Algunas personas maledicentes, entre las que no me encuentro, sostienen que la inteligencia militar es a la inteligencia lo que la música militar a la música. Y otro tanto podría decirse de las canciones que se escriben para ser banda sonora de los mundiales de fútbol. Salvo una, claro está; una que recordamos todos los que tenemos más de cuarenta y que, por inolvidable, no es necesario nombrar.
Ese mundial dejó muchas cosas. Entre otras, nos brindó a los orientales la oportunidad de cumplir con el mandato artiguista de aspirar a que los más infelices fueran los más privilegiados. Porque eso sentimos todos al ver jugar a Camerún, aquella selección liderada por un suplente de 38 años ya retirado, que entraba en el segundo tiempo para dar vuelta el partido. Aunque al final no pudo el David africano contra el Goliat del imperio decadente. Cumplimos los orientales con el mandato que nos legara el mejor de nosotros, y en su nombre, maldijimos ese día a los malos europeos que lo eliminaron en cuartos de final.
Nuestra preferencia por los más infelices se ve en distintos aspectos de nuestro ser nacional. Indicios, como los llama el historiador Carlo Guinzburg. Por ejemplo, el más importante de los competidores en la Vuelta Ciclista no es el que gana sino el que llega último, porque es ese quien marca el comienzo del año en la República.
La relación entre el último y el primero de los ciclistas nos brinda una buena analogía para entender la relación entre el crecimiento económico y la desigualdad. Porque nunca debemos perder de vista que cuando analizamos el devenir de la distribución del ingreso posamos la mirada sobre algo que —en general— se incrementa; y esa variación del total a repartir tiene importantes implicancias respecto a cómo se distribuye.
Porque lo habitual es que el ingreso crezca, así como los ciclistas avanzan. Y así como la desigualdad es la distancia entre ellos, sus cambios en el tiempo resultan de las diferentes velocidades a las que pedalean unos y otros: si los que están más atrás empiezan a pedalear más rápido, la velocidad promedio —es decir, la tasa de crecimiento económico— crece, al tiempo que la distancia que los separa de los “malla oro” se acorta. Cuando eso ocurre, se dice que hubo crecimiento pro-pobre y ello conduce, claro está, a una reducción de la desigualdad. Naturalmente que existe, también, el crecimiento pro-rico, que tiene el efecto contrario.
De este modo, cuando el ingreso crece (cuando todos pedalean) los cambios en la desigualdad son el resultado de las diferentes tasas a las que crece el ingreso en los distintos segmentos de la población. Pero cuando la economía se estanca, o crece muy poco, es como si los ciclistas estuvieran quietos, o casi. En ese escenario, generar cambios en la distribución es muy difícil; en lugar de acortar distancias porque los que vienen detrás pedalean más rápido, es necesario que los que están delante retrocedan.
Combinemos la metáfora de los ciclistas con la más habitual de la torta. La primera tiene la virtud de representar la situación dinámica, es decir, en contextos de crecimiento. La segunda es más útil para abordar una situación estática o de estancamiento. Si la torta no crece, para reducir la desigualdad —o sea, achicar las diferencias en el tamaño de la porción que comen unos y otros— se requiere quitar un pedazo a los que comen más y entregarlo a los que comen menos. Pero —volvemos a los ciclistas— si todos avanzan, las diferencias pueden reducirse al mismo tiempo que todos comen más torta: los ricos un poquito más que antes, los pobres mucho más.
El primer escenario es mucho más difícil que el segundo; y lo es por diversos motivos. Pero el más importante, es que los poderosos están más dispuestos a aceptar que la porción de los pobres crezca más rápido que la de ellos, a que alguien venga con un tenedor y les quite un pedazo del plato1. Y esto importa no porque nos preocupen los pobrecitos ricos, a los que un gobierno malo les quiere quitar su torta, sino, justamente, porque no son ningunos pobrecitos. Al contrario, son los sectores más poderosos de la sociedad. Un grupo que, como ningún otro, tiene capacidad —si se lo propone—de bloquear las políticas y acciones que pretendan sacarles a ellos para darle a los demás.
En otras palabras, reducir la desigualdad en contextos de estancamiento o bajo crecimiento es muy difícil porque agudiza el conflicto distributivo, lo que suele dar lugar a desequilibrios macroeconómicos (como la inflación), e inestabilidad política. Y lo habitual es que no sean los ricos, sino los más pobres, quienes peor la pasan en esos casos.
Por lo anterior, no es casualidad que los períodos históricos en que se ha observado una mayor reducción de la desigualdad sean aquellos en que hubo un importante crecimiento económico. Es el caso de los Trente Glorieuses, las tres décadas que siguieron al fin de la segunda guerra mundial, cuando la expansión económica permitió financiar esos estados de bienestar que todos envidiamos. Esa “edad de oro” del capitalismo, que por algo se llama así, que combinó, como nunca, crecimiento con redistribución.
