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Néstor Moraghi, de Rampla Juniors y Maximiliano Lombardi de Cerro, ayer, durante el clásico jugado en el Estadio Centenario.

Foto: Agustín Fernández

Un verano en el Cerro

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¡Terrible empate!: un caliente 2-2 entre Cerro y Rampla.

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No pueden más. Todo es una gran olla de sopa a punto de reventar. Hay puños cerrados y emoción intensa. Hay caras pálidas y otros resoplan como caballos.

“¡Pi-ca-pie-dra!”, gritan eufóricos los muchachos con las gargantas abiertas y batido de cocoa en el corazón. No falta nada. “¡Está ganado, hermano!”, dicen con fondo de palmas ruidosas.

Hay una sensación de angustia tremenda en la hinchada albiceleste. Sudando la gota gorda, con la ansiedad en las miradas. Ganaba Rampla 2-0 con un hombre de menos.

Pero todo fue rápido, agónico y especialmente milagroso. En la hora mismo, tocaron a Molina en el área y Prudente marcó penal. Le pegó Caballero contra un caño y la guinda pasó rasante junto con una ovación seca, rebelde. En el tercer minuto de los adicionados, Rodrigo Mora metió la fruta con pierna derecha por encima de Lucero. Igual que un fogonazo de pólvora en el parrillero. Todo quedó más celeste que nunca, más que un caluroso cielo de verano, y la ovación se descolgó como una carcajada en los renglones de la Olímpica.

Acribillado por las emociones, la pasión de los colores, el alma del barrio, los sueños de siempre, el recuerdo de Da Cunha y de tantos, de los patos que se escapan de la fila, del vecino maldito que me enloquece. Porque antes la mano estuvo complicada para Cerro.

Rampla metió el 1 a 0 cuando Frascarelli rebotó el esférico y apareció Broli para tocar bien simple. Poco después, Julián Perujo mandó un bombazo de tiro libre y la globa cayó en el ángulo, inatajable. Fue el 2-0 que pareció sólido pero se terminó desbaratando como una fortaleza de naipes. La escuadra rojiverde -con un hombre menos por la expulsión de Broli- controló el asunto y fue llevando el match hasta los minutos finales sin problemas mayores.

Vinieron los cambios cerrenses. Entraron el 9 Molina -que casi convierte-, el gigante Soto y también Álvez, cambios ofensivos que daban idea de que se estaban jugando todo mientras Rampla aguantaba la maroma atrás. Pero la fugacidad del tiempo es infinita. Todo fue rebeldía y entusiasmo. Un empate clásico, de atrás, y con sabor a victoria cerrense. Un rayo blanco y celeste atravesó el aire y la pasión del fútbol es un infierno igual que siempre. Allá se fueron los camiones cargados al oeste de la ciudad, la alegría de un barrio, el sueño del verano. Iban todos los popeyes abrazados, con bermudas raras, lentes brillosos, tatuajes indescifrables y gorritos. Allá iban, en el camión a las nubes. En el eco del mediodía del domingo repitiendo cada vez más fuerte, en la llegada triunfal, el grito ronco de guerra barrial “¡Cerro Cerro, Cerro Cerro!”. Me pareció ver al Negro Maidana colgado de la baranda.

La bandera de Cerro orgullosa flameando al viento. Celeste y blanca, a rayas, laburante, solidaria, rabiosamente uruguaya.

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