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Ilustración: Ramiro Alonso

Ante la asunción de Milei: la urgencia es poder pensar

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La tristeza lo invade absolutamente casi todo. La tristeza y el silencio. La necesidad de pensar. La urgencia por comprender algo.

Hay una sociedad que no estoy entendiendo. Y no estamos entendiendo. Un mundo que comparte muchos de nuestros espacios. Nuestras vidas. Las calles. Los trabajos. Los barrios. Nuestros lugares de pertenencia.

El pensamiento lógico viene desde antes de Cristo. Para decirlo de una manera figurativa. Conocemos muchas lógicas de acción. Pero hay algo que se repite. Casi siempre hemos encontrado racionalidades para comprender los movimientos de una sociedad. En el presente están faltando. Probablemente estemos frente a nuevas racionalidades. Esas que hoy son desconocidas. Y por eso no comprendemos. Y nos producen lejanía.

Las subjetividades que se vienen constituyendo en el engranaje de eso que habitualmente se denomina nuevas tecnologías siguen siendo un problema. Y una otredad.

Las vidas constituidas sobre parámetros de empresas supranacionales. Que generan un nuevo orden social. Y mundial. Que parecen imperceptibles y llegan a infinitos rincones de la vida cotidiana. Son la expresión de un totalitarismo inédito.

Este nuevo orden tiene racionalidad. Rompe mucho del mundo constituido durante décadas. Siglos. Generaciones. Todo eso está mutando. Y no sabemos cómo. Ni hacia dónde. Nos urge aprehender. Y tenemos derecho a no ser parte.

Vamos un instante al siglo XVII. Hagamos un ejercicio cartesiano. Pongamos todo en duda. Para volver a empezar. Para intentar comprender. Para pensarnos. Para poder observar. Para sentir. Para tratar de saber qué somos.

Tenemos. Teníamos. Muchas certezas. Algunas muestran su desfasaje. Claramente. Otras reafirman escenas.

Dudar no equivale a resignación. Ni a derrota final. Ni a mansedumbre. Es el ejercicio de buscar. Y de saber que hay certezas en declive. Dudar de algunas verdades. De explicaciones que parecen sencillas a problemas ultracomplejos. De certezas que fueron perdiendo potencia. De viejos materialismos sin contexto histórico. De antiguos moralismos. De relativismos culturales. De formas de organización basadas sólo en creencias colectivas. De banderas inmaculadas. De éticas. De la soberbia del que tiene explicaciones siempre.


No puedo quitarme las preguntas. ¿Por qué pasa lo que pasa? ¿Cómo llegamos a esta situación? ¿Por qué el abismo? ¿Por qué la injusticia? ¿Por qué la incomprensión?

¿Qué piensa alguien que elige de representante a quien lo detesta? ¿Qué sucede en las almas de quienes sufren y votan a quienes avisan que deben seguir sufriendo? ¿Es la falta material la organizadora de los momentos eleccionarios de un país? ¿Es la experiencia cultural? ¿Es la influencia de grandes empresas en las máscaras de plataformas de consumo?

Hay más incógnitas sin resolución. Más literales y mundanas. ¿Hasta dónde es posible aceptar un índice de pobreza como el actual? ¿Se puede confiar que va a resolver una crisis quien ha llevado al país al 140% de inflación anual? Hay quien dice defender las Malvinas pero vota a quien acepta la tutela británica. O quien tiene derechos vía subsidios estatales pero elige representantes que quitan esos subsidios. Y quienes defienden un federalismo y eligen el centralismo para el gobierno. Hay quienes se inscriben en corrientes democráticas y eligen gobernantes prodictadura.

El 19 de noviembre hubo elecciones. Tengo un presentimiento, mas no una certeza: la derrota electoral es una derrota cultural más que política. No es un resultado posible en un sistema de alternancia.

Siempre me ha costado sintonizar con la idea de que son nuestros errores los que llevan a peores situaciones de injusticia. Que nuestros desaciertos permiten que gobierne la derecha que es más de derecha. También dudo de esto. Porque dudo de nuestra omnipotencia. Dudo de que todo dependa de nuestra acción. Porque dudo de ciertas bondades colectivas y de que las mayorías queramos lo mismo para una (nuestra) comunidad. Dudo del mito autoindulgente de que todas y todos queremos lo mismo, pero no nos ponemos de acuerdo.

Dudo de la búsqueda de felicidad sin pisar al otro. A la otra. Dudo que se anhele la necesidad de una comunidad de iguales. Dudo del dolor frente a las injusticias ajenas. Dudo de la empatía.

Dudo de nosotros. Y nosotras. Me cuesta pensar que no somos parte del dilema. Y del problema sin resolver. ¿Y si las mayorías prefieren otro orden? Aunque tenga razones para señalar que es un orden injusto. ¿Y si tienen otros valores para su vida individual y colectiva? La felicidad colectiva ha sido una excepción. Nunca la norma que organizó nuestra comunidad.

El 19 de noviembre hubo elecciones. Tengo un presentimiento, mas no una certeza: la derrota electoral es una derrota cultural más que política. No es un resultado posible en un sistema de alternancia.

Desde hace mucho tiempo hay un llamado permanente a la violencia. Un llamado a nuevas violencias en una sociedad violenta. Una sociedad con violencias materiales y simbólicas persistentes. Lo expresan dirigentes políticos del nuevo gobierno. Periodistas. Animadores de entretenimientos variados. Personajes de la cultura. Gente de alrededor. Gente que no conocemos. Lo expresan en conversaciones mundanas. En medios de comunicación. En el trabajo. En actos públicos. En eso que se denomina redes sociales.