Y es el caso también de los dos períodos en nuestra historia en que se produjo una reducción sostenida de la desigualdad. Es decir, los años que median entre 1943 y 1955; y entre 2007 y 2013.2 Porque fue sólo en el contexto de expansión económica que pudieron sustanciarse las políticas que hicieron posible a los ciclistas que venían detrás pedalear más rápido que los demás. Me refiero, por ejemplo, a las leyes que en ambos períodos se aprobaron para regular el mercado de trabajo, y que lo hicieron en favor de los asalariados, un mecanismo crucial para reducir la desigualdad, tanto de ingreso como de poder. Y más ilustrativo resulta, si cabe, el hecho de que, aunque esas reglas siguieran vigentes —como lo estuvieron hasta 1968, o como lo siguen estando hoy—, su capacidad para mejorar la distribución se esfumara junto con el crecimiento. Y es que fue el agotamiento del crecimiento económico lo que terminó con los procesos de redistribución. Tanto en 1955 como en 2013, cuando el ingreso dejó de crecer, fue como si todos los ciclistas se detuvieran; ya no hubo posibilidad de acortar la distancia entre ellos.
El problema de cómo reducir la desigualdad, más que versar sobre cómo cobrar más impuestos a los ricos —cosa que creo deberíamos hacer— trata, sobre todo, de cómo afrontar el desafío de imprimir dinamismo a la economía.
Afinemos el lápiz, evitemos malentendidos. El crecimiento económico no es condición necesaria ni suficiente para que se reduzca la desigualdad. Si hay expansión económica, pero los malla oro son quienes pedalean más rápido, entonces se observa un crecimiento pro-rico y la distribución empeora. Fue lo que ocurrió en los años setenta del siglo pasado, bajo el gobierno dictatorial. Por otro lado, la distribución puede mejorar como consecuencia de una crisis aguda, una guerra, o una revolución, todos fenómenos que destruyen riqueza y, por tanto, pueden afectar más a los ricos que a los pobres.3
Lo que sí digo, y creo contar con suficiente evidencia histórica como para afirmarlo, es que resulta mucho más difícil sostener y consolidar una mejora en la distribución en un contexto de estancamiento o bajo crecimiento, que en uno de expansión económica. Y lo es, sobre todo, por razones políticas, lo que incluye los efectos que en ese plano tienen los desequilibrios macroeconómicos. Porque, en situación de estancamiento, la motivación de quienes serían perjudicados por una mejora en la distribución para oponerse a ella es más grande, como más grande es, también, la debilidad de los sectores que se verían beneficiados. Porque, para poner un ejemplo, ¿cuándo es más factible que los trabajadores organizados puedan ganar una huelga? ¿Cuándo el desempleo es bajo o cuándo es elevado?
Por ello, la degradación de la Suiza de América, producida luego del agotamiento de la frontera, se observa tanto en la comparación del nivel de ingreso medio respecto a otros países, como en la distribución de ese ingreso al interior de nuestra sociedad. Lo primero dio lugar al “declive” o “rezago”; lo segundo a la latinoamericanización. Ambos procesos se derivan del funcionamiento de una economía poco dinámica, lo que se expresa en una baja tasa de crecimiento económico de largo plazo.
De este modo, el problema de cómo reducir la desigualdad, más que versar sobre cómo cobrar más impuestos a los ricos —cosa que creo deberíamos hacer— trata, sobre todo, de cómo afrontar el desafío de imprimir dinamismo a la economía, para alcanzar una tasa de crecimiento tal que permita a los que están detrás acortar distancia respecto a que los que van delante. Pero con ello no alcanza. De lo que se trata no es de discutir si la construcción de una República requiere o no de crecimiento, que sí lo requiere, sino del tipo de crecimiento que se necesita. Un crecimiento que sea suficiente en magnitud y pro-pobre en su orientación.
Porque sin aumento del ingreso, no sólo será imposible alcanzar mejoras en el nivel de vida, o afrontar alguno de los problemas más desafiantes que tenemos por delante -como eliminar la pobreza infantil, democratizar el acceso a la vivienda, o sostener una población cada vez más envejecida. Sin crecimiento, también resultará mucho más difícil reducir las diferencias entre los que viven en Suiza —o La Tahona— y los que viven en los tantos barrios típicamente latinoamericanos, que se encuentran a lo largo y ancho de la patria. Y también lo será reducir las asimetrías poder que hay entre unos y otros. Esas que atentan contra la construcción de una República que sólo puede existir si la habitan ciudadanos libres e iguales.
Javier Rodríguez Weber es doctor en Historia Económica por la Universidad de la República. Esta es la cuarta de una serie de columnas periódicas sobre por qué, para construir una República, se requiere bienestar e igualdad, para tener bienestar e igualdad se requiere crecimiento económico, y para que haya crecimiento económico, se requiere construir una República.
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Existe también una razón aritmética que hace que, siendo todo lo demás igual —por ejemplo, que la tasa de crecimiento del ingreso de los más pobres sea el doble que la de los más ricos—, lleve más tiempo reducir la desigualdad cuanto menor sea la tasa de crecimiento promedio. Aquí no entro en ese detalle, porque lo que me interesa es ponderar las razones de economía política refuerzan ese efecto. ↩
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Ver el gráfico publicado en la primera columna de esta serie: “La virtud cívica y sus enemigos”. ↩
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Es lo que parece haberse producido en la última década del siglo XIX, cuando la información disponible muestra una reversión de la tendencia ascendente que la desigualdad había seguido en la década anterior; de modo que la dinámica distributiva parece haber ido de la mano con el boom de Reus y su crisis. Ver el gráfico publicado en “La virtud cívica y sus enemigos”. ↩