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Ambiente y consumo: es el capitalismo, estúpido

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Es un secreto a voces que los productos de hoy están diseñados para fallar luego de cierto tiempo, una práctica que responde directamente a las reglas no escritas del capitalismo. Esta lógica, conocida como obsolescencia programada, es la que gobierna la industria moderna. A diferencia de los productos fabricados hace algunas décadas, los dispositivos y aparatos tecnológicos actuales tienen una vida útil predeterminada. Esto parece un contrasentido, pues la industria debería orientarse a reducir al máximo posible la huella de carbono de su proceso de fabricación y de su uso, así como facilitar el reciclaje, la reducción y la reutilización al final del ciclo de vida del producto. Acortar a propósito la durabilidad de un aparato para poder vender su nueva versión va a contrapelo de esas premisas. Sin embargo, desde la lógica del sistema capitalista, el consumo debe acompañar al proceso de fabricación y producción permanente; una cadena que no puede interrumpirse, porque de ella depende la reproducción misma del sistema.

En este contexto, es fundamental que nuestro consumo sea racional, prudente y consciente. Esta actitud sólo es posible si el nivel cultural –y, por ende, el espíritu crítico– de la sociedad acompaña la capacidad de consumo de su gente. No basta con adquirir un auto eléctrico pensando que, con ello, contribuimos al cuidado del ambiente, ignorando que la huella de carbono de su fabricación y su corta vida útil superan a las de un vehículo de combustión interna, incluso si es fabricado por la misma marca.

El capitalismo, por definición, no está sometido a consideraciones éticas ni morales, aunque así nos lo quieran hacer ver. No podemos dejar el cuidado del ambiente en manos del dueño de Tesla, por más que él se muestre “visiblemente preocupado” por el tema. Tampoco podemos caer en la trampa del llamado “capitalismo bueno”, ese que presume de responsabilidad social, de prácticas éticas o de sustentabilidad corporativa. Esa narrativa, promovida por empresas que se autodenominan “B Corps” o adoptan compromisos ambientales voluntarios, no cuestiona el modelo de fondo; por el contrario, lo fortalece. Es la estrategia perfecta para seguir haciendo negocios como siempre, pero con mejor prensa. Como dice Slavoj Žižek, hoy “compramos nuestra redención al mismo tiempo que consumimos”: cada producto verde, cada acción con causa, cada empresa con valores es una coartada para no cambiar nada.

El capitalismo verde, en realidad, no representa un cambio estructural, sino una estrategia de adaptación del sistema para continuar acumulando bajo el discurso de la sustentabilidad. Su lógica es simple: no se trata de producir menos, sino de vender la ilusión de que se puede seguir produciendo como siempre, pero “de manera ecológica”. Así, todo se vuelve verde por fuera, pero el núcleo del problema –el modelo de crecimiento perpetuo– permanece intacto.

Uno de los mecanismos más eficaces del discurso verde hegemónico es individualizar la responsabilidad ambiental. Se nos insta a reciclar, a consumir menos plástico o a comprar “productos ecológicos”, mientras se oculta que el grueso de la destrucción ambiental proviene de grandes corporaciones y del modelo económico globalizado. No es el consumidor el que contamina con su bolsa de nailon, sino el sistema el que mercantiliza la vida y externaliza sus costos.

La tan mentada transición energética parece ser apenas un cambio de forma sin tocar el fondo del asunto. Se sigue extrayendo, desplazando y concentrando, ahora bajo el maquillaje verde de las baterías y los paneles solares. Si no se modifica el modelo de acumulación que la sostiene, la transición energética, lejos de ser justa, es otra forma de colonialismo. Las regiones ricas en litio, tierras raras o agua dulce se convierten en territorios de sacrificio para sostener la promesa de un “futuro sostenible” que excluye históricamente a las grandes mayorías, para satisfacer el deseo irrefrenable de consumo de unos pocos privilegiados.

La humanidad no logrará salvar a la Tierra de la destrucción que ella misma causa si el cuidado del ambiente se convierte en un modelo más de negocios. Bajo esta lógica, incluso la naturaleza, lejos de ser un bien común, es transformada en un “activo financiero”. El Banco Interamericano de Desarrollo (BID), por ejemplo, promueve el concepto de “capital natural”, presentándolo como una estrategia para cuantificar y gestionar los recursos naturales bajo las reglas del mercado. Sin embargo, esta perspectiva refuerza la mercantilización de la vida, subordinando la protección ambiental a los intereses del capital. Reducir la naturaleza a un conglomerado de servicios y valores económicos perpetúa las desigualdades globales, ya que quienes tienen poder adquisitivo pueden “comprar” sostenibilidad mientras las comunidades más vulnerables padecen las consecuencias de la explotación.

En este contexto, justicia ambiental y justicia social son inseparables. No se puede hablar de sostenibilidad sin incluir a quienes históricamente han sido excluidos de los beneficios del desarrollo y, a menudo, son los primeros en pagar sus costos. Hay que tomar las riendas del asunto, y en este aspecto la educación es fundamental. Como advirtió Antonio Gramsci (1971), “quien controla la cultura, controla la política y la economía”. Formar una ciudadanía crítica es una tarea profundamente política.

