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Punk para clases medias: el sesgo institucionalista y el proceso golpista brasileño

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Roberto Fitzcarraldo es un ciudadano cansado de los atropellos del poder. No ve mejoras en su vida ni en lo que lo rodea. Roberto siente que trabaja más, cobra menos, cada vez pierde más tiempo en asuntos que requieren no relacionarse con otros seres humanos. De todos modos, ese ha sido siempre el mandato de la clase media: dedicarse a la vida privada y cultivar la felicidad de su familia, salvo que ahora no tiene familia. Además, Roberto está sobreinfrainformado, es decir, sabe lo que pasa pero no termina de saber bien qué es lo que pasa. Nadie lo sabe realmente. Lee titulares sin prestarles atención, mira imágenes en su teléfono y en el cable. Discursos que son soflamas y a los cuales deja de prestar atención a partir del minuto 5. Ni el sexo dura más de 5 minutos en su pantalla. Sin embargo, todo eso, esa bronca, en parte consecuencia de la materialidad de las cosas y en parte consecuencia de su solemne estupidez autoinducida, todo eso, como digo, tomó forma el día que al señor Fitzcarraldo le pusieron delante una cámara.

Con gestos de ira y soberbia dijo: “No levantan la basura, señor; no levantan la basura, señor. Acá nadie hace nada. No vienen los camiones de Moyano Charpentier, de Tan Biónica, que siempre choca Salvi contra el Vaticano Fazzini del Bergoglio Sili, ¿qué me vienen a hablar? ¿Qué me vienen a hablar? Si el papa ese, el papa ese, ese que es hincha de San Lorenzo, de San Lorenzo Miguel del PJJ López y del convento de ir a la lluvia y de los gastos silvestres, ¿qué me vienen a hablar? Se terminó la fiesta, señor. ¡Mirtha Legrán Hermano!, se terminó la fiesta, ¡MIRTHA LEGRÁN HERMANO! ¡La fiesta se terminó!”. Y se marchó con los ostentosos ademanes de quien está plenamente orgulloso de no ser un borrego adoctrinado y dice lo que piensa, aunque sea políticamente incorrecto.

No, no es una declaración espléndidamente traducida, del portugués al argentino, de alguno de los personajes que aparecieron en la gran performance producida en Brasilia con el cuerpo de Policía como invitado de honor a la obra, en una suerte de teatro que invita también al público a ser parte de la trama rompiendo la cuarta pared. No, Roberto Fitzcarraldo, con adornos que me permito, es una creación del maravilloso Peter Capusotto. Una especie de cantante que hace certámenes de “punk para clases medias sobreinformadas”. Muy premonitorio. Los Simpson, un poroto al lado de Capusotto.

Y lo evidente se hizo obvio

Yendo al tema que nos ocupa –el Planeta Brasil–, no me quiero centrar en lo evidente. Lo evidente es, llanamente, que es inadmisible que una tropa de fascistas truchos entre como elefante en cacharrería en el Parlamento. Más bien, me quiero centrar en por qué ahora es evidente lo evidente y no lo fue antes.

Hemos visto la última intentona ya desesperada del pueblo bolsonita. Un proceso golpista que todavía está vivo aunque haya sido derrotado. Por ahora. En la contracara, una unanimidad mundial casi desconocida a la hora de llamar golpe de Estado a aquellas escenas parecidas a las del Capitolio. Y yo me pregunto, ¿por qué ahora y no antes?

El golpe se debió haber condenado con el golpe a Dilma (recuerden aquel debate sobre si era o no un golpe), no hoy. El golpe se debió haber condenado cuando metieron preso a Lula, no hoy. El golpe se debió haber condenado cuando Bolsonaro ganó gracias a eso, no hoy. El golpe se debió haber condenado cuando la Policía mató a Marielle Franco con indicios de que detrás estaba Eduardo Bolsonaro, no hoy. El golpe se debió haber condenado cuando la Policía Federal, por orden de Bolsonaro, cortó rutas impidiendo a la gente votar, no hoy. El golpe se debió haber condenado cuando Bolsonaro se reunía con diferentes embajadores, cámaras empresariales y sectores del Ejército para efectivamente dar un golpe de Estado, no hoy. Porque esto último ocurrió. Bolsonaro reunió a embajadores de distintos países europeos antes de las elecciones porque pretendía cambiar el sistema de voto electrónico (el más seguro, por lejos). Los diplomáticos salieron escandalizados con lo que habían escuchado.

