Marchando este 25 de noviembre por 18 de Julio con mujeres de todas las edades, con muchas caras nuevas y muchas de las que venimos desde hace 35 años cuando la primera “sentada” en plena 8 de Octubre, denunciando la muerte de una notoria militante del movimiento por violencia intrafamiliar, me hice un recuento de las batallas dadas y las mayores barreras encontradas. Y lo hago en mi calidad de militante del movimiento de mujeres desde la recuperación democrática en el país, con períodos de representación legislativa, ocasional consultora, y militante social y política convencidamente feminista desde una perspectiva de desarrollo sostenible.
De esta recapitulación de acciones recuerdo el apoyo de los movimientos de la sociedad civil especializada en los temas de la violencia intrafamiliar, cada vez más visible en el Uruguay de los 90, para que las mujeres políticas pensáramos cómo encarar las responsabilidades del Estado con relación a las muertes de las mujeres y los problemas relacionados con las agresiones en sus entornos.
Habiéndose tipificado el delito de “violencia intrafamiliar” en 1995 a impulsos de las organizaciones sociales de mujeres, las legisladoras que asumimos en el año 2000 nos vimos enfrentadas a pensar una ley que definiera estos desafíos y pudimos aprobar, con el apoyo de la mayoría de los parlamentarios de ambas cámaras, la ley que creaba la materia de violencia intrafamiliar a nivel civil, los juzgados especializados y, lo más importante, las 20 medidas cautelares para prevenir las consecuencias de las agresiones a las víctimas y todas las situaciones familiares y sociales que esta forma de violencia trae como consecuencias sociales.
Aprobada la Ley 17.514, surgieron las primeras reacciones de resistencia, por supuesto y es entendible, desde algunos abogados especialmente conservadores, que presentaron un recurso de inconstitucionalidad que por suerte no fue tenido en cuenta por la Suprema Corte de Justicia (SCJ). Estos actores del sistema de Justicia hoy ocupan cargos en el Poder Legislativo y han impulsado leyes que disminuyen las garantías comprometidas por el Estado en las convenciones de derechos humanos que protegen especialmente a las poblaciones con mayor vulnerabilidad y que son reconocidas como sujetos de derecho: los niños, niñas y adolescentes, las personas mayores, las personas con discapacidad y las mujeres, que forman parte de todas estas poblaciones.
Mi acumulado de enojos con los actores decisores del Poder Judicial comienza cuando este implementa la Ley 17.514, porque decide, contrariando el espíritu de las legisladoras que la habíamos impulsado, que dicha ley refiere sólo a los sujetos mujeres como víctimas de la violencia. Expresamente se dejó fuera a los niños y niñas de la familia agredida y a la violencia que pudiera ejercerse sobre las personas mayores o sobre las personas con discapacidad.
La argumentación utilizada por los integrantes de la SCJ se basó en que las medidas cautelares aprobadas se referían sólo a las mujeres. Sin embargo, a más de 20 años, estamos reclamando la modificación del obsoleto Código Civil (1934) sobre su perspectiva del derecho a la autonomía de las personas en relación de dependencia de terceros, incluidos los familiares.
Por otra parte, nunca se aplicaron las 20 medidas de prevención establecidas en el artículo 10 de la Ley 17.514, salvo la de la separación inmediata del agresor de la víctima.
En 2019 se aprobó la muy completa e integral Ley 19.580 que define la mayoría de los distintos tipos de violencia que pueden configurarse y cuya aplicación es motivo de debates entre quienes la consideran (otra vez) inconstitucional y en contra del “debido proceso” para el denunciado. La mayor argumentación se centra en la falta de recursos para la aplicación de los procedimientos judiciales.
Hemos visto en estos últimos años un retrotraerse de los actores decisores de la Justicia ante las presiones de los elementos más conservadores de nuestra sociedad.
Es obvio que todo proceso de ampliación de derechos requiere también ampliación de financiación para infraestructuras adecuadas, creación de algunos cargos y formación especializada. Pero no creo que este sea el principal escollo.
Nuestro Poder Judicial ha sido y es especialmente resistente a adoptar sus responsabilidades de cambio con relación al principio de convencionalidad de las leyes que protegen derechos. Salvo en lo que refiere a la protección de los derechos laborales que se incluyen en la Constitución y que ha tenido una fuerte cátedra de abogados de derecho laboral, los derechos que responden al reconocimiento de los derechos inalienables de las personas a su dignidad, que como tales se materializan en los años 90, se entienden por muchos de los operadores del sistema de justicia como “difusos” (¿?). Y ahí caen desde los ambientales a los derechos de protección de las poblaciones con mayores vulnerabilidades. El piso mínimo que garantiza la dignidad de estas poblaciones por parte de los estados son precisamente los derechos humanos fundamentales.
Reconozco avances en las asociaciones de magistrados, por supuesto de los fiscales y los defensores de oficio, por adecuarse a los nuevos desafíos que se les presentan.
Sin embargo, cuando se analizan las sentencias o fundamentos que aplican jueces y juezas, abogados y abogadas, fiscales, forenses, peritos, etcétera, surge en su gran mayoría (con valorables excepciones) la falta de aplicación de este principio de convencionalidad al que están obligados todos los actores del Estado.
La institución que debe ser la defensora de este principio es el Poder Judicial. Hay que intentar cambiar las lógicas conservadoras que subsisten en la formación de los operadores del derecho y del sistema sanitario. Sin embargo, hemos visto en estos últimos años un retrotraerse de los actores decisores de la Justicia ante las presiones de los elementos más conservadores de nuestra sociedad, que se sienten agredidos al no poder ejercer su poder de dominación sobre las víctimas más frágiles: las mujeres, los niños, niñas y adolescentes que dependen de ellas, las personas mayores y las personas con discapacidad.
¿Comodidad? ¿Indiferencia? ¿Complicidad encubierta? Tampoco el sistema político se expresa sobre esta falencia de un poder que, por suerte autónomo, sin embargo, debe facilitar la accesibilidad de los sujetos en conflicto para la protección de sus intereses, teniendo en cuenta la igualdad pero en los puntos de partida.
Una nueva legislatura comienza en febrero de 2025 y este tema implica tanto los acuerdos para nombrar a los actores del sistema de justicia en toda su extensión como los recursos que sean favorables a la accesibilidad de toda la población.
Este 25 de noviembre, las militantes políticas y sociales esperamos que los compromisos que los sucesivos gobiernos de distintos signos han suscrito sobre la dignidad mínima de las personas con mayores vulnerabilidades sean tenidos en cuenta.
Margarita Percovich fue legisladora del Frente Amplio.