Pero para ese camino no existen atajos. El modelo educativo por competencias encuentra su límite aquí: el pensamiento crítico no puede reducirse a meras competencias; es mucho más complejo –y urgente– que desarrollar habilidades y destrezas. Un ciudadano con pensamiento crítico no se conforma con soluciones enlatadas ni con “discursos verdes” de marketing. Debe contar con conocimientos disciplinares que le permitan analizar las estructuras que perpetúan la pobreza y la explotación. El problema no es técnico, sino político. No se trata de cambiar de auto, sino de cambiar de rumbo.

Bajo el capitalismo verde, incluso la naturaleza deja de ser un bien común para convertirse en un activo financiero. No importa cuánto se contamine, siempre que se compense. No importa cuánto se destruya, si se etiqueta como “sustentable”. Así, la lógica del mercado se enquista incluso en los discursos de protección ambiental: bonos de carbono, servicios ecosistémicos, compensaciones ambientales. Todo se vuelve negociable, incluso el aire que respiramos.

El capitalismo verde, en realidad, no representa un cambio estructural, sino una estrategia de adaptación del sistema para continuar acumulando bajo el discurso de la sustentabilidad.

El discurso verde, lejos de ser inclusivo, reproduce desigualdades. Para ser ecológico, debes tener la capacidad de acceder a autos eléctricos, alimentos orgánicos y viviendas con paneles solares, lo que claramente requiere un alto poder adquisitivo. Mientras unos pocos acceden a estos lujos verdes, millones de niños y adolescentes en América Latina y el Caribe viven en condiciones de pobreza extrema. Según datos de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal, 2020), aproximadamente el 45% de los menores de 18 años en la región, es decir, alrededor de 81 millones de niños y adolescentes, se encuentran en situación de pobreza. De estos, cerca de 35 millones viven en pobreza extrema, representando el 43% de la población infantil y adolescente de la región. Estos niños, a menudo pertenecientes a poblaciones indígenas y afrodescendientes, residen principalmente en zonas rurales y entornos periurbanos, enfrentando condiciones precarias, sin acceso adecuado a servicios básicos como agua potable y educación de calidad.

Se trata de un contraste abismal: mientras que un sector de la sociedad puede acceder a soluciones ecológicas como vehículos eléctricos o viviendas sostenibles, millones de niños y adolescentes luchan por sobrevivir en condiciones que amenazan día a día su salud y bienestar. La justicia ambiental es, por lo tanto, inseparable de la justicia social. La sostenibilidad no puede ser un privilegio para unos pocos, sino un derecho universal que debe alcanzar a todos, especialmente a quienes más lo necesitan.

Escribía Gramsci (1981): “La lucha por una nueva cultura es inseparable de la lucha por el poder”. Hoy, más que nunca, esa batalla cultural se libra en las aulas, donde se define si formamos consumidores dóciles o ciudadanos capaces de disputar el sentido común dominante.

Como sostiene Naomi Klein (2015), “no se trata sólo de cambiar el sistema energético, sino el sistema económico que lo alimenta”. El capitalismo, por definición, necesita crecer de forma constante, extraer más, producir más, vender más. Pero el planeta no puede crecer. No hay sostenibilidad posible en un modelo basado en el exceso y el descarte.

En palabras de Eduardo Galeano, quien lo sintetiza brillantemente, “vivimos en una civilización que confunde el valor con el precio”. Cuando todo se mide en términos de rentabilidad, hasta la naturaleza se vuelve un recurso a explotar, y no un bien común temporalmente bajo nuestro cuidado, que debemos atesorar y preservar para las generaciones futuras.

Jorge Riechman advierte con contundencia que “el capitalismo es estructuralmente incapaz de respetar los límites ecológicos”. Por eso, las soluciones tecnológicas sin la necesaria transformación del propio sistema son apenas paliativos que postergan lo inevitable.

No es la tecnología la que mágicamente nos va a salvar, sino nuestra capacidad de resistir la lógica del gran capital, cuando esta nos conduce –sonriente y eficientemente– directo hacia el abismo. Es en esa resistencia donde se juega una batalla cultural decisiva, que, como escribió Gramsci, exige “pesimismo de la inteligencia, optimismo de la voluntad”.

Al decir de Walter Benjamin: “Las masas tienen un derecho a la transformación de las relaciones de propiedad; el fascismo trata de darles una expresión que consista en la conservación de esas relaciones. Es por ello que el fascismo se dirige a una estetización de la vida política”. Esta lógica se hace patente en el greenwashing, que transforma los problemas ambientales en meros discursos estéticos, distrayendo a la opinión pública de la necesidad de un cambio estructural real. No sólo se busca engañar a las masas, sino que se neutraliza cualquier posibilidad de transformación verdadera.

Es tiempo de dejar de creer que el sistema se autorregulará. No hay capitalismo bueno ni verde, sino un modelo que necesitamos superar como humanidad. Mientras sigamos comprando el relato del greenwashing, estaremos perdiendo tiempo, recursos y vidas. No basta con ajustar el modelo, hay que repensarlo y, por qué no, deconstruirlo, sustituyéndolo por uno donde el cuidado de la vida esté en el centro y no en los márgenes del balance contable. Pensar lo impensable, construir lo necesario. Ese es el desafío.

Daniel Devitta es docente de UTU.

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