La reciente campaña político-electoral del Frente Amplio ha constituido una opción sensata por los buenos modales republicanos. A la vista de los resultados, esto ha sido decisivo para volcar una crítica porción del electorado en favor de una izquierda que ha apelado al recuerdo de 15 años de crecimiento con distribución social de la riqueza, de una promoción progresista de una agenda de derechos y, sobre todo, de un ejercicio de una hegemónica honestidad puesta al servicio de la pública felicidad.
La apuesta por la proposición programática que omite a la vez que desoye el insulto, la campaña del barro y los fantasmas del miedo se ha revelado, en esta ocasión, módicamente exitosa. También es cierto que de la contundencia programática en negro sobre blanco a la exposición pública y mediática es observable una relativa licuación. Es necesario prestar atención al modo en que claros compromisos se ven sobresimplificados en tenues expresiones de deseo que se presentan a la consideración de los sectores más distraídos del electorado.
Lo que parece sustantivo es que, puestos ante el dilema entre un crecimiento mediocre con concentración de la riqueza y con aumento de la desigualdad, por una parte, y por otra, con la esperanza en un crecimiento relativamente más vigoroso con distribución social y reducción de la desigualdad, el sentido común se ha volcado, de modo decisivo —aunque con una cierta prudencia— por la segunda opción. Por más que los medios masivos de desinformación se han empeñado en corroer la imagen del anterior ciclo progresista, una cierta mayoría en el electorado guarda aún suficientes dosis de memoria para decidir prestarle el voto una vez más al Frente Amplio. Así, desoyendo las estridencias, rechazando los insultos destemplados de la intolerancia, los orientales han inclinado —levemente, sin exagerar— la balanza electoral.
La disputa del sentido común
Mientras que en la izquierda los equipos electorales saltan de alegría con una victoria prolija, sobria y discreta (y también algo mezquina, todo hay que decirlo), la derecha lame sus heridas y revuelve la resaca de su desconcierto. No faltan los avisados que ahora revisan su propia conducta política ante la sospecha de la oportunidad de polarizar en una disputa electoral sobre la penillanura levemente ondulada de la arena pública. No faltan los nostálgicos de otros tristes tiempos que vuelvan a apelar a la idea de “batalla cultural”. No faltan los editorialistas que se encuentran desfallecidos ante el contundente golpe de cabeza contra el muro del resultado electoral.
Resulta curioso ver cómo aquellos que se han visto privilegiados toda su existencia con la explotación del inmovilismo del sentido común opuesto al cambio social recién ahora se percatan de que estas elecciones pudieran acaso constituir una lucha entre distintos proyectos de país. Mediante una pirueta de travestismo ideológico, los cultores de la defensa del statu quo de toda la vida ahora pretenden para sí la militancia del cambio. Ya no les basta con la explotación inicua de siempre; ahora van hacia la demolición de toda idea de justicia social. Al tenue pero aún persistente recuerdo del Uruguay batllista, pretenden injuriarlo con el calificativo de socialistoide.
Nuestra fuerza política ha optado por una acción política propositiva, acuerdista y prudente destinada al cambio social en sentido progresista y en defensa de los intereses populares.
A estos reivindicadores del presunto pragmatismo de los que tienen la sartén por el mango frente a las fantasmagorías de la ideología se les nubla la visión. A las verdaderas fuerzas del cambio social progresivo no las respalda la inercia del sentido común, sino la clarividencia del buen sentido político. El sentido común es la hamaca donde la razón se tiende muellemente a dormir la siesta: allí sueña con que vivimos en el mejor de los mundos posibles. Pero la razón del cambio proviene precisamente del desvelo por la injusticia del actual estado de cosas social: por esto se asiste con el pensamiento crítico. Es el desvelo y la inquietud por la desigualdad lo que impulsa el cambio social.
No es para poner la otra mejilla
Los representantes más conspicuos de la derecha empiezan a soñar con belicismos: contritos con el golpe de la derrota, solazan sus tristezas con conatos de choque. No han sido suficientemente enfáticos en agitar las marionetas del miedo. Quizá no hayan explotado profesional y prolijamente los recursos de las campañas sucias. No han podido erosionar lo suficiente las figuras públicas de los contrincantes con la asistencia de los agentes profesionales de la desinformación.
Otros, con miradas de mayor alcance histórico, se preguntan sobre cómo la enseñanza pública no ha cumplido con la misión de domesticar al rebaño indómito de jóvenes que buscan, empecinadamente, un país que no los obligue a emigrar. Para estos nostálgicos, la mejor enseñanza es la que forja espíritus obedientes, disciplinados... y desmemoriados. No escuchan las atronadoras admoniciones de las marchas del silencio, prefieren no entender qué quiere decir, en este país y en este estadio histórico, Nunca más. Por más reforma educativa que se propongan, no conseguirán abolir el afán empecinado por memoria, verdad y justicia.
Nuestra fuerza política ha optado por una acción política propositiva, acuerdista y prudente destinada al cambio social en sentido progresista y en defensa de los intereses populares. Pero no se trata de disponerse a mostrar la otra mejilla. La batalla cultural puede conocer instancias oscuras y dolorosas y deberán ser enfrentadas con tanta paciencia tranquila como firmeza. Porque la causa de los pueblos no admite la menor demora, la actitud propositiva, acuerdista y prudente no debe entenderse como ninguna especie de liviana tibieza ni de contenidos ni de formas. Mientras que el triunfo electoral del ahora es una instancia prestada y pasajera, la victoria en la lucha cultural por la historia es tarea de largo aliento, pero impostergable.
Néstor Casanova es arquitecto.