Y echemos la vista atrás de nuevo. Tomemos nota desde la honestidad intelectual. En aquel momento, cuando dieron el golpe a Dilma, buena parte de la intelligentsia famosa decía que el problema era que, a pesar de lo que decía Bolsonaro, él era un candidato limpio, no como Lula, que era corrupto. “La cárcel es buen lugar para los corruptos como Lula”. “Las leyes democráticas permiten destituir a la presidenta”. Había que “confiar en el Estado de derecho”. Indicios de clase media. Se robaron un PIB los Moyano Charpentier en el convento comunista de Sendic.

Y volvamos al pretérito pluscuamperfecto. Aquel tiempo en que comenzó el proceso golpista en Brasil.

El Supremo Tribunal Federal (STF), ese mismo tribunal que hoy reniega de Bolsonaro, fue el mismo que le negó el habeas corpus a Lula, es decir, no permanecer encerrado mientras no hubiera una resolución firme del STF sobre su caso. Todo ello ocurrió motivado por la disposición de Rogério Favreto, desde el Tribunal Regional en Porto Alegre, que ordenaba la inmediata puesta en libertad de Lula. Además, dejemos claro que el STF podría haber tomado el caso de Lula en el acto y decretado inválido el juicio de Sérgio Moro (como luego sucedió). Pero no, prefirieron jugar con fuego y ponerle la alfombra roja a Bolsonaro.

El espejo de todo esto hubiera sido que Lula animase a tomar Pando. Pero no. Con Lula dan ganas de llorar y sonreír. Lula es un santo. Lula es un gigante político. Lula es populismo del bueno. Lula es magnífico. Es como si incluso hubiera intuido que todos aquellos que golpearon a Dilma, todos aquellos que lo metieron en la cárcel, volverían a pedirle que volviese a poner orden ante el desgobierno. “A cidade em romaria foi beijar a sua mão. O prefeito de joelhos, o bispo de olhos vermelhos e o banqueiro com um milhão. Vai com ele vai Lula, vai com ele vai Lula. Você pode nos salvar, você vai nos redimir”. Geraldo Alckmin es el caso más emblemático de esto: apoyó el golpe a Dilma y ahora es vicepresidente y milita en el Partido Socialista. Pero también el STF, recuerden, ese neutral organismo apolítico del Estado de derecho. Recuerden aquella propaganda para las sociedades mesocráticas acerca de la neutralidad de las instituciones técnicas.

La izquierda, hay que ser muy claro en esto, no ha intentado tomar ningún Parlamento. De hecho, ha estado pidiendo perdón por haber intentado algo similar hace 60 años. De hecho, la izquierda está permanentemente pidiendo perdón por gobernar, aliándose con sectores “moderados”, generando “bloques históricos”, “discursos populistas”, “discursos tecnocráticos”, etcétera, etcétera. Todo con tal de, con razón, no atentar contra lo poco que tenemos los pueblos que no tenemos poder ni propiedades: el voto secreto universal, la libertad de autoorganización, la libertad de pensamiento y otra serie de libertades populares y populistas que nos permiten participar en política.

Prueba empírica de esto, y la más increíble, es que la izquierda ha terminado por tomar una estética institucionalista. Absolutamente respetuosa con la división de poderes. Escrupulosamente exquisita con los derechos de las minorías. Afectada por su “horrible pasado populista-terrorista pasional”. El propio Lula ha tenido que ir arrimándose al “centro”. Tanto, que se terminó mimetizando con el establishment. Precisamente ese establishment contra el que votó una parte del electorado de Bolsonaro. En este acercamiento podríamos decir que se encuentra el origen del resultado tan ajustado de la segunda vuelta… O quizás también podríamos decir que fue porque Bolsonaro puso a la Policía en las rutas para que la gente no votase. Lo que “se da para la joda” no es el voto electrónico, lo que “no es joda” es que la Policía militarizada se ponga delante de ti y te mire a los ojos golpeándote para que no votes. Eso es un golpe de Estado. En fin, sea lo que sea, en realidad, no importa. Lula ganó. Ganó justamente y ganó desde la defensa institucionalista de la democracia.

