“Cuando los nazis vinieron a buscar a los comunistas, guardé silencio, porque yo no era comunista. Cuando encarcelaron a los socialdemócratas, guardé silencio, porque yo no era socialdemócrata. Cuando vinieron a buscar a los sindicalistas, no protesté, porque yo no era sindicalista. Cuando vinieron por los judíos, no pronuncié palabra, porque yo no era judío. Cuando finalmente vinieron por mí, no había nadie más que pudiera protestar”.
El poema, atribuido al pastor luterano Martin Niemöller, tiene una vigencia absoluta, más allá de las controversias sobre sus versiones, su autoría o el perfil del propio Niemöller. Lo paradójico es que, originado en el epicentro del Holocausto, hoy podría enseñarnos mucho de una de las derivaciones de este mismo: el Estado de Israel y su voluntad de eliminación de la otredad gazatí.
El aspecto performativo del orden internacional que implica el ataque del Estado de Israel sobre el pueblo palestino es una muestra de la promoción, por parte de las extremas derechas, de una nueva lógica de las relaciones internacionales.
La internacional reaccionaria, en constante ascenso en la última década, ha ido erosionando la validez del derecho internacional y las instituciones destinadas a protegerlo. La eliminación sistemática del pueblo gazatí no es un problema exclusivo de Medio Oriente, ni siquiera es solamente una cuestión moral, sino también un dilema global frente al futuro: si Israel puede eliminar sin obstáculos a una comunidad entera sin el menor freno por parte de la comunidad internacional, ¿quién o qué impedirá que el día de mañana el problema no sea sólo Palestina e Israel? ¿Qué evitará que, sin tapujos, se defienda y se exalte positivamente la ley del más fuerte?
El orden mundial derivado de la Primera Guerra Mundial, donde imperios enteros se derrumbaron para dar origen a nacionalismos excluyentes que eliminaron e invisibilizaron minorías, y a un multilateralismo agresivo y sin orden (que derivó rápidamente en fracaso, como se demostró con el ascenso de los fascismos y la Segunda Guerra), dio paso a un esquema sólidamente ordenado bajo la estructura de la Guerra Fría, que a pesar de sus equilibrios de terror y sus miedos atómicos terminó mostrando también certezas, seguridades y reglas de juego aceptadas en general. Dentro de estos esquemas, y con base en las experiencias mostradas por los conflictos mencionados, el derecho internacional y las instituciones emparentadas a este modelaron las normas globales de convivencia durante décadas.
Los derechos humanos no se cuestionaban (por lo menos no explícitamente), la Organización de las Naciones Unidas (ONU) era vinculada con la convivencia global, la Corte Internacional de Derechos Humanos era incuestionable, y Amnistía Internacional gozaba de un aura de respetabilidad que hacía de sus posturas, acciones y comunicados una herramienta válida, escuchada y respetada.
Este modelo global implicaba el respeto mínimo del derecho internacional y los derechos humanos. Hoy ambos aspectos han quedado relegados frente a la aceptabilidad de la guerra, la violencia y, sobre todo, la relatividad de lo que sucede en torno a estas. Si no, ¿cómo explicar que la matanza de niños gazatíes no sea vista como lo que es: una matanza de niños?
Pero no nos engañemos, también el orden anterior implicó guerra, colonialismo y exterminio sistemático, pero la diferencia radica en que los mensajes explícitos no se atrevían a valorarlos positivamente, como tampoco a cuestionar los frenos y obstáculos internacionales que intentaban detener las atrocidades que la humanidad ejercía sobre sí misma. En la actualidad, la falta de empatía de parte de varios gobiernos frente al exterminio gazatí es similar a la ejercida en los 30 y los 40 frente al horror del nazismo durante sus inicios. Podríamos dedicar páginas enteras al momento de explicar que no hay nada nuevo en el uso del miedo y el odio, en el imperialismo y el colonialismo, en las guerras de exterminio, o en la violencia sistémica. Basta recordar que no sólo bajo el nazismo se construyeron campos de concentración, sino también bajo regímenes democráticos, hoy incuestionables.
