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Ilustración: Ramiro Alonso

Los siete balazos

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Era una mañana de calor gris, de esas a las que Jean Charles no podía acostumbrarse. Él venía de un país de cielos más generosos, con calores amarillos o a lo sumo celestes, donde el aire era siempre exuberante y la llovizna no fatigaba. Difícil saber en lo que iba pensando mientras caminaba rumbo a la estación Stockwell; lo que sí sabemos es que nunca llegaría a enterarse del sueño que dos días antes había tenido su madre, María Menezzes, en una espesa noche de Minas Gerais. Ella se veía acostada en la misma cama en la que dormía desde hacía décadas cuando sintió acercarse, calladamente, a su hijo. Él se sentó a su lado, la miró detenidamente y luego se levantó para volver a irse. En el sueño algo les impedía hablar, así que no pronunciaron palabra alguna. Ella se despertó inquieta y convencida de que la causa del silencio entre ambos era la angustia. Algo le está pasando a Jean, le dijo a su marido. Y efectivamente, aunque no en ese momento sino dos días después, algo terrible le sucedería: cuando bajaba a la estación del metro hacia la que caminaba –inventemos que meditando, como cualquier migrante, cuestiones de trabajo o de dinero ahorrado–, tres oficiales lo inmovilizaron y le dispararon siete balazos en la cabeza.

Así cayó muerto el trabajador Jean Charles Menezzes, el electricista del país de calores amarillos, quien había sido confundido con el terrorista Hussain Ossman. En ese preciso momento, algo cambió para siempre: por primera vez, antes que un medio de prensa pudiera informar lo sucedido, los ingleses ya estaban enterados de la noticia por medio de la viralización de mensajes. Esos siete balazos asesinaron a un trabajador inmigrante y dieron por terminada, definitivamente, la época de una humanidad sometida al verticalismo de las primicias. Hace ya 18 años. Hoy, con esa sensación del tiempo subjetivo que hubiera hecho las delicias de Thomas Mann, da la impresión de haber transcurrido un siglo.

Entre las novedades editoriales hay un libro, Aceleración, de los autores Arocena y Sansone, que habla de esta frenética condensación del almanaque. Ellos señalan, citando a Schwab, que en los inicios del siglo XXl se procesa la cuarta revolución industrial, la que estaría caracterizada por tres emergentes que la vuelven excepcional: la velocidad, la escala y el impacto. Y agregan que la velocidad de adaptación, difusión y desarrollo de la tecnología aumenta a nivel exponencial. La velocidad de la comunicación, 10⁷, y la de la transmisión de datos, 10¹⁰.

Esto quiere decir que desde aquel terrible día en la estación Stockwell hasta hoy, las transformaciones de la tecnología de la información y de la comunicación continuaron su viaje apremiante hasta apabullarnos y embrutecernos con millones de noticias y de banalidades diarias. La biología, al final, quedó al borde del colapso ante el vértigo de la insignificancia.

La cotidianidad está poblada de datos que parecen decir “olvida” y parecen agregar “desentiéndete de lo importante”, y sin darnos tiempo para pensar, parece insistir: “En la superficie vivimos mejor”.

No es difícil pensar en esta época, entre tanto despliegue y tanto hechizo luminoso, como una construcción solapadamente totalitaria, a la que asistimos bajo estado hipnótico sin darnos cuenta del mal que nos produce.

De la expectativa inicial que generaron las redes con la horizontalidad y la transversalidad de la información, hasta esta tormenta a la que se adhirieron mamarrachos, tonterías, sesgos y falsedades, pasó muy poco tiempo. Naturalmente –siempre es bueno aclararlo ante reproches de analógica nostalgia– que en estos excesos de velocidad también resplandecieron favorablemente, por ejemplo, las conexiones humanas. Pero el punto al que iba con los siete balazos equivocados en la cabeza del brasileño era otro: a partir de aquel hecho los medios fueron despojados del valor de la primicia y el responsable de ese despojo fue su propio público, nosotros, quienes transitamos el corto camino de usuarios a productores-emisores y al final, a esclavos de nuestras propias herramientas comunicacionales.

Quienes éramos (somos) puntos de rating nos transformamos al mismo tiempo en competencia directa de los medios. Esto, agregado al peso descomunal de las nuevas plataformas de entretenimiento, fue un sismo en los medios de comunicación, que quedaron acorralados buscando sus propias lógicas de funcionamiento y sobrevivencia. Aprender el uso de las redes y cómo poner la tecnología de su lado no fue el problema, la dificultad consistió en cómo reformularse periodística y comercialmente. Así, gran parte del mundo quedó asistiendo a una tormentosa y aún no resuelta competencia generalizada entre medios, público, periodistas, charlatanes, narcisistas, incontinentes, furiosos, extremistas, falsificadores, que hablamos al mismo tiempo, que hacemos el mismo ruido y para quienes la tecnología brinda cada vez más oportunidades de continuar con el aumento exponencial en los decibeles de esta perorata global.

No es difícil pensar en esta época, entre tanto despliegue y tanto hechizo luminoso, como una construcción solapadamente totalitaria, a la que asistimos bajo estado hipnótico sin darnos cuenta del mal que nos produce. Y el que producimos.

Las Crónicas de la Estampida son reflexiones acerca del vértigo de la contemporaneidad –con anclajes en la comunicación y la cultura– que no pretenden desentrañar sus complejidades pero sí advertirlas para saber cómo esta época trata a nuestra sensibilidad y cómo va desconstruyendo algunos valores básicos e indispensables del humanismo. Ver otras columnas de la serie: La ignorancia informada.

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