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El odio a la política

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1.

Leer y escribir: estas han sido, hasta más o menos los 90, las palabras que desglosaban la alfabetización, aquellas en las que la escuela se reconocía y, sobre todo, se definía como tal, de acuerdo con una etimología que lo muestra con inocultable elocuencia: skholé, “ocio, tiempo libre; estudio”, es decir, espacio retirado de la vida doméstica, del oikos cotidiano, de la oralidad pragmática de los intercambios que buscan ofrecer respuestas a las necesidades y las demandas inmediatas, muchas de ellas marcadas por el ritmo de la biología: comer, orinar, defecar, o por la demanda jerárquica de los que mandan: sentarse calladitos a tomar clase, adoptar una posición silenciosa frente a las cosas que ocurren en los liceos y en el mundo (nada de andar imaginando proyectos colectivos, construyendo formas de amar, de relacionarse con el otro; nada de andar esgrimiendo palabras como “justicia”, “resistencia”, “derechos”, siempre excesivas respecto de la boca de la que proceden, siempre inapropiadas, sospechosas de rebeldía o demasiado ideológicas en un mundo hastiado de ideología).

La escuela (y, claro está, también el liceo) es, si se quiere, algo así como un retiro espiritual en el que el tiempo y el espacio de la vida doméstica (la vida barrial, la vida de la comunidad, del territorio local, de esa geografía inmediata en la que la política viene a estropear su homeostasis definicional, el carácter reproductivo de la maquinaria de la producción económica) son puestos en suspenso, negados, criticados en nombre de la ajenidad (el mundo mismo que adviene al barrio; el decir de los otros que cuestiona la palabra propia). Así, se introduce una conciencia crítica con relación al devenir diario de la vida misma, a cuyo drama corriente las autoridades de la enseñanza quieren reducir a los estudiantes y los docentes, arguyendo, sin duda involuntariamente en su contra, el carácter público de un edificio que no les pertenece a los estudiantes ni a los profesores, sino al todo social. Escribir y hablar “como se escribe” empleando, por ejemplo, nexos o expresiones de enlace como “sin embargo”, “por lo tanto”, “en la medida en que”, “por el contrario”, “a partir de lo cual”, o estructuras gramaticales de sujeto y predicado como “El día está nublado” (típica descripción escolar de los años iniciales), “Pasé mis vacaciones en la playa” o “Las autoridades nos vienen hostigando hace tiempo”, “Ignoran nuestros reclamos, nos ningunean campantemente” o “Nos tratan como infantes, como seres que no pueden hablar, sin derecho a la palabra”, compone la forma misma de lo que podemos llamar, a disgusto de muchos, “orden letrado”, en irreductible oposición a la lógica de los intercambios pragmáticos cuyo interés no está necesariamente definido por el logos, es decir, por la política.

Para las autoridades educativas, los adolescentes solo tienen que ocuparse de ir a estudiar a sus instituciones escolares, sin hacer ningún barullo ni reclamar por el bien común que han llamado “democracia”.

En este sentido, sin embargo, no faltan (de hecho, son legión) quienes asocian el orden letrado a la reproducción de las desigualdades sociales que encontramos en el punto de partida, desigualdades que son pensadas, por ejemplo, en términos de la ausencia de capital cultural (a la Bourdieu). Ahora bien, esta forma de concebir las cosas ignora, tal vez a su pesar, que la escuela, como lugar de reproducción del orden social existente, contiene, porque produce, su propia crítica (a fin de cuentas, la escuela enseña a leer y a escribir), finalmente ejercida, por así decirlo, contra la propia institución que la ha engendrado, supuestamente, como “adecuación al injusto estado de cosas tal como existe”. Llamemos a esto, por qué no, como al inicio, alfabetización y, por extensión, (posibilidad de) política. Señalemos también que la alfabetización concierne, de manera fundamental, indisoluble, al saber que se amasa en las disciplinas que componen el currículo (recuérdese, de paso, que las disciplinas son un tejido discursivo, una escritura, y que, en la transformación educativa, han recibido una estocada casi mortal con el “modelo competencial”). En esto radica el ejercicio de la lectura y la escritura, es decir, el ejercicio de la interpretación de la realidad, de su puesta entre paréntesis, desmontando los consensos sobre los que se apoyan las palabras que, en el caso del conflicto del IAVA, las diversas autoridades educativas y políticas y algunos periodistas esgrimen, policiales, con todo desparpajo. De este modo, advertimos, de nuevo, uno de sus más nefastos efectos: la infantilización de los estudiantes, la negación de la palabra pertinente para construir el espacio público, por ejemplo, el que se edifica en el espacio liceal donde se viene desarrollando la situación de litigio (¿qué molesta de los grafitis del salón gremial? Que son palabras, enunciados políticos).

2.