Tal vez la novedad es que el mundo de las redes ha hecho de la naturalización el gran diferencial entre el siglo XX y el XXI, normalizando el exterminio, la violencia y la guerra como medios válidos para dirimir los conflictos, promoviendo así la eliminación de la alteridad, que en lugar de ser vista como riqueza es acusada de contaminar la identidad.
Hoy, los relativismos (morales y científicos), las fakes y la posverdad han generado un caldo de cultivo para la impunidad, al punto de que “hacer lo correcto” para la internacional reaccionaria no solamente ya no es válido, sino hipócrita. Detrás de la denuncia de una supuesta “hipocresía progre” está lo que la antropóloga argentina Paula Sibilia ha denominado “los nuevos cinismos”, un corpus de actitudes que engloban un individualismo reaccionario, fenómenos crecientes como la posverdad, la xenofobia, la misoginia y la aporofobia, o la explosión de fakes news, haters y trolls que alimentan al nuevo Leviatán: el algoritmo del odio.
Si Israel puede eliminar sin obstáculos a una comunidad entera sin el menor freno por parte de la comunidad internacional, ¿quién o qué impedirá que el día de mañana el problema no sea sólo Palestina e Israel?
Si el derecho del otro a existir pasó a ser parte de la hipocresía, entonces definitivamente nos encontramos frente a un nuevo orden internacional, un orden del caos, o como manifestó Francisco Veiga hace algunos años: un desequilibrio como orden.
Este nuevo ordenamiento, que implica, entre otras cosas, la relatividad y fragilidad de las reglas de convivencia, la centralidad de las identidades como esencialmente excluyentes, la naturalización de la violencia y la desaparición de la idea de comunidad en favor de la preeminencia del individuo, potencia también lo imprevisible del devenir geopolítico, climático y económico, e implica un desafío para la sustentabilidad y vitalidad de la humanidad misma.
El odio y el miedo no son elementos novedosos, incluso fueron fundamentales en la instalación de los estados nación liberales o las denominadas “comunidades imaginadas” (B Anderson); como afirma Alfons Aragoneses en La construcción del enemigo como base del (neo)fascismo, “el discurso del odio y la construcción del otro como enemigo y como amenaza no es ninguna novedad [...]; el miedo al otro, los discursos fantasmagóricos del enemigo y las medidas biopolíticas para combatirlo han existido desde el momento fundacional del Estado liberal”. Tampoco las emociones como el miedo, la ira o la indignación son siempre negativas, a veces han tenido una función normativa positiva, como al momento de articular las demandas sociales, rebelarse contra las injusticias, luchar por la supervivencia o salir de diversas crisis.
El problema actual es que las “mentes reaccionarias” (C Robin) de las extremas derechas o incluso de las derechas conservadoras están jugando de forma peligrosa con la exaltación de este tipo de emociones, mezclándolas con una tercera, el odio. Este cóctel ha estimulado un radicalismo moral que obstruye el pluralismo de opciones y opiniones, generando mensajes incitadores del odio, de resentimiento y menosprecio hacia los más vulnerables, sean estos los más pobres, las mujeres o las minorías sociales y étnicas. Este odio y miedo han generado diversos supremacismos, así como el rechazo a la gobernanza global, el reclamo de proteccionismo económico o de Estados de bienestar étnico restrictivos, así como la desconfianza hacia los organismos internacionales y la democracia misma.
