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Hincha de River Plate, el sábado, durante el partido ante Peñarol en el estadio Centenario.

Foto: Nicolás Celaya

Ahora que todo gira

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River derrotó 2-1 a Peñarol y le arrebató el invicto.

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Es como tener un lavarropa en la cabeza. Todo da vueltas. El tiempo no para. Todos corren, todos. Igual que una licuadora a velocidad extrema. La tribuna se estremece, se estira y se contrae como una culebra venenosa. No falta nada. El juez adicionó cuatro minutos y el fresco de la tarde empezó a calar los huesos.

Como siempre, el Tony Pacheco clava el penal y Peñarol se pone 2-1. Por un instante, casi mágico, las mentes y los corazones alimentan la esperanza porfiada del empate milagroso. Que no llegaría, que nunca llegó.

Peñarol empujó por empatar pero River aguantó firme. Tranquilo, River, tranquilo. Hay chiflidos chillones, gritos, cánticos acelerados, ademanes groseros, adrenalina nerviosa, sensación de nada.

River manejó el match de principio a fin y la escuadra mirasol no encontró el paso, tampoco la bola, se le hundieron las ideas en el pantano creativo.

Iban veinte y pico, casi 30 minutos de fútbol y Peñarol no llegó nunca con peligro al arco rival. No encontró equilibrio, como caminando por el alambre sin red de contención.

River movió las fichas con acierto, jugó prolijo y bien, en líneas ordenadas, con zagueros rápidos y mediocampo batallador. Peñarol falló atrás, no logró elaborar y se metió de cabeza en el embudo darsenero.

En el minuto 30 cayó el primer gol de River. El habilidoso Federico Puppo (lleva tres goles convertidos) enganchó como los dioses frente a Guillermo Rodríguez y mandó el disparo lejos de las manos de Sosa. Metió un chanfle simple que explotó en la red. Una bomba. Rato después, encajó una media vuelta de pierna izquierda que salvó Sosa, casi caía así el segundo.

“¿Qué le pasa a Peñarol? Es un desastre, loco”, se preguntan y se contestan los incondicionales de siempre. El peloteo es incesante, hay dominio casi absoluto de River. El carbonero no acierta un pase, no emboca una.

La tribuna hierve. Gritan, agitan, sudan, meten garganta. Se desgañitan empujando al cuadro, como debe ser.

A los 40 de juego, un balazo de Pacheco en un caño. Tremendo disparo, pero no ligó. Al final del primer acto River se puso 2-0. Levantó el esférico Rissotto al área, alguien la peinó (Albín) y la globa se metió finalmente con un manotazo del golero Sosa en el segundo palo. Era el minuto 44. Hay miradas de estupor en el estadio y un zumbido de neuronas que no entienden nada. El primer tiempo se fue así, con un 2-0 seco. Hubo silbidos, calentura, protestas, adrenalina desorbitada.

El técnico aurinegro mandó a la cancha al Tornado Alonso y el trapecista Mejía, pero ni el goleador ni el colombiano pudieron cambiar la cara del equipo.

River siguió jugando bien, seguro atrás, haciendo circular el útil con acierto, llevando peligro, y bien pudo aumentar la distancia si no hubiera fallado en la zona caliente.

El botija Ramis -que entró en lugar de las flechas del Indio Solari- pegó un bombazo en un palo y luego, faltando muy poco, el Teca Gaglianone cedió un penal y el Tony Pacheco colocó el descuento. Ya no había tiempo, ni aire, ni tranquilidad para encontrar el empate.

River le quitó el invicto al conjunto carbonero y se arrimó en la tabla. Quedó a apenas un punto del equipo de Keosseian. Peñarol mostró falencias defensivas y aunque venía ganando, a pesar de no contar con grandes producciones futbolísticas, no logró remontar este tanteador adverso. Ganó bien River, cayó un Peñarol nervioso, ahora que todo gira, igual que la vida, la guinda, la luna y ese montón de camisetas que corren para todos lados como si fueran locos.

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