La tierra se levanta. Se duele bajo los cascos de los caballos. Y ellos, sudorosos, reciben el polvo que otras patas agitan. Escapan de un sonido inesperado o de algún horror. Van en estampida. Corren afanosos, piafan, hociquean el aire mirando hacia un destino desconocido. Y nosotros los humanos, animales al fin, homínidos evolucionados apenas, respondemos igual, como pobre manada o tropilla a los inesperados sonidos y exabruptos, a los empujones del arreo, a los gritos urgentes y feroces de esta civilización que nosotros mismos hemos creado. Andamos al galope tendido, ansiosos, deprimidos, desconcertados o prescindentes. Así aceleramos cada vez más, respondiendo a una contemporaneidad narcisista y embebida en las aguas de una revolución científico-tecnológica que nos hechiza con las luces –maravillosas, por cierto– de sus pantallas, al tiempo que adormece el brillo interior del pensamiento.

“El hombre moderno necesita ruido, excitación constante, sólo quiere satisfacer sus necesidades. Dado que nos hemos vuelto más insensibles, necesitamos medios más burdos para complacer nuestro deseo de estímulo”. Esto advertía Paul Valéry hace un siglo, y muchas cosas sucedieron después de esta alerta apocalíptica. Hoy nada se parece más al futuro que el presente. No hay preguntas sustanciales, la manada no se interroga para dónde va, simplemente escapa de un miedo atávico que no llega a definir y con el rumbo incierto de ese pavor que no deja lugar a los pensamientos fundamentales de la existencia.

“Vacilamos entre la superficialidad y el desasosiego”, insistía el poeta francés refiriéndose a su propia época. Y quiso el devenir que todo aquello se profundizara hasta estas alarmas distópicas y contradictorias: vivimos en un mundo que en algún sentido es infinitamente peor que el de hace 100 años y en otro sentido, definitivamente mejor. Esta discordancia es posible porque el análisis sobre la civilización, por lo general, lo asociamos al desarrollo científico-tecnológico, mientras que la lectura humanista a veces es descalificada por excéntrica o anacrónica. Es decir: una operación de cataratas se puede hacer en diez minutos con un 95% de resultados positivos, mientras que los cirujanos del antiguo Egipto empujaban el cristalino con cualquier elemento filoso alcanzando el monstruoso resultado de hasta 70% de pacientes con ceguera definitiva, pero al mismo tiempo, lo que contemplan esos ojos que ahora vuelven a ver sin mayores traumas gracias al desarrollo científico son las terribles imágenes de las olas migratorias en el Mediterráneo, la vergonzosa concentración de la riqueza en el mundo, la selva amazónica devastada o el aumento desolador del individualismo.

La civilización está signada por la omnipresencia científico-tecnológica y la funcionalidad de los aprendizajes. Por esta razón se vuelve indispensable el amparo del lugar donde interactúan la moral, las creencias, la educación, la creación artística, el pensamiento humanista y también, claro, la ciencia y la tecnología. Ese refugio es la cultura y su responsabilidad consiste en darle contenido a este desarrollo de final imprevisible.

Dicho de otro modo: ahora, en una época en la que cada vez se necesitan más preguntas, la humanidad vive en función de respuestas superficiales, sesgadas, interesadas y funcionales. Son los reflejos de la estampida. Resulta en apariencia innecesario formularse preguntas porque el tener –una poco novedosa medida del éxito– requiere simplemente respuestas utilitarias que están en cualquier teléfono inteligente, en cualquier iPad, en cualquier computadora, en el infinito cúmulo de información que contrasta con la vieja, y no tanto, lírica de Bob Dylan, el muchacho que preguntaba y buscaba las respuestas en el viento, ese lugar donde las verdaderas interrogantes, las que son capaces de ayudarnos a detener la estampida, siguen flotando: “¿Y cuántas veces puede un hombre mirar hacia otro lado pretendiendo que no ve nada?”.

El poder, esa especie de neblina que se extiende sobre la tierra toda, inaprensible, viscosa y que siempre se alimentó de la ignorancia, ahora, además, hechiza con la tecnología. Y la humanidad no se resiste, recibe todo lo bueno hasta caer en el sedentarismo intelectual. En consecuencia, asistimos a una especie de ignorancia informada: aprendemos a hacer las cosas necesarias pero cada vez tenemos menos estímulos para pensar por qué o para qué. ¿Por qué? ¿Para qué?

Las Crónicas de la Estampida son reflexiones acerca del vértigo de la contemporaneidad –con anclajes en la comunicación y la cultura– que no pretenden desentrañar sus complejidades pero sí advertirlas para saber cómo esta época trata a nuestra sensibilidad y cómo va deconstruyendo algunos valores básicos e indispensables del humanismo.