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Maximiliano Arnaud, durante la recorrida realizada ayer.

Foto: Victoria Rodríguez

A la intemperie

3 minutos de lectura
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Recorrida con equipo móvil del Programa de Atención a los Sin Techo.

Las personas que viven en la calle están expuestas a los intensos soles de verano y a los peores temporales de invierno. La intemperie es dura todo el año, pero adquiere mayor visibilidad en esos días tan fríos que apenas se soporta estar afuera por un rato. En los últimos días el Ministerio de Desarrollo Social (Mides) difundió los teléfonos a los que se puede recurrir si se ve a una persona en situación de calle, para que los técnicos de dicho ministerio les sugieran acudir a algún refugio. Sin embargo, muchos prefieren continuar en la calle.

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Según datos del Mides, hay cerca de 600 personas viviendo en las calles de Montevideo. Funcionan en la capital 16 refugios -nocturnos en su mayoría-, mientras que en el interior sólo hay en Rocha (Chuy y La Paloma), San José, Canelones (Las Piedras y Pando), Paysandú y Río Negro. Los refugios de Montevideo son gestionados por el Mides; algunos del interior tienen convenios con las intendencias. Si bien funcionan todo el año, durante el invierno aumentan los cupos.

El Programa de Atención a los Sin Techo (PAST) del Mides es un plan permanente que tiene dos equipos abocados al trabajo con personas en situación de calle. El PAST recibió el pasado lunes más de 40 solicitudes de intervención. la diaria asistió a la recorrida realizada ayer, entre las 12.00 y 16.00, con Leo Monetti, operador psicosocial, y Maximiliano Arnaud, estudiante avanzado de Sociología.

In situ

La camioneta del Mides acude a los llamados dentro del departamento; sin embargo, el primer abordaje se dio a pasos del Puente Carrasco, en Canelones. Los datos indicaban que allí vivía una mujer embarazada con dos niños.

Al llegar, la joven se aproximó a la camioneta. Vivía al amparo de unas acacias, lo que dificultaba su visibilidad desde la ruta. Su guarida estaba armada con nailon, palos y una chapa de dolmenit en un costado; afuera, colgados de cuerdas, tenía varios acolchados y algunos abrigos. En el suelo había bidones de agua que junta del campo de un vecino, una mesita con tazas y en el suelo una lata en la que prendía fuego para cocinar. Alrededor, bolsas de basura desperdigadas que recolectan y llevan hasta allí para encontrar objetos aprovechables. “Yo estoy acá por violencia doméstica” fue lo primero que dijo la mujer. Enumeró los refugios en los que había estado, donde había tenido malas experiencias. Contó que allí también había violencia, porque otras madres les pegaban a los niños, y que muchas veces le robaban sus pertenencias.

Por eso prefiere seguir viviendo allí, donde están desde hace ocho meses. Explicó que se bañan en “lo de su compadre” y que ella recibe “la canasta” por tener anemia. Comentó que con su hijo de nueve años juntan cosas que luego venden a los depósitos clasificadores o en la feria, y que también juntan leña y piñas para vender. Reconoció que el lugar no era digno para ella ni para los niños, pero dijo que a los refugios no volvía. “Yo quiero algo digno para mí, quiero una casa, pagar algo”. La mujer se despidió agradecida. Los funcionarios se pondrían en contacto con la trabajadora social que ella mencionó estaba trabajando en su caso. El segundo y tercer llamado eran del barrio Unión, pero no se detectaron las personas en los puntos indicados. El cuarto llamado era en las proximidades del Parque Batlle. Si bien estaban las pertenencias de dos o tres personas (cartones en el piso y mantas), éstas no estaban.

Cerca de allí, en un monumento, había dos hombres. El equipo se acercó. Conocían a uno de ellos, lo llamaron por el nombre, y se presentaron ante el otro. Ambos habían estado en refugios. Ninguno de los dos quería volver. El más joven tenía poco más de 50 años y un eco de la frontera. Dijo que trabajaba de albañil pero había perdido trabajos por no tener el carné de salud vigente. Contó que había estado en un refugio donde el ambiente era complicado “por la pasta base”. Criticó que entregaban los colchones a las 22.00, que podía verse televisión sólo hasta las 24.00, que los “de la pasta base” conversaban hasta las 2.00 y a las 8.00 ya tenían que irse.

En este caso, tampoco los funcionarios intentaron que fuera a lo que ya conocía, sí insistieron en que recibiera atención médica.

El hombre junto a él era de Minas, tenía 67 años, había estado en un refugio pero relató que una noche se tomó “cinco cañas”, fue al comedor del hogar y se cayó, en ese mismo momento lo echaron. Nunca más volvió. Se mostró molesto con los refugios que conocía, “donde hay 80 ó 90 personas para un solo baño”, hay “tuberculosos y piojosos”. También mencionó que los jóvenes no coinciden con los viejos. Dijo que cuando era joven se vinculó con el minuano Santiago Chalar y recitó con una excelente memoria tres extensas milongas y cuentos de campaña, de amor y de sombra.

Volviendo a la tarea, el equipo del Mides indicó el camino para que tramitara la tarjeta del Instituto Nacional de Alimentación (INDA) y le dio la dirección de un centro del Mides al que podía acudir a ver películas, leer o escribir.

El último llamado era también por la zona. Dos jóvenes durmiendo en la calle, sobre cartones y tapados con frazadas. Vieron bajar a los funcionarios, se dieron media vuelta y se taparon hasta la cabeza. Los técnicos ya los conocían. Entablaron conversación con uno de ellos, el más joven, de 18 años. También lo llamaron por su nombre, le sugirieron que pasara por el Mides en la semana a hablar con ellos y lo dejaron seguir durmiendo.

En invierno los refugios están saturados y casos como el de ese joven no encuentran ubicación fácilmente. Tienen prioridad las madres con niños, los veteranos/as, y en tercer lugar las mujeres solas. El desprecio por soluciones precarias y parciales es fuerte en algunos casos, y se torna tan visible como una necesidad mencionada por muchos: trabajo y un lugar digno donde vivir.

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