En el contexto descripto, la transformación educativa llevada adelante por el actual gobierno de coalición ve en la lectura y la escritura una forma instrumental de acomodar el cuerpo a las exigencias del mundo de hoy, ampliamente renuente a la crítica, a la formulación del pensamiento, esto es, a una particular relación con la lengua y la realidad (con las palabras, con las formas de encadenar argumentos, con las construcciones sintácticas por medio de las cuales decimos lo que decimos, con los modos en que la historia define en buena medida el sentido de lo dicho, siempre abierto, siempre en disputa). La transformación educativa, en su más amplia exhibición o en su más obsceno exhibicionismo, vale decir, en su estentórea pornografía ideológica (por ejemplo, el discurso que esgrime el “ejercicio de la autoridad” y la “insubordinación” como argumentos para sancionar a un director liceal), busca desposeer a los estudiantes de la capacidad de crítica a través de la denegación de la posición que quieren ocupar: para las autoridades educativas, los adolescentes solo tienen que ocuparse de ir a estudiar a sus instituciones escolares, sin hacer ningún barullo ni reclamar por el bien común que han llamado “democracia”, adolescentes cuya palabra es, finalmente, impertinente, sin acceso al logos que puede argumentar sobre las cosas, las situaciones e incluso sobre las palabras convenientes o inconvenientes, justas o injustas para la vida en sociedad, para la propia argumentación política, para hacer inteligibles los propios conflictos suscitados.

3.

La materialidad que está en litigio en el conflicto del IAVA no es la materialidad de las rampas, de la accesibilidad, como tampoco es la materialidad de la condición patrimonial del edificio público llamado Instituto Alfredo Vásquez Acevedo. Lo que está en litigio, en disputa, es, por el contrario, la materialidad de los efectos estéticos y, por ende, políticos de las palabras como respuesta a una posición policial que sanciona o castiga1 para fijar un orden establecido de reparto de la palabra, un consenso alrededor de la expresión “ejercicio de la autoridad” (verdadero leit motiv del actual gobierno de coalición, que hizo mella en los gobiernos frenteamplistas pasados, sobre todo el último, fatalmente responsable de la declaración de esencialidad de la educación y de cierto conocido, resonante y disonante desalojo del Codicen) y de ese modo particular de plantear la democracia de acuerdo con el cual no sería posible disentir porque la ciudadanía votó un cambio y ese voto era consciente de lo que estaba haciendo, de lo que estaba dispuesto a aceptar.

En suma: la materialidad en juego es la que las palabras litigantes son capaces de producir como efectos de sentido en, precisamente, el espacio público de la institución educativa involucrada (efectos de lectura crítica de la realidad, de afectación y compromiso emocionales, de dotar de sentido lo que se hace pasar por una mera medida administrativa inevitable), palabras que no aceptan, también bajo la invocación de la democracia, aunque, es obvio, en un sentido divergente de aquel que le dan las autoridades educativas y políticas, lo que estas disponen y argumentan.

En este cuadro de la situación apenas esbozado, cualquier desacuerdo con la palabra emanada del gobierno es, según la repetida metáfora ciclística, un palo en la rueda, hecho que busca confinar al silencio o a un decir inocuo a aquellos que, en efecto, objetan los argumentos, las palabras, las acciones que llevan a cabo, en este caso, las autoridades de la educación, colocando en posición de confrontación a los profesores (sindicalizados o no) y a los estudiantes con la población.
Llegamos, pues, al odio a los sindicatos y a los estudiantes, que es, siempre, al fin y al cabo, un odio a la palabra política, a la democracia en cuyo nombre se dice estar actuando, a la sensibilidad que puede advenir como otro estado de cosas del mundo, a una palabra que busca reconfigurar la articulación entre los modos de ser, los modos de hablar y los modos de vivir por fuera de toda correspondencia preestablecida y, sobre todo, cerrada, fija, estática, determinada por quienes no quieren hacer parte a los que litigan por tomar parte de la vida en común.

Santiago Cardozo González es doctor en Lingüística y profesor de Formación en Educación y de la Universidad de la República.


  1. Como la escena dramática de la interpelación althusseriana (la del texto “Ideología y aparatos ideológicos de Estado”), en la que un policía le llama la atención a un transeúnte: “¡Eh, usted, oiga!”, vale decir, “Usted [los estudiantes del IAVA] no tiene nada que ver acá”, con toda la polisemia posible del “no tener nada que ver”. Esta interpretación, a contrapelo de la más corriente, se la debemos a Jacques Rancière en, por ejemplo, “Diez tesis sobre la política”, donde podemos leer: “La policía es quien dice que aquí, en esta calle, no hay nada que ver y, así, no queda más que avanzar. Afirma que el espacio para circular no es más que el espacio de circulación. En cambio, la política consiste en transformar este espacio de ‘avance’, de circulación, en un espacio para la aparición de un sujeto: el pueblo, los trabajadores, los ciudadanos” (ver Disenso. Ensayos sobre estética y política, México: Fondo de Cultura Económica, 2019, p. 63). 

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