Reducir la realidad histórica a opuestos absolutos puede facilitar la comprensión de ciertos procesos, pero el resultado que se obtiene no va más allá de un croquis elemental.
La oposición entre proyectos políticos fundados en perspectivas humanistas, que reivindican la solidaridad y la cooperación como clave del avance civilizatorio, choca de manera frontal con el auge del fundamentalismo ultranacionalista, hermanado a la exaltación incondicional de los mercados.
Estas corrientes que hoy prosperan por doquier adoptaron la defensa de banderas negacionistas del cambio climático, la condena teórica y práctica de la inmigración, provenga de África o de Sudamérica y Centroamérica. Justifica los episodios de odio racial, reivindicando la represión violenta contra las minorías étnicas, como sucede en muchos estados norteamericanos, o bien apelando a la estridente defensa del asesinato de afrodescendientes en Inglaterra, que sirve de justificación para que el primer ministro haga una apología de la Policía local ante un hecho de odio racial. O como sucede en nuestro Río de la Plata, cuando de manera agresiva hay voces altisonantes que cuestionan el “nunca más” y vuelven a alegar consignas reivindicando y justificando el terrorismo de Estado.
¿Son hechos casuales? ¿Obedecen a un cambio del humor mundial de los ciudadanos que propicia el retorno a la intolerancia? Está claro que lo que tradicionalmente se llamó izquierda tiene un papel bastante marginal en este proceso. La Unión Soviética desapareció como modelo alternativo a Occidente a partir de la exteriorización de sus contradicciones, desnudando la falta de respeto a los derechos humanos y a la libertad de acción y opinión de sus ciudadanos. Los representantes actuales del socialismo exhiben un panorama variopinto.
El referente más exitoso es la República Popular China, hoy segunda potencia mundial, la cual adoptó el capitalismo de Estado como modelo esencial, a partir de su alianza comercial con Estados Unidos a mediados de los años 70. Conservó el formato del partido único, con evidentes limitaciones a las libertades individuales, ejerciendo un modelo de gestión y control altamente centralizado en casi todos los planos.
En nuestra América Latina, Cuba, Venezuela y Nicaragua son, a diferencia de China, países con economías sumamente frágiles y también con recortes en los derechos y libertades de las personas. Adquieren con frecuencia notoriedad escandalosa a partir de las decisiones adoptadas por ejemplo en Nicaragua contra los grupos de la oposición y el movimiento estudiantil, o en la emigración masiva de venezolanos que se desparraman por el mundo buscando mejores oportunidades, o también por el férreo orden represivo que domina a la ciudadanía en Cuba, limitando la iniciativa privada, la libertad de asociación y restringiendo el movimiento de las personas y su capacidad de organización económica, social y política.
Resulta curioso que en el imaginario imperante entre los sectores más conservadores de nuestros países, pero también en ciertos sectores residuales de la llamada izquierda histórica latinoamericana, Rusia sigue siendo visualizada como un referente del “progresismo” mundial. Así, la guerra de Ucrania se decodifica bajo tales parámetros, pues se sitúa a esa Rusia imaginaria enfrentada a la OTAN como símbolo del progresismo asediado por Occidente. Obviamente existen razones geopolíticas de fondo, pero no son ideológicas. Se trata de intereses económicos y geopolíticos y solamente una simplificación grosera puede pretender camuflar que Putin personifica un régimen muy próximo al trumpismo, o que también representa muchos de los ideales del bolsonarismo, o posiciones muy próximas a las de los ultranacionalistas de los gobiernos de Hungría y Polonia, o al movimiento ultraderechista Vox, e incluso al nacionalismo que conduce Meloni en Italia o también al movimiento ultranacionalista francés regenteado por la hija de Le Pen.
Todo ello representa un enorme asalto a la razón fundada en el principio esencial de la tolerancia. De ninguna manera dicho asalto disruptivo significa que el humanismo debe claudicar ante la pinza global que hoy amenaza a quienes continúan propugnando por sociedades abiertas y tolerantes. Está en juego el papel estratégico de quienes reivindican las instituciones republicanas y ven en el Estado un actor clave para intentar garantizar el acceso a los derechos esenciales de las mayorías, sin dejar de reconocer la importancia del mercado en cuanto espacio transaccional que, debidamente regulado, respete la iniciativa privada como uno de los factores fundamentales para promover el crecimiento de la riqueza y el bienestar, sin que ello impida la coexistencia de la economía de mercado con modelos de economía solidaria.
Estas reivindicaciones parecerían ser eslóganes, pero no lo son. Representan valores esenciales que hoy en día están bajo una seria amenaza. El mundo ha transitado en el siglo XX por enormes tragedias colectivas y ello obliga a levantar los sistemas de alerta ante el complejo panorama que la democracia republicana tiene por delante.
