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Ilustración: Federico Murro

Los viejitos presos

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Sería excelente que cada fin de año registráramos avances, aunque fueran pequeños, hacia la verdad y la justicia en relación con las víctimas desaparecidas del terrorismo de Estado. En 2025 no los hubo, y en cambio se plantearon iniciativas políticas que pueden oscurecer la cuestión, al entreverarla con la demanda de un beneficio más para los represores condenados. A los que ya tienen se les sumaría la prisión domiciliaria.

Esto causa una mezcla de indignación y fatiga. La primera reacción es saludable y necesaria; la otra es un peligro, porque tras ella se puede insinuar, insidiosa, la idea de que los reclamos de verdad y justicia son inviables y deben reducirse, en una transacción con quienes abogan por los victimarios.

El humo y el fuego

Al senador colorado Pedro Bordaberry se le ocurrió que la conmemoración de 40 años de democracia era el mejor momento para presentar un proyecto de ley de “reconciliación, verdad y nunca más”. En la exposición de motivos se sostiene que, “a 40 años de la restauración institucional, persisten dos cuestiones pendientes de resolución completa”. Sólo dos: “el esclarecimiento definitivo del destino de personas cuyo paradero continúa sin conocerse” y “la ausencia de un régimen claro, humanitario y equilibrado de prisión domiciliaria para personas mayores de 75 años condenadas por hechos anteriores a 1985”.

Los delitos más ajenos a cualquier motivación política o ideológica son los más impunes. El aprovechamiento corrupto del poder dictatorial nunca fue juzgado, pero a Bordaberry no le parece que esto sea una cuestión pendiente.

El legislador propone varias medidas de resultado incierto. Se crearía una Comisión Nacional por la Reconciliación y el Nunca Más, para recabar información y promover “ámbitos de diálogo”. Sería semejante a la Comisión para la Paz formada en 2000 por el presidente Jorge Batlle, que recibió y difundió datos falsos. También habría una nueva sección del Archivo General de la Nación llamada “Archivo Nacional de la Verdad”, un nombre que parece salido del libro 1984 y se opone a los criterios más básicos de la historiografía.

Esas y otras vaguedades sirven de preámbulo al antepenúltimo artículo: “Dispónese la prisión domiciliaria a toda persona condenada por hechos ocurridos hasta el 1º de marzo de 1985 que supere los 75 años de edad al momento de la solicitud, previa evaluación judicial”.

La verdad disimulada

Al proyecto de Bordaberry le falta la sinceridad brutal del anunciado en junio por el diputado nacionalista Rodrigo Goñi, quien lo presentó recién el lunes de esta semana. Goñi declara su intención de “poner fin a los encarcelamientos abusivos de personas de más de 70 años detenidas por hechos anteriores a 1985”. En el articulado bordaberrista parece que la prisión domiciliaria dependiera del juez, pero este no podría negar lo dispuesto por la ley, y se limitaría a verificar que se cumplan las condiciones requeridas.

Se habla de “personas cuyo paradero aún se desconoce”, no de gente secuestrada, torturada y asesinada, cuyos restos se ocultan hasta hoy. No se dice qué hicieron quienes serían beneficiados, ni que han pasado muchísimo más tiempo impunes que presos.

Los problemas de salud de cualquier individuo privado de libertad pueden ser hoy motivo de su pasaje a prisión domiciliaria, por resolución judicial ante un pedido de sus defensores. En el marco de las normas vigentes, que ya son claras, humanitarias y equilibradas, a la mitad de los represores condenados se les ha concedido el beneficio. No hace falta ni sería justo establecer una norma especial para este tipo de criminales. No era necesario ni pertinente que el presidente de la República, Yamandú Orsi, le preguntara en junio al presidente de la Suprema Corte de Justicia, John Pérez, qué tenía que hacer con un informe sobre la salud de quienes están en la cárcel de Domingo Arena.

En varias ocasiones anteriores se ha planteado un trueque de verdad por justicia, sin que hubiera jamás indicios de su viabilidad. Quienes saben lo que ocurrió no presentan, por motivos obvios, portavoces explícitos para negociar, y desde el referéndum sobre la ley de caducidad hasta la primera Marcha del Silencio pasaron, de hecho, siete años de impunidad total sin el menor indicio sobre las desapariciones forzadas. Goñi ni siquiera habla de la reconciliación, la verdad y el nunca más, que Bordaberry promete sin explicaciones ni garantías sobre la forma en que se lograrían.

El ocultamiento le deja mucho espacio a la especulación. No sabemos, por ejemplo, si el silencio sobre las desapariciones se mantiene con ánimo de castigo a la izquierda o para proteger a militares y civiles aún vivos. También ignoramos si Bordaberry cree posible que su proyecto se apruebe o si sólo lo presentó para disputarle votos a Guido Manini Ríos. En todo caso, debería abandonarse, de una vez por todas, el recurso barato de mencionar a su padre. La ideología no es hereditaria, y el senador es un adulto plenamente responsable de su propia oscuridad.

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