La violencia como práctica social. Y económica. Y política. Hay quien necesita que esas violencias sean exacerbadas. Que se materialicen. Es obvio. Creo. Porque tienen el control material e inmaterial de esa violencia. En ese mundo se saben casi invencibles.


Nunca es tiempo de parar. Para poder pensar. Para mirar. Tiempo para entender. Somos urgencia. Acción permanente. Las urgencias abruman. Algunas obvias. Muchas inventadas. Para no tener el instante de reflexión. Para poder mirarnos. Y reconocernos. Y sabernos débiles. Sin respuestas a todo.

La lógica política impide construir este tiempo. La política también tiene una lógica. No hay espacio para la duda. Ni para las preguntas. Ni para las reflexiones colectivas. Que necesitan un tiempo sin límites previos. Aquello que en el presente se conoce como política no tiene esos tiempos. Quizás por eso la vida política cada vez más pertenece a una élite. Quizás por eso las mayorías se van alejando. Y buscan otros mundos donde resolver sus vidas.

Hubo un momento en que aquello que denominamos movimiento nacional y popular, progresismo, pensamiento crítico, izquierda y algunas otras denominaciones que no vienen al caso se constituyeron en garante de un orden que no le era propio. Y se volvió conservador. Con algunos fundamentos. Pero conservador. De un modelo que no podía sostener mínimos pisos de justicia social. Y de derechos. Para todos y todas. Porque siempre quedaron rincones de pueblo por incluir. Y el intento de ruptura del sistema vino por derecha. Porque esto que nosotros y nosotras defendemos ya no le sirve. Pero a nosotros y nosotras tampoco. Pero lo defendimos. En nombre de que siempre puede venir algo peor. Y eso es real. Pero es un razonamiento que propone desde el inicio acordar sobre un límite antes que ir por una innovación y una disrupción. Que sería la razón de ser de aquello que denominamos movimiento nacional y popular, progresismo, pensamiento crítico, izquierda y algunas otras denominaciones que no vienen al caso.

Sé que se viene un tiempo de venganza. Lo reclaman a viva voz. Los milicos genocidas y sus defensores civiles. Que ahora están en el gobierno. Lo reclaman empresarios. Periodistas del poder. Dirigentes que no soportan lo plebeyo cuando se expresa desafiante a los poderes instituidos. Venganzas. Sobre núcleos muy concretos de la sociedad. Las mujeres. La comunidad LGTB. Las y los trabajadores sindicalizados. Los movimientos sociales. Las juventudes que no son sumisas. Los movimientos campesinos que no aceptan someterse a las necesidades del agronegocio. Las comunidades indígenas que defienden la pachamama y sus territorios.

No debemos inculcar el miedo. Que lleva a la parálisis. O al resguardo del micromundo. O a la sumisión. Pero no avisarlo puede ser fatídico. No hablar de estas cosas puede llevar a errores sin posibilidad de reparación. El cuidado colectivo asoma como la acción más eficaz frente a la sed de venganza.

El 19 de noviembre cambió algo en Argentina. Quizás salió a la superficie algo que ya existía. No fue una elección presidencial en un balotaje. Ni tampoco solamente la disputa de dos proyectos que en muchos puntos son antagónicos. Tampoco el quiebre entre un intento de democracia de baja intensidad con algunos derechos vigentes y una derecha que simpatiza con políticas de corte fascista. Tampoco una disputa de generaciones. No ha sido solamente la opción de democracia o el gobierno de los antiderechos. Ha sido todo eso. Pero hay algo más.

¿La mayoría de la sociedad quiere a los genocidas libres? ¿O comulga con el pensamiento económico de la escuela austríaca? ¿Y cree que Margaret Thatcher es una Messi del pensamiento liberal? ¿Y quiere privatizar la educación universitaria o una sociedad sin desarrollo científico? ¿O tener relaciones carnales con Estados Unidos? ¿O volver al orden conservador oligárquico del siglo XIX? ¿O que crezca la desocupación como ya están avisando?

Es difícil concluir que ese pensamiento es mayoritario. Aunque tiene su peso. Dudo que esos dilemas sean los correctos para interpelar a una porción importante de la sociedad. Quizás esos dilemas sirvan a uno de los órdenes de la vida política y cultural del país. Pero no para todos. Y ese es uno de los quiebres elementales del 19 de noviembre.

Hay también otros valores prioritarios en la vida. En una sociedad hiperconsumista quizás el voto tenga el valor de un objeto de consumo instantáneo. Nada más que eso. Y todo eso. Que es un montón. Dudemos por un instante de que el dilema democracia o dictadura organice los votos de la sociedad. Dudemos sobre la efectividad de organizar las voluntades alrededor de la bandera patria y la “unidad nacional”. Dudemos de que la mayoría organice su mundo a partir de la solidaridad con las víctimas de derechos humanos.

Dudemos de estos valores en tanto ordenadores de la vida de las mayorías. Dudar para poder pensar que otros dilemas acuciantes existen. Que hay otras prioridades de vida colectiva. Estemos de acuerdo o en desacuerdo. Pero dudemos. Para tratar de comprender algo de una otredad que no estamos entendiendo. Y que es necesario conocerla. Practiquemos una pedagogía del entendimiento. Porque incluso para poder dar batallas de largo aliento necesitamos entender por dónde va la cuestión. Porque si no, gastamos energías en cosas absurdas. Repetimos errores. No logramos penetrar en las filas del enemigo. Que existe. Que nunca desaparece. De eso no hay dudas.

Mariano Molina es periodista y docente argentino.

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