En definitiva, si el miedo había sido un elemento de control y ordenamiento del statu quo instalado por la modernidad, ahora cumple un rol destructivo de esta, claramente reactivo frente a la conquista gradual de derechos y su reconocimiento de las alteridades, elementos que han catalizado el miedo y el odio en las identidades amenazadas. El miedo “positivo”, proactivo en pos de necesidad de supervivencia, sustento del acuerdo hobbesiano o del contrato social rousseauniano, ha dado lugar a un miedo inmovilizador, a un miedo al cambio y a la otredad, uno generador de odio. A su vez, este odio ha derramado indignación y desconfianza hacia los sistemas de representación política (nacionales e internacionales), ha generado un clima de época dominado por el desencanto y la apatía (opuesto a la utopía y la confianza de la modernidad).
Mientras los miedos de la modernidad fueron funcionales a los órdenes económicos y políticos que dominaron los últimos 200 años, generando conflictos, pero también equilibrios y contrapesos, los miedos y odios del siglo XXI ponen en riesgo el orden mundial construido durante la segunda parte del siglo XX.
El odio está claramente metido en la búsqueda del exterminio del pueblo gazatí, pero disfrazado de un supuesto miedo a la no supervivencia del Estado israelí; afirmaciones recientes como la de “autodeterminación” o “derecho a la legítima defensa” terminan avalando esta estrategia. Cuando el odio –traducido en supremacismo identitario, nacional o étnico– se esconde detrás de este tipo de conceptos se pone en riesgo la posibilidad de la paz y la búsqueda de soluciones, y se afirma la sensación de impotencia o de impunidad de las partes.
El odio también está presente frente a quienes cuestionan la invasión y el belicismo israelí, y se puede traducir en una agresiva campaña de prensa o de desprestigio, o en un duro cuestionamiento moral. Esta realidad alimenta otra: el miedo a cuestionar, a utilizar categorías analíticas y a discutirlas, como la de genocidio. Así se cierra el camino de la discusión y la reflexión, que no es otra cosa que el reconocimiento de la alteridad y el derecho a existir.
Estas formas de actuar y escenificar el miedo y el odio son funcionales a la preconfiguración de la realidad, de un nuevo orden de cosas, que traducido a la geopolítica no es otra cosa que un nuevo orden mundial, una actitud performativa que le es funcional también al espíritu reaccionario. O sea, se les hace el juego a las nuevas caras de las derechas (E Traverso); tal es así, que lo que afirman sobre el conflicto los organismos internacionales y las instituciones de defensa de los derechos humanos pasan a ser meras opiniones subjetivas o supuestos relativos.
La izquierda uruguaya debería recordar la actitud que muchos intelectuales tuvieron frente al origen del nazismo, cuando tibios frente a su condena terminaron, a su modo, primero favoreciendo su crecimiento y luego sufriéndolo en carne propia.
Como advierte el poema que da comienzo a este artículo, estas líneas no van dirigidas sólo a las izquierdas, a los progresistas o a los socialdemócratas, sino también a sectores conservadores, a las derechas y las centroderechas, a quienes, sin aceptar el odio y el exterminio, se manifiestan alejados del conflicto, no lo valoran como inherente a sus inquietudes, o simplemente no lo vislumbran como una amenaza a sus intereses.
Sólo resta recordar un aspecto: fueron los propios conservadores alemanes quienes dieron a Adolf Hitler un lugar en la política y quienes finalmente aceptaron su nombramiento como canciller, fueron ellos quienes vislumbraron una alianza con el partido nazi como forma de eliminar el “peligro rojo”. Pensaron que Hitler iba a ser controlado fácilmente, que una cosa eran sus palabras y otra las acciones posibles, que ellos mismos sostendrían la soga. Meses y años después, muchos de ellos debieron afiliarse al partido nazi, mientras otros terminaron en los mismos campos de concentración que previamente aceptaron como forma de eliminación de sus antiguos contrincantes, los rojos. Porque primero fueron por los comunistas, no por los judíos, para luego seguir acallando voces, hasta que no quedara ninguna que pudiera protestar.
Si hoy seguimos acallando voces... ¿quién protestará?
Juan Pablo Demaría es magíster en Historia Política y doctorando en Historia.