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Escollera Sarandí. Foto: Iván Franco (archivo, setiembre de 2015)

¿Podemos comer lo que pescamos en Montevideo?

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La Intendencia de Montevideo monitorea permanentemente la calidad de las aguas del Río de la Plata, vigilancia que cobra más relevancia con la llegada de la temporada estival y el interés de la población por bañarse en las playas. Sin embargo, hay tres que están inhabilitadas durante todo el año: la del Gas, la del Puerto del Buceo y Miramar. Mientras que el primer caso se debe a que “presenta riesgo físico para baños debido a la presencia de rocas y corrientes”, la inhabilitación de las otras dos es explicada en los informes de la comuna de la siguiente manera: “Los antecedentes históricos indican que no presentan condiciones homogéneas durante la temporada, pudiendo aparecer eventualmente valores puntuales muy superiores a los límites que indica la reglamentación vigente”. Dicho con otras palabras: la contaminación en el Puerto del Buceo y la que aporta el Arroyo Carrasco hace que esas playas sean poco recomendables, desde el punto de vista sanitario, para que uno se sumerja en sus aguas. Esta presencia de contaminantes se da también en otros puntos de la costa capitalina que, como no tienen arena ni costa amigable, no son mencionados en la lista de lugares donde la salud del bañista corre riesgo. Entre ellos se destaca la Bahía de Montevideo, que concentra no sólo una gran actividad portuaria sino la descarga del Miguelete y el Pantanoso, dos arroyos trágicamente deteriorados. Tanto en el Puerto del Buceo como en la Bahía de Montevideo es frecuente ver a pacientes pescadores que sueñan con corvinas y pejerreyes pero que también se contentan con bagres, lisas y dientudos. Y entonces surgen las preguntas: ¿los peces que viven en aguas contaminadas también están contaminados? En caso de estarlo, ¿es aconsejable comer lo que se pesca en aguas que no son aptas para baño? ¿Hay alguien estudiando esto seriamente?

Acumuladores biológicos

El tema de qué hacer con el pescado en un mundo que atenta un día sí y otro también contra el medio ambiente ha sido tratado con frecuencia. Por ejemplo, en 2010 la Organización Mundial de la Salud (OMS) y la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) llamaron a expertos de todo el mundo a discutir sobre los riesgos y beneficios del consumo de pescado teniendo en cuenta la presencia del metilmercurio y dioxinas. Entre otras conclusiones, la consulta a expertos señaló que “el consumo de pescado aporta energía, proteínas y otros nutrientes importantes, entre ellos, los ácidos grasos poliinsaturados de cadena larga n-3”, y que los beneficios de consumo superaban a los riesgos, incluso durante el embarazo, siempre y cuando los contaminantes no superen los valores aceptados en la ingesta mensual tolerable provisional (IMTP).

Es que los peces son sensibles a la contaminación del medio en el que viven. Al estar en contacto con el agua, absorben los distintos compuestos tóxicos mediante dos vías: ya sea por las agallas al respirar, o por el canal alimenticio a través del alimento y los sedimentos que ingieren. A su vez, los contaminantes que no son eliminados mediante la respiración y la excreción se alojan en distintos tejidos. Se conoce como bioacumulación a este proceso en el que los seres vivos acumulan en los tejidos, a lo largo de la vida, sustancias en concentraciones que superan a las que están presentes en su medio o alimentos. Y resulta que los peces son grandes bioacumuladores. El problema es mayor a media que se avanza en la cadena alimenticia: mientras que los peces pequeños, que se alimentan de algas y pequeños animales, bioacumulan los contaminantes del agua y las escasas cantidades a su vez bioacumuladas por sus alimentos, los peces que son predadores de otros peces ingieren mayores cantidades de elementos tóxicos, ya que que estos, justamente por estar bioacumulados, están en mayor concentración. A ese fenómeno se lo llama biomagnificación, un aumento de la bioacumulación debido a la transferencia de las sustancias en los sucesivos niveles de la cadena alimentaria (ver ilustración). Este fenómeno es importante para el tema aquí tratado, ya que los peces más codiciados por los pescadores de nuestra costa, la corvina negra (Pogonias cromis) o la más frecuente corvina rubia (Micropogonias furnieri), son predadores que consumen otros peces. ¿Debería un pescador que vuelve de la escollera Sarandí con un par de corvinas preocuparse por las sustancias tóxicas que puedan haber bioacumulado, o tal vez biomagnificado, semejantes peces?

