Opinión Ingresá
Opinión

Mayo, memoria y democracia: lo que no podemos olvidar

2 minutos de lectura
Contenido exclusivo con tu suscripción de pago
Contenido no disponible con tu suscripción actual
Exclusivo para suscripción digital de pago
Actualizá tu suscripción para tener acceso ilimitado a todos los contenidos del sitio
Para acceder a todos los contenidos de manera ilimitada
Exclusivo para suscripción digital de pago
Para acceder a todos los contenidos del sitio
Si ya tenés una cuenta
Te queda 1 artículo gratuito
Este es tu último artículo gratuito
Nuestro periodismo depende de vos
Nuestro periodismo depende de vos
Si ya tenés una cuenta
Registrate para acceder a 6 artículos gratis por mes
Llegaste al límite de artículos gratuitos
Nuestro periodismo depende de vos
Para seguir leyendo ingresá o suscribite
Si ya tenés una cuenta
o registrate para acceder a 6 artículos gratis por mes

Editar

Cada mayo, Uruguay se divide entre evocaciones patrióticas y reclamos de memoria. Por un rato, nuestro país se mira en un espejo que refleja sus mejores gestas y heridas más profundas. Para algunos, recordar el 20 de mayo es “manija”, “odio”, “venganza”. Para otros, es una necesidad vital. No se trata de una grieta entre pasado y futuro, sino entre quienes quieren olvidar lo que pasó y quienes aún no encuentran a sus seres queridos.

Las “fiestas mayas” y la Batalla de Las Piedras son parte esencial de nuestra identidad nacional, sin duda. Pero no compiten con la Marcha del Silencio: la completan. Recordar a quienes pelearon por la independencia y a quienes fueron desaparecidos por un Estado dictatorial es parte de la misma convicción: que la libertad, la justicia y la dignidad no son negociables.

Se nos dice que reclamar por desaparecidos “divide”. Que insistir con la verdad y la justicia es un ejercicio inútil e incluso peligroso. Lo dicen con un tono que pretende ser moderado, apelando al “sentido común”. Pero lo que nos dividió fue el terrorismo de Estado: la sistemática persecución, tortura y desaparición de personas por sus ideas. No se trata de una comparación con otros hechos, ni de una teoría de los dos demonios. Se trata de reconocer que cuando el Estado usa su poder para aplastar a sus propios ciudadanos, lo que está en juego es nada más ni nada menos que la democracia. No es lo mismo morir en combate que desaparecer bajo tortura. No es lo mismo un error político que un crimen de lesa humanidad. No son comparables, y quienes todo lo equiparan diluyen la gravedad de lo irreparable.

Recordar no es una forma de venganza. Es un acto de responsabilidad colectiva. Es también un acto de amor. Amor por quienes faltan, por quienes siguen buscando, por la vida que fue negada y por la democracia que aún estamos construyendo. Los crímenes de lesa humanidad no prescriben y la democracia no se fortalece barriendo debajo de la alfombra. El derecho internacional no permite que los estados “pasen la página” sin haber investigado, juzgado y reparado. No se trata de magia, sino de justicia. Y la justicia, como enseñó Artigas, es la primera ley de la libertad. Porque no se puede hablar de libertad, de patria o de república sin enfrentar lo que ocurrió en dictadura.

Quienes realmente dividen no son quienes reclaman verdad por sus muertos, sino quienes se niegan a escuchar. Quienes relativizan los crímenes del Estado. Quienes pretenden reescribir la historia con una sola mano.

No se trata de quedarse en el pasado, sino de aprender de él. Para que nunca más nadie se arrogue el poder de decidir quién merece vivir, desaparecer o ser torturado. Para que el Nunca Más no sea sólo una consigna que repetimos, sino una ética activa, una brújula moral de nuestra vida democrática.

Mayo puede y debe ser una fiesta. Pero será verdaderamente nacional cuando toda nuestra historia tenga lugar. Cuando podamos recordar Las Piedras y también a quienes siguen faltando. Cuando el silencio no sea negación ni indiferencia, sino memoria compartida, respeto profundo, compromiso cívico.

La democracia no se fortalece barriendo bajo la alfombra. Se sostiene con verdad, justicia y memoria. La Marcha del Silencio no es un ritual ni un capricho: es una vigilia por el presente y el futuro. Es un acto de responsabilidad, no de odio. Una exigencia ética que no admite pactos de olvido ni reconciliaciones vacías.

Porque quienes realmente dividen no son quienes reclaman verdad por sus muertos, sino quienes se niegan a escuchar. Quienes relativizan los crímenes del Estado. Quienes pretenden reescribir la historia con una sola mano. Quienes temen que la memoria despierte conciencia. Porque saben, en el fondo, que nada desarma más el odio que la persistencia del amor: ese que no olvida, ese que cuida, ese que insiste. El amor que nunca fue parte del aparato represivo, pero sí sostiene cada paso de quienes siguen buscando.

Por eso, cada 20 de mayo no marchamos por revancha, sino por dignidad. No marchamos contra nadie, sino por todos. Porque sin memoria no hay democracia viva. Porque si el olvido se impone, el futuro vuelve a estar en riesgo.

Y si eso incomoda, que incomode. No vinimos a callar. Vinimos a decir presente. Por los que faltan. Por los que siguen. Por la democracia que queremos defender, de verdad.

¿Tenés algún aporte para hacer?

Valoramos cualquier aporte aclaratorio que quieras realizar sobre el artículo que acabás de leer, podés hacerlo completando este formulario.

¿Te interesan las opiniones?
None
Suscribite
¿Te interesan las opiniones?
Recibí la newsletter de Opinión en tu email todos los sábados.
Recibir
Este artículo está guardado para leer después en tu lista de lectura
¿Terminaste de leerlo?
Guardaste este artículo como favorito en tu lista de lectura