Pero que la izquierda se haya vuelto institucionalista no es quizás lo más sorprendente de todo esto, sino que la derecha haya tomado una estética revolucionaria. Cuando yo pienso en un golpe de Estado pienso en una conspiración institucional en la que se dan cita el poder judicial, el militar, el policial, sectores de la sociedad civil organizada como cámaras empresariales, algún partido político y, lo más importante, el reconocimiento de Washington. Posiblemente, si Donald Trump hubiera estado en la presidencia, hubiera sido más fácil, en parte porque los demócratas son más intervencionistas, y en parte porque el aislacionismo yanqui consiste en la doctrina Monroe de América para los americanos.

Al margen de la cuestión internacional, como decía, lo que vi el otro día –una turba embravecida asaltando el Parlamento– no me recuerda tanto a un intento de golpe como a un intento fallido de revolución. No deja de llamarme la atención el sesgo institucionalista de todo este proceso que comenzó en 2015-2016 (incluso antes, cuando la victoria electoral de Dilma fue cuestionada por fraudulenta en, por ejemplo, O Globo). Mientras el golpe se situaba dentro de los márgenes institucionales, la clase media elitista, sacrificada, republicana, racional, respetuosa del Estado de derecho y los debidos procesos; esa clase media no llamó golpe a lo que se estaba viviendo. Esa actitud “racional” fue blanqueadora de un proceso golpista con la excusa de que era necesario poner la “estabilidad del sistema democrático” por encima de todo lo demás. Se terminó aceptando que para salvar el sistema había que aceptar a la mafia. Evidentemente, esta contradicción en términos no pudo salir bien y los mismos que alimentaron al monstruo ahora se escandalizan de este último episodio. Cuando se pretende ocultar la mafia del Estado para “salvar la democracia”… peligro. Ahora que el pueblo (sea bolsonarista o no) aparece en escena, sí, es golpe. No deja de sorprenderme que el momento del crimen sea cuando el pueblo aparece y no antes.

Punk y subjetividad “clase media”

A estos nuevos militantes de la ultraderecha les encanta que los miren. Hacen todo lo posible por escandalizar delante de una cámara. No saben muy bien lo que dicen ni lo que hacen. Hacen punk de clase media dirigido a otras clases medias recatadas. Son una especie de clase media liberada de los grilletes de la cortesía, que rompe cosas creyéndose un vándalo. Lo hace rebelándose contra su propia subjetividad por miedo a comunistas, peronistas, pobres, feministas, demonios. Todo muy ridículo, pero casi matan a Cristina.

De todos modos, cuando digo “clase media” no me refiero a una clase económica definida por sus ingresos, sino a la autopercibida clase media. A una subjetividad construida en torno a la educación, a los hábitos de consumo, al respeto a las normas, al cultivo de la pequeña propiedad (identificándose con los grandes propietarios), a la queja contra los muchísimos impuestos, a la frustración por no poder consumir más cosas modernas de moda, a la idea de que si lo pagás es mejor. Y esta es, en general, la subjetividad hegemónica de clases que da sentido a nuestras democracias liberales contemporáneas. No deja de parecerse a aquello que decía Mariátegui sobre el fascismo italiano: “Sus principios […] estaban impregnados del confusionismo mental de la clase media que, instintivamente descontenta y disgustada de la burguesía, es vagamente hostil al proletariado”.

Las preguntas son muchas. Lula tendrá que descansarse en el Ejército, la Policía y el Poder Judicial para hacer efectivo su poder. Dicho sea de paso, no son precisamente los sectores que más lo aplauden. Del mismo modo, ¿podrá Lula gobernar con quienes lo apresaron y volvieron arrepentidos? ¿Hasta dónde y hasta cuándo aguantarán las reformas? En la misma línea, ¿cuáles serán las reformas? El modelo de crecimiento con inclusión social y crédito apoyado en una fuerte actividad internacional desarrollista-positivista es complicado que se repita. Además, ¿podrá Lula hacer frente a un Parlamento de mayoría bolsonarista? Imposible saberlo. Sólo nos queda la fe. En el nombre de Lula, de Dilma y del Espíritu de la Historia.

Jacobo Calvo Rodríguez es licenciado en Historia por la Universidad de Santiago de Compostela y magíster en Estudios Contemporáneos de América Latina por la Universidad Complutense de Madrid

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