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De amor, libertad y empatía

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Juan era camionero, tenía poco más de 50 años cuando su vida se dio vuelta como una media. En su honor voy a mantener su nombre cambiado, pero la historia es tal cual. Preocupado por algunos síntomas fue a su médico, y el balde de hielo cayó sobre su cuerpo y sobre su alma. Juan era creyente aunque no solía visitar la iglesia seguido, sí creía en un Dios superior al ser humano, lo conversamos varias veces, no en consulta sino en charlas entre nosotros. Juan tenía ELA, una enfermedad degenerativa que te va dejando sin movilidad en piernas, manos, brazos, músculos, para hablar, tragar, y así va destruyendo el cuerpo y la vida de muchos Juanes. Juan era de las personas que más risas te sacaba y emanaba ganas de vivir, desde el día cero de consulta hasta su último día. Pero Juan, que sabía cómo iba a ser de dura esta enfermedad, quería decidir ahí, cuando ya no se puede más, de angustia, de dolor, de sufrimiento propio y ajeno, de verse en una situación que no consideraba digna para sí, quería tener la certeza de poder decir “hasta aquí, no va más, el sufrimiento es extremo y quiero la libertad de brindar con mi mujer e hijos”, y partir dejando su sonrisa, sus bromas, su alegría estampada en su familia y amigos. No quería ser un cuerpo casi desconectado del mundo y de afectos sin interactuar, quería su decisión, para allá lejos en el tiempo, porque tuvo los mejores cuidados afectivos y médicos que alguien puede tener. Juan quería paz, para definir cuándo irse, con un brindis y un chiste final.

Lo primero que quiero escribirles es que sé que estos son temas difíciles de tratar. Que generan dudas, que es difícil hablar de ellos y que no existen verdades absolutas. Yo no escribo para cuestionar al que tiene una posición diferente. Por el contrario, la respeto. Porque, al final del día, a todos nos motiva la misma buena intención: honrar y dignificar la vida, la nuestra y la de todas aquellas personas que queremos.

Cuando conversamos de estos temas estamos hablando de sensaciones que desconocemos. Ninguno de nosotros sabe lo que se siente en una situación extrema como el dolor ante una enfermedad terminal. Lo que sí conocemos, muchos de nosotros, es la sensación que nosotros enfrentamos cuando un familiar u otro ser querido se encuentra en situación terminal. Cuando alguien cercano fallece, es común que nos preguntemos en qué circunstancias ocurrió y, si fue repentino y muy veloz, digamos: “Al menos se fue sin sufrir”, ¿verdad? Otras veces, en la intimidad de una charla inconfesable, llegamos a decir: “Tal vez lo mejor sea que todo transcurra rápidamente, para evitarle sufrimiento a la persona y a su entorno de seres queridos”. Seguramente muchos o la enorme mayoría de quienes leen este mensaje lo habremos dicho o escuchado. Es natural querer una muerte sin sufrimiento, es de cajón que nos pase, ¿no?

De esto estamos hablando cuando decidimos, con coraje y madurez como sociedad, discutir estos temas. Y esto es para todos, no sólo para los que, como yo, impulsamos esta iniciativa. Porque, dado que la muerte es una certeza, queremos que sea lo menos cruel y dolorosa posible. Y que sus circunstancias sean lo más justas posible con la dignidad de la persona y con la alegría con la que queremos homenajearla después de su fallecimiento.

Son decisiones duras y es complejo enfrentarlas, pero se basan en un enorme amor por las personas a las que queremos y, sobre todo, por un enorme respeto y valoración por la digna vida que transitaron. Lo que buscamos no es obligar a nadie a tomar una decisión sino, solamente, darle la libertad de hacerlo una vez que se cumplan muchos, muchos requisitos que así lo permitan. No se puede obligar tampoco a que un médico cumpla una decisión así si no está dispuesto a hacerlo.

De lo que hablamos es de darle la posibilidad a Juan de hacer su brindis, sacarle una sonrisa a su familia y partir en paz.

Si sentimos que, una vez que la ciencia nos dice que la muerte es inexorable (porque como médicos siempre luchamos por la vida, por curar las enfermedades, dejamos todo en la cancha para mejorar la vida y calidad de vida de pacientes, pero también la profesión es ayudar, acompañar, empatizar) y el camino para prolongar la vida es cruel y doloroso, es coherente que permitamos la decisión de una muerte digna. No como una imposición a la que yo mismo me opondría sin ninguna duda, sino como un derecho meditado, sopesado, informado y maduro. Con garantías científicas y con la posibilidad de hacerlo para todos por igual.

Una sociedad es su historia y su futuro, su evolución. Es la mezcla de etnias, culturas, religiones e ideologías a través del trayecto de la historia. La libertad es cada vez más valorada por nuestra sociedad, que la reclama y la defiende. Es una muy buena novedad y debe estar cada vez más protegida y promovida por el marco legal.

Dado que la muerte es una certeza, queremos que sea lo menos cruel y dolorosa posible. Y que sus circunstancias sean lo más justas posible con la dignidad de la persona y con la alegría con la que queremos homenajearla.

También nuestra relación con la medicina está cambiando. Los médicos ya no somos la voz sagrada de lo que se debe hacer, o no. Por supuesto que respondemos con nuestra formación y nuestros procedimientos de control, y también con los siglos de evolución científica que nos fortalecen como profesión y disciplina. Pero ahora los usuarios tienen mucho más poder; ya no son meros espectadores de nuestras decisiones, por suerte. Este “empoderamiento”, como se lo llama ahora, respalda la dignidad, la autonomía y la calidad de vida de los usuarios. Y nos obliga a los médicos a ser mejores día tras día.

Lo que se propone en este proyecto de ley es una muy responsable, madura y prudente posibilidad de eutanasia. En aquellos lugares donde existe un marco legal como este, por ejemplo en el estado de Washington, en Estados Unidos, en Bélgica o en Holanda, entre 80% y 90% de quienes solicitan este procedimiento pasaron antes por cuidados paliativos de calidad. O sea: esto no es incompatible ni se opone a los cuidados paliativos.

Todo esto forma parte de un cambio positivo y humanista, que se da en todo el mundo.

Los propios códigos de ética médicos ya no consideran a la eutanasia algo contrario a la ética médica. Los códigos de ética son cuerpos dinámicos que se deben ajustar a las realidades sociales y culturales de las sociedades.

Nunca es fácil cambiar estas cuestiones, y mucho menos cuando son tan difíciles de conversar. Pero es tiempo de hacerlo, de abrir esta posibilidad respetando las demás. Este es un paso de tolerancia y de promoción de la libertad, sobre la base del amor, de la protección de la dignidad y la diversidad de opiniones de la sociedad.

Que cada uno pueda finalizar su camino con el cuidado con que lo transitó. Es lo que queremos para nosotros mismos, y es lo que queremos para los demás. Este año tenemos la oportunidad de hacerlo.

Para que a Juan, y a tantas Juanas y Juanes, se les dé la libertad de decidir su dignidad y su paz en las sonrisas finales de su vida.

Federico Preve es médico, profesor adjunto de la cátedra de Neurología.

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