desencadenó la violencia segunda, defensiva y legal (la militar-policial). De esa manera, nunca el Estado ni sus aparatos ni los gobernantes ni los parlamentarios pueden ser la causa ni el origen sino la respuesta legitimada a una violencia ya instalada previamente, que tampoco les es propia sino ajena al Estado y sus aparatos represivos.

Pero el período 1968-1973 no permite reivindicar la fórmula weberiana de que todo lo legal es racional y todo lo racional es legal, asociado al Estado uruguayo. Justamente, lo que hay que explicar dentro de su crisis es la “parlamentarización” de la violencia y el “gobierno bajo decreto y medidas de excepción”, proceso de “brutalización de la política” institucional que plantea dudas históricas sobre la “equidistancia del centro tolerante” en el conflicto y una interrogante sobre su responsabilidad con el desenlace del 27 de junio, en tanto fue un centro más anticomunista que antidictadura, más conservador que democrático, más defensor del orden estatal que de las libertades individuales, y que acaso se opuso al autoritarismo después del golpe, no antes.

Álvaro Rico es historiador.


  1. La forma de interpretación simplificada de la teoría se aplica también para el narcotráfico (la “guerra entre bandas” con víctimas inocentes); la paralización de actividades obreras (grupos radicales que “toman a la población como rehén”) y un largo etcétera. 

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