El mundo ha transitado durante el siglo XX por enormes tragedias colectivas y ello obliga a levantar los sistemas de alerta ante el complejo panorama que la democracia republicana tiene por delante.
No se trata solamente de cuestiones retóricas. A las amenazas del fundamentalismo ultra que se cierne sobre nuestros países latinoamericanos en general y sobre el Uruguay en particular se suman nuevos desafíos nunca antes registrados en nuestra vida política e institucional.
El problema está representado por la irrupción de la violencia, la cual de la mano de la expansión del narcotráfico y la superpoblación en las prisiones conduce a que los ciudadanos registren la inseguridad como una de las principales causas que afligen su bienestar.
Y ello da lugar a que desde perspectivas simplistas, emparentadas con el nacionalismo ultra, surjan soluciones radicales y mágicas que apelan a la militarización y a la mano dura, como la respuesta más adecuada a los nuevos problemas que nos afligen. Absolutamente falso.
Más de 60 años de enfrentamiento militar al narcotráfico en muchos países de nuestra región lo único que han arrojado son cientos de miles de muertos, mayores volúmenes de producción de sustancias psicotrópicas, mayores valores de estas en los mercados locales y especialmente en el de los países centrales, y la masiva incorporación al mercado de capitales de inmensos flujos de dinero negro, producto del lavado de activos. Este lavado está hoy en pleno auge a escala global, y por supuesto también en nuestras realidades domésticas, de las cuales Uruguay es un activo partícipe.
Porque el problema del narcotráfico, en la dimensión que más golpea a nuestros países, se relaciona directamente con la proliferación del narcomenudeo, y con ello, con la promoción de adicciones a nivel de nuestros jóvenes, con su impacto en el desmembramiento de familias, con el mecanismo de la puerta giratoria como dinámica perversa para destruir en forma profunda las vidas de cientos y miles de jóvenes y de esa manera condenarlos a los circuitos nefastos de la reincidencia.
El problema esencial es el mismo. La desigual distribución de la riqueza, la persistencia de focos de pobreza y miseria, la falta de oportunidades y de futuro para miles de jóvenes. Ello representa el caldo de cultivo que facilita la penetración de las organizaciones criminales en el seno de nuestras sociedades, y de ese modo todos los proyectos de futuro que la sociedad escamotea son ofrecidos artificialmente en el mundo del delito, prometiendo riquezas y una vida que se vive en los límites, peligrosamente.
De ninguna manera se debe dejar de reprimir y perseguir el delito y el crimen organizado. Pero la solución no es únicamente la alternativa represiva, que es necesaria; debe complementarse con políticas activas en materia educativa, de formación profesional, de estímulo a las empresas, especialmente las pymes, para promover políticas de créditos y exenciones fiscales que las alienten de manera ventajosa para incorporar jóvenes dentro de sus planteles.
Y por supuesto, también, una política activa centrada en la rehabilitación de los jóvenes delincuentes, dándoles nuevas oportunidades de rehabilitarse de manera profesional y a partir de refundar un sistema carcelario totalmente renovado. Muchos dirán que esto es una utopía. Que es muy caro. Que no hay que gastar dineros públicos en rehabilitar delincuentes. Craso error. Es el dinero mejor invertido. Porque ello supone focalizar acciones especialmente en aquellos que ingresan al sistema penitenciario por delitos de menor entidad y que actualmente en la prisión profundizan sus adicciones y se convierten en portadores de un estigma insalvable que los convierte en material de desecho para el futuro. 15.000 presos, de los cuales el 70% tiene menos de 35 años. Eso sí significa dilapidar nuestros recursos, tal vez, el más valioso: nuestro capital humano. Y también significa violentar de manera absoluta el artículo 26 de nuestra Constitución.
Entonces, cuando nos espantamos por el jaque que proviene del fundamentalismo de una derecha agresiva a escala global, no debemos pensar únicamente que la defensa de nuestras instituciones democráticas es solamente un problema doctrinario o ideológico. No. Nuestra defensa debe ser reaccionar en forma activa a los nuevos problemas que enfrenta nuestra gente. Y esos problemas hoy tienen el sabor amargo de la violencia, del narcodelito, que se nutre en la matriz de la desigualdad y la injusticia.
Gabriel Vidart es sociólogo. Entre otros cargos a nivel nacional e internacional, fue director adjunto del Proyecto Combate a la Pobreza en América Latina y el Caribe del PNUD (1984-1986), fundador y secretario ejecutivo del Plan CAIF, Uruguay (1988-1990), y director ejecutivo del Centro Único Coordinador para la gestión de la red de clínicas y sanatorios de la provincia de Buenos Aires (2003-2012).