Estudiando las aguas

Desde la academia el tema se ha abordado algunas veces. En 2001 Federico Viana presentó su tesis de maestría en Ciencias Biológicas en la Facultad de Ciencias titulada “Metales pesados en peces de la costa de Montevideo y Piriápolis”. En ella analizó la concentración de cobre (Cu), mercurio (Hg) y cinc (Zn) en el músculo y el hígado de varias especies costeras de consumo humano, entre ellas, pejerrey, lisa, corvina, brótola, pescadilla y burriqueta. Si bien el trabajo detectó “indicios de bioacumulación de mercurio y de cinc”, Viana señaló que “los peces estudiados presentan niveles de cobre, mercurio y cinc en músculo aceptables para consumo humano”. Sin embargo, su investigación encendió una pequeña luz de alerta: la presencia de cobre y cinc en el hígado de la lisa superaba lo aconsejable, y Viana ensayaba que tal vez eso se debiera a que la lisa es un iliófago, o sea, un detritívoro, un animal que se alimenta de detritos y sedimentos. Entonces en su tesis considera “conveniente evitar consumir el hígado y aquellos ejemplares de gran porte”, ya que cuanto más grande y longevo es el animal, más chances hay de que haya bioacumulado ambos elementos.

La posta –y no de pescado– la tomó en 2013 Diego Corrales, quien, orientado por Alicia Acuña y Enresto Brugnoli, realizó su tesina para la licenciatura de Ciencias Biológicas bajo el nombre “Estudio de metales pesados en dos especies de peces de la zona costera de Montevideo”. Allí Corrales indica que los metales pesados en los ambientes marino costeros proceden de fuentes naturales, como el drenaje continental, la deposición atmosférica o la erosión de los suelos, así como de fuentes antopogénicas relacionadas con la producción agrícola-ganadera (fertilizantes, fungicidas, pesticidas y aguas residuales), los sistemas de desagüe de los centros urbanos e industriales y los derrames de combustibles y dragado en los puertos. Como cualquiera puede ver, los factores causados por el hombre están todos presentes en Montevideo: un puerto que trabaja con intensidad, una interesante cantidad de industrias y producción hortícolo-frutícola, a lo que se suma la condición de “semicerrada” de la Bahía de Montevideo. La investigación bibliográfica de Corrales arroja que “la Bahía de Montevideo presenta una elevada carga orgánica y elevadas concentraciones de cromo, plomo e hidrocarburos derivados del petróleo, mientras que la porción externa y la zona costera adyacente muestran un nivel de contaminación moderado”.

Con todo este marco, Corrales se concentró en el estudio de la corvina rubia y la lisa, realizando muestreos con pescadores artesanales de cuatro zonas: oeste (Santiago Vázquez y Pajas Blancas), Bahía de Montevideo y este (Punta Carretas, Buceo y Punta Gorda). Las muestras fueron analizadas en el Laboratorio de Oceanografía y Ecología Marina de la Facultad de Ciencias. Las conclusiones del trabajo fueron relevantes. En primer lugar, no hubo diferencias entre las concentraciones de metales pesados en las distintas zonas muestreadas, lo que para Corrales “puede relacionarse a la movilidad existente en ambas especies estudiadas”. Dicho de otra forma: el pique en el Puerto del Buceo, por más que esa playa no esté apta para baños, no tendría mayores niveles de metales pesados que el pique que uno pueda tener en otra parte de la costa capitalina. Por otro lado, coincidiendo con el trabajo realizado más de una década antes por Viana, Corrales encontró que las concentraciones de cobre, cinc y mercurio en músculo, tanto de la corvina rubia como de la lisa, estaban por debajo de los niveles máximos permitidos, por lo que no representan “riesgos respecto a su consumo”. Pero lo que en el estudio de Viana era una luz de alerta, ahora ya era una confirmación: el total de las muestras de hígado de la lisa presentaba concentraciones de cobre y arsénico superiores a los máximos permitidos, lo que lo llevó a afirmar que “no es recomendable consumir este órgano, ya que puede presentar grandes cargas de metales pesados”, y extendió el consejo también al hígado de la corvina.

¿Cómo estamos hoy?

