La derrota electoral en el reciente balotaje del 24 de noviembre significó para la Coalición Republicana una verdadera sorpresa, evidenciada en las reacciones inmediatas de sus militantes y dirigentes. Desde ese día, muchos de sus dirigentes han intentado encontrar las razones. Con un gobierno autopercibido como una “escudería Ferrari”, fue un duro golpe a su narcisismo que el electorado uruguayo decidiera cambiar y apostara nuevamente por el Frente Amplio. Los sorprendió más incluso debido a que el presidente tendría unos niveles de aprobación enormes y a que el gobierno se ha definido a sí mismo como uno de los mejores de la historia del país. La búsqueda de respuestas podrá o no ayudarlos a transitar mejor el duelo. Muchos aún no han podido reponerse del shock.
En principio, algunos eligieron el camino de la acusación. Culpar siempre es efectivo, sobre todo si la culpa se le puede endilgar al otro. La autocrítica siempre es difícil y tiene costos. Nunca es gratuita. Podrán optar por una autocrítica que vaya hasta el hueso, o será simplemente una lavada de cara, o terminará en un mero trámite interno. La proximidad de las elecciones municipales no ayuda en ese sentido, porque si allí ganan terreno se sentirán recuperados de la elección nacional perdida, y tendrá seguramente menos gravedad. En ese momento, ya el presidente estará fuera del gobierno, y ocupará principalmente el lugar de ser el líder único en condiciones de enfrentar y vencer al Frente Amplio, y además será el líder total e indiscutido de la coalición y del Partido Nacional, que por primera vez ya no tendrá dos corrientes distintas, sino que todos serán luisistas, en un proceso de fagocitación inédito en esa organización.
Los primeros pasos en la evaluación del fracaso los dio el senador electo Sebastián da Silva y no alientan un debate profundo. Al perder en octubre en localidades como Curtina, en el departamento de Tacuarembó, bastante molesto, expresó que iba a ir allí a preguntar qué había pasado, porque quería saber por qué no los habían votado si hasta incluso les habían hecho un liceo, algo que se trataba de un reclamo histórico. Después del balotaje se ausentó del lugar donde se encontraban sus correligionarios y la emprendió contra el intendente de Paysandú, y luego directamente culpó a la candidata a vicepresidenta.
Distinto pero idéntico
Pero quisiera detenerme en un tipo de respuestas brindadas por dos actores de la coalición, que demuestra además que sus proximidades son más amplias y profundas que las de un mero acuerdo electoral. Las brindaron al mismo tiempo el líder de Cabildo Abierto, Guido Manini Ríos, y el experiodista y hoy electo diputado Gerardo Sotelo, pues apelaron a afirmar –Guido de un modo indirecto– que el fracaso electoral se debía a la derrota que habían tenido en la batalla cultural. Manini afirmó que la izquierda uruguaya ejerce “un dominio en la educación pública uruguaya” y que “lava los cerebros” de los jóvenes orientales. Sotelo fue un poco más argumentativo y subrayó directamente la tesis sostenida por las derechas del mundo –debate muy intenso en Argentina, por ejemplo, y que recién parece querer imponerse por aquí– de que existe una batalla cultural que la izquierda ha ganado, estableciendo un fuerte dominio en la educación, las artes y los medios. Sotelo, incluso –hay que decirlo–, produce a diario comentarios sobre el tema y llegó a celebrar la propuesta de que debía existir una murga de derecha para poder reírse y generar contenido contra la visión izquierdista del mundo y del país. Otro tema que lo obsesiona es el lenguaje inclusivo: es un enemigo declarado de su uso.
Estos actores parten de un concepto que se ha generalizado por las derechas a lo largo del mundo: la izquierda, siguiendo los preceptos del filósofo italiano Antonio Gramsci, “asaltó el poder cultural” y desde esas áreas domina cultural e ideológicamente la sociedad. Explicar el triunfo de la izquierda por este motivo, cuando hace cinco años perdió las elecciones, parece un argumento bastante flojo y elástico que huele a justificación de un fracaso. Pero bueno, el argumento es ese. Ese dominio implica principalmente imponer una agenda con los temas dominantes, y un relato sobre la realidad que han conseguido que se vuelva indiscutible.
Lo que entienden es que la izquierda ha logrado la “hegemonía cultural” partiendo de la noción fundamental del filósofo italiano, quien sostuvo que para tomar el poder en una sociedad, primero que nada, había que tomar “el poder cultural”. Recordemos que esta obsesión por Gramsci (más que discutible es la hipótesis de que la izquierda uruguaya es gramsciana) les ha hecho afirmar a muchos representantes de la derecha rioplatense que sueñan con tener un Gramsci de derecha. Parece un montón, porque Gramsci no es quien quiere sino quien puede.
Gerardo Sotelo llegó a afirmar en su cuenta de la red social X que “el dato no mata relato” (invirtiendo la frase repetida incansablemente por varios actores del gobierno durante todos estos años), en el entendido de que la izquierda logró imponer un relato de lo mal que estaba el país, a pesar de que todos los datos, sostuvo, son muy buenos. Más o menos es siempre el mismo argumento: justificar la derrota como un engaño a la gente, y los triunfos como un efecto de una elección libre e inteligente. Al final, la derrota se justifica en un engaño, lo que, en definitiva, barre toda posibilidad de autocrítica y dirige las baterías a un enfrentamiento que trasciende lo meramente político, y es dirigirse de una buena vez a dar la batalla cultural y que la verdad pueda imponerse por fin a la mentira de la manipulación de la izquierda.
Que los episodios circunstanciales electorales no nos hagan olvidar que el fin último de lo que llaman batalla cultural y su tufillo militar es mucho más amplio y se dirige a una defensa del capitalismo y sus principios.
No les pidamos originalidad ni profundidad a los representantes locales de este discurso, que parece un burdo eco de lo que pasa en la vecina orilla, pero tampoco subestimemos este discurso, porque es dueño de unos niveles de violencia considerables.
La tesis de lo que llaman la “hegemonía cultural de izquierda”, afirmamos en un artículo anterior publicado en la diaria, es un mito de la derecha, repetido y muy utilizado, que les es muy útil para dos cosas: presentarse como pobres víctimas del poder de la izquierda que subyuga al país (invirtiendo el orden de dominación imperante en el país) y, al mismo tiempo, apelar a un término que no admite muchas dudas sobre el tipo de conflicto que quieren implantar: justifican la violencia que practican como una necesaria e inevitable defensa, particularmente, por ahora, restringida a las redes sociales. Allí adoptan el método de descalificar, ridiculizar, difamar y mentir.
El concepto de la batalla cultural ha sido trabajado en esta zona del mundo por Agustín Laje, alguien de quien hay que volver a recordar que se trata de un egresado del Center of Hemispheric Defense Studies de la National Defense University (Estados Unidos), lo que explica los términos, los modos y los fines, y que permanentemente confronta en temas como todo lo relacionado a derechos de las mujeres, lenguaje inclusivo o todo lo que tenga que ver con la situación de la comunidad LGBTIQ+. Lo que tenemos por aquí, por ahora, son meros repetidores de esos discursos. También hay que decir, sin pretender subestimar el poder de los lugares elegidos, que muchos optan por confrontar en el espacio de las redes sociales simplemente porque por ahora no tienen con qué confrontar en otros niveles, por ejemplo, académicos. Ahí no les da la nafta y, además, ahí hay que poner la cara.
Eligen en primer lugar la red X porque no se trata de un espacio de reflexión o análisis, sino de un espacio donde se impone la lógica del barrabrava, y porque además muchos pueden ocultar el rostro, se puede escribir al amparo de la total impunidad, sin tener ninguna clase de responsabilidad sobre lo que se dice, o incluso bajo el amparo de la libertad de opinión. Y además, como no se tiene con qué sostener un debate serio de ideas, se apela al plano de la discusión emocional.
Como ejemplo valga decir que hace pocos días, en la visita del presidente argentino Javier Milei (uno de los principales propulsores de establecer “la batalla cultural contra los zurdos”), pudo verse a un puñado insignificante de libertarios locales expresarle su apoyo y apelar a algunas de sus consignas.
Distraer como principio
Todo hace pensar que la tesis de la batalla cultural se seguirá sosteniendo, aunque no puede predecirse qué efectos tendrá, con una fuerte presencia de repetidores locales, aunque aún está por verse también si son espontáneas adhesiones a una tesis o hay una mano que mueve el muñeco.
Porque el argumento de la batalla cultural para explicar la derrota electoral del oficialismo sólo en su forma es una ingenuidad. Es muy útil como explicación, porque logra centrar el debate no en la gestión de gobierno y en la responsabilidad de quien la encabeza, y permite proyectar la culpa a la intencionalidad oscura de la izquierda uruguaya que logró derrotar a un gobierno fabuloso, encabezado por un líder dueño de todas las virtudes. La culpa, entonces, vuelve a ser del Frente Amplio, una estructura casi maligna, que con sus tentáculos logró trocar esa fabulosa realidad repitiendo el relato del desastre, porque tuvo la fuerza de imponer su relato sobre la realidad. Porque, en definitiva, la batalla cultural que creen vivir es un enfrentamiento de relatos.
Lo que quizás Sotelo no entiende es que no hay “datos” sin “relato”. Y el gobierno tiene su relato estructurado en que se trata de un gobierno exitoso, inaugurador constante y liderado por un presidente dueño de todas las virtudes y con niveles de apoyo popular absolutos (desde el primer día de gobierno hemos sido bombardeados con encuestas que nos repiten su nivel de popularidad inédito). La narrativa visual de este gobierno es Luis, tijera en mano, inaugurando todo lo que puede.
Situar en la batalla cultural la explicación de la derrota para el gobierno, en realidad, evita hacer seriamente la propia autocrítica prometida, desplazando el centro de la cosa.
Pero que los episodios circunstanciales electorales no nos hagan olvidar que el fin último de lo que llaman batalla cultural y su tufillo militar es mucho más amplio y se dirige a una defensa del capitalismo y sus principios, y del mundo que han construido, y la exaltación de la competencia, el lucro y el individualismo como ejes rectores de la vida social, sostenido también sobre un pensamiento extremadamente conservador y muy autoritario.
Fabricio Vomero es licenciado en Psicología, magíster y doctor en Antropología.