Diego Corrales ya no está en el país, pero la importancia de desarrollar unidades y equipos de investigación que permanezcan en el tiempo queda en evidencia cuando llamo a uno de los orientadores de su tesina. Ernesto Brugnoli, del área de Oceanografía y Ecología Marina del Instituto de Ecología y Ciencias Ambientales de la Facultad de Ciencias, cuenta que junto a Alicia Acuña, también orientadora de Corrales, y más investigadores de esa repartición, entregaron hace diez días “una síntesis de cuatro muestreos realizados entre 2016 y 2017 y las tendencias son las mismas: niveles bajos de metales en el músculo y por debajo también del límite máximo permitido para consumo humano”. La investigación se realizó en el marco de los estudios de línea de base para la regasificadora Gas Sayago que corren por cuenta de la consultora Estudio Ingeniería Ambiental, que a su vez contrató los servicios de la Facultad de Ciencias. “Esta vez trabajamos con cadmio, plomo, cinc, arsénico y mercurio”, comenta Brugnoli, que, junto al equipo, analizó músculo e hígado de peces de la zona oeste de Montevideo y de Punta Carretas. El resultado no los sorprendió: “las tendencias son las mismas”, dice, “niveles bajos de metales en el músculo y por debajo del límite máximo permitido para consumo humano”.

Entonces uno se anima a contestar las preguntas planteadas en la nota. Según las mediciones de metales pesados realizadas durante más de 16 años por científicos e investigadores, los peces que se pescan en la costa de Montevideo no representan un riesgo para la salud, por más cromo que las curtiembres arrojen al Pantanoso, por más hidrocarburos que se derramen en el puerto o por más metales pesados que se muevan durante el dragado. Eso sí: ante lo notado en tres investigaciones, quitarles las vísceras, en especial el hígado, a los peces antes de consumirlos parece ser no ya sólo razonable y prudente, sino casi obligatorio.

Pescando en el río

No sólo se han hecho estudios sobre metales pesados en los peces de nuestra costa marítima. La Dirección Nacional de Recursos Acuáticos (Dinara) realiza los controles de estos elementos para la pesca en aguas más profundas, al tiempo que otras investigaciones estudiaron qué pasa en nuestros ríos. José Pedro Dragonetti, del Instituto de Investigaciones Pesqueras de la Facultad de Veterinaria, señala que “cuando la Facultad empezó a dar clases en el Litoral Norte, el Instituto se propuso, además de investigar los peces marinos, profundizar en los de agua dulce”. Fue entonces que en conjunto con la Dinara y la Escuela de Nutrición estudiaron la calidad de los peces comerciales de río. “En la Escuela de Nutrición estudiaron los ácidos grasos, nosotros estudiamos cuándo están frescos y cuándo se pueden comer, y la Dinara hizo la parte de bioacumulación de metales pesados”, cuenta Dragonetti. La investigación, que se centró en el estudio de sábalos (Prochilodus lineatus), patí (Luciopimelodus pati) y dorados (Salminus brasiliensis), fue presentada en 2016 en el 19º Seminario Latinoamericano y del Caribe de Tecnología de los Alimentos y no encontró “niveles de plomo, mercurio ni cadmio por encima de los parámetros considerados seguros”. Por otro lado, en 2015, Macarena Simoens presentó su tesis para obtener el Magíster en Ciencias Ambientales en la que estudió si las microcistinas, las sustancias tóxicas de las cianobacterias, se acumulaban en las tarariras (Hoplias sp.) del embalse de Rincón del Bonete. Dado que nuestras aguas tienden a tener floraciones de cianobacterias, la investigación era necesaria, ya que hasta entonces nadie había estudiado si los peces de nuestros ríos pueden bioacumular esas sustancias tóxicas y representar un riesgo para la salud de los que los ingieran. Si bien el resultado fue negativo -no se encontró microcistina bioacumulada en las tarariras-, la científica señala la importancia de seguir monitoreando el fenómeno. Por último, un estudio titulado “Residuos de pesticidas en recursos hídricos del Bajo Río Negro y Esteros de Farrapos”, llevado adelante por Andrés Pérez y otros investigadores de la Facultad de Química, el Centro Universitario Regional del Este, Centro Universitario Regional y la Dinara, si bien comprueba el fenómeno de bioacumulación de pesticidas en tarariras, bagres, viejas de agua, dorados, bogas y sábalos, no constata que se produzca la biomagnificación, al tiempo que señala que “las concentraciones encontradas corresponden a dosis subletales”.

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